No hay nada tan rico o tan bonito como lo que nos hacen nuestros hijos. Mi padre aún conserva un tarro para guardar lápices y bolis que le hice cuando debía tener 5 años con un tarro cerámico de yogur. Tiene dibujados un caracol, un árbol y una casa, los tres igual de grandes, aún no dominaba las escalas realistas.
Hoy Julia, como cada jueves, tiene talleres en el cole. Y ya sé que tendré una sorpresa cuando llegue a casa. Y sé que me encantará, y lo hará sinceramente. Me entusiarmará y se me notará sin tener que fingir.
El jueves pasado tuvo taller de cocina, que le chifla. Cuando llegué a casa me esperaba medio sandwich hecho con todo el amor del mundo en la encimera. “Mamá, lo he hecho para ti”. Y yo, feliz, me puse a comerlo. Al tercer mordisco noté algo demasiado crujiente. Al cuarto mordisco se repitió el fenómeno crocanti. Mi santo, que había llegado antes que yo, se había comido la otra mitad y me vio va y me dice sonriendo de oreja a oreja: “a mí me ha dicho que se le había caído un poquito al suelo”.
Ese día tuve doble sorpresa.
En fin… el resto fue a la basura, cuando ella no miraba e inmediatamente tapado con otras cosas por si acaso.
Es una pena que para el día del padre y de la madre en el colegio de Julia no nos preparen sorpresas. No lo hacen pensando en aquellos niños que no tienen un papá o una mamá a los que dárselo. En el cole de Jaime sí lo hacen. Yo lo hacía de pequeña y recuerdo que me encantaba preparar en clase esos regalitos para mis padres. Digo yo que no sería tan difícil ni traumático decirles a esos niños que no tienen papá o mamá que, en su caso, el regalito es para su abuelo, su tía o su hermanito. ¿No os parece?