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Cómo es ir a comer a un restaurante con mi hijo con autismo

Entrar en un restaurante con Jaime no es tan sencillo como con Julia. Jaime, por su autismo, hace que tengamos que valorar mucho en qué establecimientos entramos y que vayamos poco. Cuando estamos de vacaciones buscamos con frecuencia planes de alimentación alternativos o que si, en casa, surgen planes con amigos que incluyen restaurantes nuestra familia tenga que dividirse, buscar canguros para él, llegar tarde o irnos antes.

Y no nos podemos quejar. Conozco otras familias con hijos con autismo que jamás pisan un restaurante con ellos.

También hay personas dentro del espectro autista que están como peces en el agua servidos por camareros, la variedad de manifestaciones del autismo es enorme y cada individuo (con o sin autismo) es diferente, incluso extremadamente distinto.

Pero tenéis que tener presente que mi hijo, con once años, está muy afectado, que apenas tiene unas pocas aproximaciones a palabras y pocos intereses. Yo hablo sobre todo de lo que conozco, de nuestra experiencia y de la de otros en situaciones similares.

¿Por qué es más difícil ir con Jaime a un restaurante?

Un problema es que muchos de nuestros niños tienen poca paciencia y escasas formas de entretenimiento. No entienden que haya que esperar a la comida, a la cuenta… ellos están acostumbrados a comer rápido y pasar a otra cosa. Y carecen con frecuencia de modos para distraerse. De hecho es algo que se busca y trabaja con ellos.

Otro es que se comportan raro: pueden chillar, tal vez de puro contento, aletear las manos, querer jugar con los cubiertos, romper las servilletas, hacer ruidos extraños… comportamientos tal vez similares a los de un bebé, pero teniendo el aspecto de un niño (o un adolescente o un adulto) normal. Encontramos con frecuencia miradas de censura, de reproche, cuando es algo que se disculparía en un bebé o en un niño con una discapacidad visible. De hecho sé bien que en chavales con Down o parálisis cerebral lo que despiertan esos comportamientos disruptivos es miradas de lástima o se evita directamente mirarles de ninguna manera, aunque eso da para otro tema. Los padres de niños con algún tipo de discapacidad tenemos que aprender a bregar con ello. Igual que los mismos niños. Jaime no es consciente, pero muchos otros sí. Ojalá textos como este ayuden a que la gente se lo piense dos veces antes de juzgar a la ligera.

Uno más. Los ambientes con mucho ruido, con muchos estímulos, pueden saturarlos, provocar en ellos rechazo o sobreestimularlos. Jaime aquí tampoco tiene demasiado problema, mucho barullo tiene que haber para que le sature.

Sigamos con otro. Este es un problema que Jaime no tiene, porque come de todo y le gusta probar lo que ve en otros platos, pero hay niños que tienen dietas muy restrictivas, que comen muy pocas cosas y se niegan a probar cualquier otra.

En fin, que no es fácil, que mucha gente se queda en casa y no sale con sus hijos con autismo (o con otros tipos de discapacidad).

Nosotros intentamos hacer una vida de familia normal y acudimos en ocasiones a restaurantes, sobre todo en las vacaciones de verano, pero tienen que cumplirse una serie de condiciones.

Lo primero es elegir bien. Los sitios de comida rápida, hamburgueserías, pizzerías y demás lugares en los que tú te sirves rapidito, no hay que esperar por la cuenta y no son precisamente lugares de etiqueta en los que el grito de un niño haga que todo el mundo se gire a mirarte. Son los más fáciles. En nuestro caso basta con buscar un sitio en el que podamos encajonar a Jaime (entre nosotros y la pared por ejemplo), para que no decida levantarse y le podamos ayudar a comer y limpiarse.

Respecto al otro tipo de restaurantes, los de mantel y camarero, lo cierto es que no nos atrevemos a ir a los de alto o mediano postín. Tampoco a aquellos que notamos bucólicos y románticos. Somos los primeros que no queremos molestar y que no creemos que sean lugar para nosotros. Además de que comemos a la carrera con frecuencia y no es plan pagar más para hacer tocata y fuga.

Nuestros favoritos son los establecimientos del tipo que tienen menú del día, sobre todo aquellos que son pequeños, negocios familiares. Si hay terraza y el tiempo lo permite, preferimos estar fuera. Buscamos de nuevo mesas apartadas, si podemos, y elegimos para Jaime un sitio en el que le podamos tener controlado y ayudarle. Hemos desarrollado buen ojo con el tiempo para escanear rápidamente las opciones y elegir la mejor.

Los momentos críticos son los tiempos de espera. La tablet con música puede ayudar, pero solo hasta cierto punto. También es verdad que con los años, como es un niño que disfruta con la comida, espera pacientemente que nos tomen nota y vayan llegando los platos. La paciencia se le acaba cuando ya ha comido. No existe para nosotros la sobremesa con el café. Es frecuente que uno de nosotros tenga que salir a la calle con él una vez ha terminado mientras el otro espera para pagar.

De hecho, Jaime come bien y disfruta con la comida, pero no suele tomar postre. El postre es algo que también uno de los dos se pierde con frecuencia. Normalmente su padre que es menos goloso.

Cuando nos sentamos bromeamos diciendo que venimos acompañados de una bomba de relojería. Una de la que desconocemos el tiempo que nos dará de margen para comer. Yo era de las que comía despacio, ahora soy como una bala por si acaso.

A veces explico a la persona que nos atiende, una vez que estamos en la mesa, que Jaime tiene autismo y puede tener comportamientos peculiares. No lo hago siempre, depende de si le veo más nervioso, de si me da la impresión de que camarero lo entenderá, de si tenemos muchos otros comensales cerca… mi experiencia es que hablar claro aumenta la comprensión de los demás y evita problemas.

No, no es especialmente fácil, pero como hace muchos años escuché a una madre que llevaba mucho más camino andado que yo, hay que intentarlo. Esos intentos no sólo mantienen unida a la familia, realizando actividades juntos, también son una terapia para ellos, un aprendizaje. Y también para nosotros, podemos llegar a alcanzar más dosis de paciencia, calma en situaciones difíciles y asertividad de la que creemos si nos ponemos a ello.

Los niños son pequeños, pero no son tontos (tampoco a la hora de comer)

El título del post es aplicable en numerosas circunstancias, pero a la que me quiero referir hoy es a la culinaria. Estas pasadas fiestas, con sus reuniones interminables ante mesas propias y ajenas viendo una procesión de alimentos con frecuencia nuevos o que no se comen precisamente a diario, son una buena manera de comprobar que los niños serán pequeños, pero no son tontos.

«Los niños comen antes. Somos tantos que no cabemos. Y ellos están acostumbrados a hacerlo más temprano. Les preparamos cosas que les gustan, pollito empanado, patatas fritas, macarrones, croquetas… ya sabes Y luego ya comemos nosotros», me contaban hace un mes.

Pues en mi familia nuestros niños comen a la mesa con nosotros, al mismo tiempo. Eso de la mesa de los niños (alguna me tocó cuando era yo pequeña) no me cuadra demasiado. Y no veáis cómo se lanzan al salmón ahumado, las gulas (para angulas no llegamos), las gambitas de Huelva o el jamón del bueno. Estas fiestas hemos descubierto que Julia se pirra por el rape y Jaime por el cordero.

la foto-7 Y podríamos ampliar el refrán: puede que algunos niños tengan discapacidad, pero tampoco son tontos. Jaime, que ya sabéis que tiene autismo, es un amante del jamón. Pero ojo, no de cualquier jamón. Cuando ve un plato con jamón cortado se lanza a devorarlo encantado. Pero si al metérselo en la boca resulta que es de ese jamón carnoso cortado gordo tirando a malo o está salado o duro, no dudará en escupirlo al suelo (por suerte para nuestra perra, que siempre está al quite).

El jamón de la imagen que nos ha mandado Navidul, que probablemente ya sabéis que tiene una campaña de bienvenida al mundo con jamón bajo el brazo en lugar de pan, nos va a durar bien poco. Y yo no voy a comer nada y mi santo muy poco.

Aprovecho la tesitura para reivindicar calidad y variedad en los menús infantiles de los restaurantes.
Los niños, por ser niños, comen menos cantidad, pero limitarles a fritos, embutidos regulares y pasta es sangrante. Sobre todo llama la atención en las bodas, con los adultos entregados al tripeo de calidad (se supone) y los niños con el típico plato de lomo, calamares y croquetas. He visto abundancia de pequeñas y deliciosas croquetas de boletus ofrecidas a los adultos de entrante y luego las típicas croquetas de jamón congeladas en los platos infantiles. Clama al cielo.

Si habéis visto MasterChef Junior… ¿imagináis a uno de esos niños en esta tesitura croquetil?.

Me diréis que muchos niños no quieren probar cosas nuevas, que por eso con ellos es siempre sota, caballo y rey. Pero yo me pregunto si sería antes el huevo o la gallina. Tal vez seamos nosotros los que les hemos hecho de gustos tan restringidos ofreciéndoles siempre lo mismo.

Insisto, serán pequeños, pero no son tontos. Al que no le gusten los carabineros tal vez le chiflen los percebes, seguro.

Los niños que molestan


Me llega un correo con este cartel, que por lo visto estaba en un restaurante en Santoña.

Hay niños que molestan y mucho. Hay una leyenda negra en torno a los niños en aviones, restaurantes, museos, cines… y probablemente se la merezcan.

Hay sitios y horas en los que no procede que estén los niños más pequeños.

Pero también hay adultos muy poco tolerantes.

Me recuerdo antes de ser madre, entrando en un restaurante e intentando esquivar esa mesa llena de niños aparantemente revoltosos o la fila del avión en la que no estaba el niño de dos años.

Mi santo y yo conocemos de pasada (coincidimos en la sala de espera de una de las actividades de Jaime) con dos hermanos a los que él rebautizó para nosotros dos como Atila y Gengis Kan.

Corren, chillan, se pelean, saltan en las sillas…

Y ningún niño, ni siquiera el más bueno, está libre de tener una rabieta o un día revuelto en uno de esos lugares.

A veces no queda más remedio que ver como tu hijo chilla y llora un rato en un restaurante sin hacerle caso para que se le pase lo antes posible el berrinche (la famosa técnica de la extinción) mientras las mesas de alrededor te lanzan miraditas en plan «mira esos padres que no saben imponerse a sus hijos, cuando yo era padre/ cuando yo sea padre no va a ser/no era así».

También es verdad que ahora soy consciente de que hay muchos niños en los que las rabietas, el exceso de actividad o las conductas extravagantes son un caso aparte consecuencia de distintos trastornos y soy más paciente y comprensiva cuando me encuentro con algo así.

Conozco a una madre reciente de un niño con autismo, un niño muy inteligente y comunicativo pero con graves problemas conductuales a consecuencia de su trastorno, a la que una vecina de mesa en el restaurante le dijo que se lo llevase a la calle hasta que se calmase para que los demás pudiesen comer tranquilos. Y ella entendía que esa persona quisiera comer tranquila sin un niño llorando al lado, pero caían chuzos de punta y lo mejor para que su hijo se calmara en esa situación era ignorarlo un ratito.

¡Qué tema más delicado!

Algo sí os digo. Yo en ese restaurante no entraría, ni con mis hijos ni sin ellos.