Entradas etiquetadas como ‘progesterona’

Unas cuantas horas que no se olvidan jamás


Se confirma que la paciente está de parto, ingresando en paritorio. Monitorización fetal hasta la amniorrexis espontánea (líquido claro) y posterior monitorización fetal. Dinámica espontánea eficaz que no requiere el empleo de oxitocina. Profilaxis antibiótica por cultivo positivo. Tipo de anestesia: epidural.

Comienzo: inducido por PGE2. Tipo de parto: forceps. Cordón normal sin alteraciones. Episiotomía. Expulsión espontánea de la placenta sin incidencias. Revisión del canal del parto normal. Peso 3840 gramos. 36 centímetros de perímetro craneal. 49,5 centímetros de largo. Test APGAR minuto 9 5 minutos 10. Reanimación 0.

Esa es la descripción que hacen de mi parto los profesionales en el informe que me entregaron con el alta. ¿Un tanto fría, verdad? La mía va a ser algo más larga (espero que tengáis tiempo) y subjetiva.

Nos presentamos algo antes de las nueve de la mañana en el hospital universitario de Getafe y no nos hicieron esperar: nos pasaron a mi santo y a mí a una sala privada de monitorización, me tomaron la temperatura y la tensión y me exploraron, viendo que tenía una dilatación de apenas un centímetro.

Y decidieron ingresarme e inducir el parto con progesterona. Así que me dieron una bolsa de basura para guardar mi ropa, me puse uno de esos fantásticos camisones de hospital que te dejan el culo al aire (sobre todo porque es para alguien cuatro tallas más grande) a mi santo le pusieron unos patucos verdes y nos condujeron a la sala de dilatación. La número 1 por cierto.

Os pongo una foto de la sala que hice justo antes de romper aguas, mientras andaba dando paseos. Tenía también, aunque no se ve, un sillón para el acompañante y un baño con ducha.

La matrona que me atendió durante todo el día y que resultó ser encantadora me preguntó si quería ponerme un enema. En mi hospital, en el que por cierto no te rasuran, el enema es decisión de la futura madre. Yo decidí ponérmelo. Recordé que con la cesárea programada del peque, que ahí sí que es obligatorio, no me molestó en absoluto y agradecí los primeros dos días no tener que preocuparme de ir al baño.

Tras el enema vino la ginecóloga y me introdujo el tampón de progesterona, tras lo cual me tocó estar dos horas tumbada con la monitorización puesta. Aunque me advirtieron que podían esperar hasta 24 horas a que hiciera efecto, a los pocos minutos comencé a tener contracciones rítmicas, aunque no dolorosas.

También me tomaron una vía y me pusieron suero y la primera de las tres dosis de antibiótico (el exudado vagino rectal había dado positivo).

A las dos horas me liberaron de los enganches y me puse a pasear por la habitación mientras mi santo se iba a dejar mi ropa en el coche y a comer algo rápidamente. Sería lo último que comería en casi 24 horas.

En cuanto él regresó salimos de la habitación para pasear por el pasillo y casi nada más cruzar la puerta comenzaron las contracciones a ser dolorosas. Regresamos a la habitación justo a tiempo de romper aguas.

Avisamos a la matrona que me exploró y comprobó que había dilatado dos centímetros y me puso otro rato los monitores. Las contracciones eran fuertes y frecuentes, con el dolor localizado a la altura de los riñones, y me dijo que probablemente no me pondrían oxitocina.

Y a aguantar contracciones con la respiración y buscando la mejor postura, que resultó ser sentada a lo indio en la cama con la espalda muy erguida y la almohada a lo largo.

Al cabo de un rato largo, no sé decir cuánto porque en esos momentos no era capaz de distinguir una hora de dos, volvió, comprobó que tenía tres centímetros y me puso de nuevo monitores y oxitocina «por orden de los ginecólogos».

Estuve únicamente una hora con oxitocina. Y ahí fue cuando pedí la epidural como os contaba ayer. El dolor ya no remitía entre contracción y contracción. La matrona me liberó de monitores mientras esperaba al anestesista, que tardó bastante.

Cuando llegó, bien avanzada la tarde, me tocó aguantar las contracciones sin moverme mientras me la ponía. Afortunadamente fue rápido. Otra vez me engancharon a los monitores y ya no me soltarían.

El efecto de la epidural sólo se hizo sentir en la mitad izquierda del cuerpo. Me pusieron de lado un rato pero no sirvió de nada. Al rato bajó de nuevo la anestesista y me planteó la posibilidad de mover la vía o incluso pincharme de nuevo, pero le dije y le pareció bien que sería mejor dejar las cosas como estaban. Las contracciones eran soportables con media epidural y prefería tener el control de los pujos y ser consciente de las sensaciones del parto.

Y pasó muy poco tiempo cuando noté ganas de empujar. Ya eran aproximadamente las nueve de la noche. Mi santo no creía que después de tantas horas con contracciones para dilatar tres centímetros en apenas una hora hubiera dilatado otros siete.

Pero llamamos a la matrona y, efectivamente, ya estaba en la fase del expulsivo. «Toco la cabeza a esta distancia» dijo señalando falange y media de uno de sus dedos.

Y comencé a empujar, tres o cuatro veces cada contracción. A la hora vino otra matrona, más enérgica, que dijo que la cabeza de la niña no estaba girando como debía, que debía empujar más y mejor y se quedó un rato dirigiendo mis pujos. Luego le tocó a mi santo hacer de entrenador personal.

Fueron en total algo más de dos horas de expulsivo. Yo estaba cansada, pero Julia debía estar agotada porque sus pulsaciones bajaban mientras yo empujaba.

Me llevaron a quirófano y me dijeron que la niña estaba ahí mismo pero que nacería con la ayuda de los fórceps. Me pusieron una mascarilla de oxígeno y me dijeron que serían sólo dos empujones más cuando ellos me avisaran y que tenía que echar el alma en ellos.

La camilla era semi icorporada, con dos estribos y dos agarres para empujar mejor. Hicieron salir al padre inminente me agarré de los mandos y empujé cuando me dijeron. Al día siguiente descubrí pequeños derrames internos en la cara interior de las manos consecuencia de esos dos empujones.

No soy de gritar. No lo había hecho antes, pero me percaté un tanto sorprendida de que lo estaba haciendo. Era un bramido más que un grito y no parecía mío.

La epidural hacía tiempo que había dejado de hacer efecto: apenas apreté un par de veces el botón de las dosis al principio de ponérmela. Pero es curioso que no recuerdo dolor con el corte de la episiotomía y los fórceps.

Hicieron pasar a mi santo rápidamente, que llegó a tiempo de ver salir a Julia y como me la colocaban sobre el pecho, llorando y cada vez más morada. Eran las 23:27 del día 9 de marzo. La placenta salió casi inmediatamente.

Y todo acabó y se olvidó mágicamente: las horas de contracciones, los pinchazos, las exploraciones, los pujos…

Se la llevaron, pero volvió enseguida con mi sangre en el pelo, bajo el gorro de hospital, y bien envuelta. Su padre la sostuvo mientras me cosían con anestesia local.

Me pusieron en mi cama de nuevo y con la niña en el pecho salimos de quirófano de nuevo rumbo a la sala de dilatación: allí permanecimos dos horas más para asegurarse que todo iba bien.

La segunda foto está tomada en ese momento, con la campeona ya enganchada a la teta mientras me tomaban la tensión.

A las dos y media de la madrugada me quitaron todas las vías y nos subieron a planta.

Por cierto, en el informe con el que iniciaba este post, el más largo que he redactado (y a una mano, que en el otro brazo está la peque), está escrito algo con letra de médico que parece poner «procidencia mano» que hizo una semana más tarde que la pediatra me dijera «hija, qué mal se te colocan los niños».

En el quirófano lo que me dijeron mientras cosían la episiotomía (más de media hora se tiraron) es que se presentó con la mano por delante y que me había rozado al salir, que eso me escocería al orinar más que los puntos.

Y no puedo quitarme de la cabeza la imagen de que vino volando al mundo con la mano al frente, como una pequeña supergirl.