Hemos tenido que esperar seis años para verlo, pero al fin ha sucedido: a Jaime le gusta un peluche. Se trata de un reno extremadamente suave. Estoy convencida de que da igual que hubiera sido un reno o un pato, que no le importa que sea marrón o azul. Sospecho que es esa textura tan agradable lo que le ha conquistado, mi niño dorado es muy sensible a las texturas, enseguida le producen placer o rechazo.
Nada más ofrecérselo en la tienda, sin esperanza alguna, lo cogió con interés y lo achuchó. Ya no lo soltó salvo para pagarlo. Y siempre que se lo ofrecemos en casa lo abraza encantado. Nosotros vamos a fomentarlo. Con cualquier niño de seis años no haríamos tal cosa, aunque tampoco nos importaría siempre y cuando la dependencia no fuera muy grande, pero con un niño que tiene autismo, ampliar su limitado abanico de intereses es fundamental. Y es mucho más funcional que acaricie y manosee un peluche que la correa del perro o un cinturón, que son sus últimos vicios.
El martes se durmió abrazado a su almohada y a su reno. Por supuesto es la primera vez que duerme abrazado a un peluche.
Su hermana, en la mitad de tiempo, ya ha pasado al menos por media docena de favoritos a la hora de dormir: una Blancanieves blandita, un tucán, el camaleón de Enredados, un Simba, un zorrito y un pingüino. No es demasiado fiel con los muñecos.
Yo tampoco tuve un peluche de referencia siendo niña. Recuerdo haber dormido bastante tiempo con un perro Tristón («Tristón solo busca un amiguito, un hogar y mucho amor» ¿Recordáis?) que aún conservo y al que se le ha quedado una sonrisa de medio lado y la felpa desgastada, pero nunca tuve mucho enganche con él. Y mi santo tuvo un osito azul, de esos que venían con los botes de Mimosín, que también anda rodando por casa de mi suegra.
¿Vuestros niños tienen peluches de cabecera? ¿Los tuvistéis vosotros?