Recuerdo un viejo piso en Asturias, con una cocina enorme y una habitación sin amueblar dedicada sólo a mis juegos. Recuerdo el pinar que había al lado del hospital en el que estuvo ingresada mi madre y recoger piñas con mi abuelo, aunque no recuerdo haber estado dentro. Recuerdo el 23F en casa de mis abuelos y a mi padre trayéndome unas ceras de colores antes de irse con mi madre al hospital. Recuerdo las siestas que me negaba a dormir en el pueblo extremeño de mi madre, en agosto. Recuerdo haber jugado en la guardería de un familiar con otros niños antes de ir a casa de mis abuelos. Recuerdo a mi gato, demasiado brevemente mío. Recuerdo el primer día de colegio. Recuerdo al niño que me arrancó de las manos un chupa chups en una mercería que hace ya veinte años que cerró. Recuerdo la tienda de ropa infantil que también tuvo mi madre brevemente y lo poco que me gustaba probarme vestidos.
Esos, y algunos pocos más, son mis primeros recuerdos vitales. Lo que encuentro en mi cabeza cuando rastreo en los arcones más escondidos.
No recuerdo grandes cosas. ¿Por qué esos recuerdos quedaron en memoria y no otros? Probablemente los hubo más trascendentes o significativos. No lo sé y nunca lo sabré.
Lo que sí sé, por que me lo han confirmado, es que todos corresponden a mis cuatro o cinco años de vida.
No hay nada antes. Nada.
Mi hijo cumplirá en poco más de un mes tres años. Mi hija acaba de cumplir cuatro meses.
Fiestas de cumpleaños, excursiones al zoo, animales de compañía actuales, lugares que no seguiremos visitando, gente que no veremos más…
Nada que lo que hacemos hoy por y con ellos será recordado.
Pero no me cabe duda de que ahí está. Y es importante que esté.