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Un trivial sobre los abuelos más famosos del cine, la televisión y la literatura


Cada 26 de julio se celebra el día de los abuelos, una figura imprescindible, que aporta en la conciliación, la educación de los niños y la transmisión de valores.

Es el día de los abuelos, que no hay que olvidar que son humanos. Gente imperfecta, como nosotros, a los que muchos padres de mi generación tenemos muchísimo que agradecer.

Esos buenos abuelos, nuestros padres, la razón de que pisemos el mundo, con frecuencia sostén imprescindible, incluso excesivo respecto a lo que les correspondería a su edad y circunstancias. Poca cosa es recordarles un día concreto del año y hacerles trending topic.

Abuelos de los que se meten con muleta en el mar en días grises del norte a cambio de un puñado de risas infantiles, de los que llenan de chuches pese a nuestras protestas, de los que se esfuerzan por cubrirnos cuando no llegamos (para criar a un niño hace falta una tribu, y las manos de los abuelos), de los que hay que cuidar y querer (y perdonar cuando sentimos impulsos ‘abuelicidas’, por ejemplo ante el aluvión de chuches) todos los días del año.

Vale, no todos son así. No todos son buenos abuelos imperfectos. Algunos incluso quitan la mesa del comedor con tal de no recibir molestas visitas de sus nietos, que yo lo he visto. Los hay que viven su vida ajenos a su descendencia salvo en días señalados, aunque incluso a esos merecen nuestro agradecimiento por habernos puesto en este mundo.

Tal vez sea un buen día para una llamada, una visita, un beso o para abrir un álbum de viejas fotos y recordarles unos minutos.

En su honor he querido este año traer este trivial, protagonizado por algunos de los abuelos más famosos del cine, la televisión y la literatura.

¿Recordáis a alguno de vuestros bisabuelos?

3258414186_ab8d621158 No sé si tuvistéis la suerte de recordar a alguno de vuestros bisabuelos. Yo sí la tuve. En la primera de las imágenes me podéis ver, vestida de comunión, con dos de mis bisabuelos asturianos. Aún pasarían unos cuantos años antes de que murieran. Recuerdo perfectamente las visitas a su casa, el estanque delantero con peces, la amplia zona trasera en la que jugar y, sobre todo, las riquísimas magdalenas caseras que hacía mi bisabuela Tere.

Esos recuerdos valen oro. Igual que los mucho más numerosos que guardo de mis cuatro abuelos. Como os decía, tuve mucha suerte. Mis cuatro abuelos me han acompañado hasta bien entrada mi vida adulta. Los cuatro me vieron casarme y, dos de ellos, siguen con nosotros.

Mis abuelos paternos, también de la rama asturiana, se han convertido en los bisabuelos de Julia y Jaime. Son muy mayores, su salud se resiente, aunque ambos siguen viviendo solos, cuidando el uno del otro.

bisabuelaMi abuelo, el bisabuelo, ya no tiene la mente ágil y despierta que recuerdo de mi infancia, pero sigue adorando a los niños y teniendo con ellos toda la paciencia que ya no le queda con los adultos. Mi abuela, la bisabuela, se mueve torpemente, pero sigue cocinando y dispuesta a enseñarle a Julia a jugar a la brisca, haciendo que yo recuerde las muchas partidas de tute, continental, burro y brisca que jugué de niña con mis abuelos.

Julia y Jaime serán adultos que recuerden a sus bisabuelos, no sé si Jaime será capaz de expresarlo, pero estoy convencida de que se acordará. Y espero que los años que aún tienen que pasar juntos atesoren cuantos recuerdos puedan de ellos. Ya me encargaré yo de que no se les olvide.

Os confieso que les vemos menos de lo que deberíamos. Normalmente los domingos cuando comemos con mis padres. Y no todos los domingos. Por la vorágine del tiempo pasando a toda velocidad, por mi forma de ser algo independiente, no por falta de amor en ningún caso.

Creo que esta semana Julia y yo prepararemos un estupendo pan casero, con masa madre a la antigua usanza, y les haremos una visita para llevárselo.

Otro recuerdo a conservar.

 

El niño que tiene un buen abuelo, tiene un tesoro

Yo tuve mucha suerte, alguna vez os lo he comentado, conocí a todos mis abuelos. A día de hoy sigo teniendo dos abuelos. Y los otros dos murieron hace pocos años. Incluso tuve la suerte de conocer a un par de bisabuelos.

Mis hijos también han tenido esa buena fortuna. Tienen tres abuelos y dos bisabuelos. Abuelos con los que pueden jugar, a los que ven con frecuencia, abuelos a los que saben meterse en el bolsillo.

Jaime logra sacar de mi padre tal cantidad de chuches que se ha ganado el apelativo de «el abuelo caramelo».

Yo he de reconocer que a veces soy un poco protestona: que si ya no más regaliz, que si lloran no les de nada para que no aprendan a salirse así con la suya, que le exija más signos y palabras a Jaime…

Imagino que es frecuente que los abuelos adopten el papel de poli bueno y los padres recientes el de poli malo. No sé si será vuestro caso.

En cualquier caso hoy quiero felicitar desde aquí a ese «abuelo caramelo» aprovechando que es su cumpleaños.

Aunque a veces gruña un poco, me alegro muchísimo que tengan un abuelo al que sacar chuches y mimos (ojalá tuvieran dos), un aliado adulto que siempre recordarán con cariño.

El niño que tiene un buen abuelo, tiene un tesoro. Y sus padres también.

El alzheimer

Tres de mis cuatro abuelos aún viven.

La que falta era la madre de mi madre, una extremeña lista que se enorgullecía de sus bonitas manos y siempre llevaba las uñas pintadas, que nunca se tiñó el pelo, que fumaba pese a que en su generación pocas mujeres lo hacían, que manejó su dinero y tomo sus decisiones en la vida sin depender de ello para nadie, que a veces juzgaba a la gente demasiado rápido pero siempre tuvo buen corazón. Era creyente, no perdía una misa, y le encataba el ver baloncesto en televisión. Tenía mucho carácter, aunque no un pronto explosivo. Simplemente iba por la vida teniendo claro lo que quería y actuando en consecuencia. Se equivocó muchas veces, como cualquiera que se atreve a afrontar la vida, pero acertó al menos otras tantas.

De esa mujer heredé las manos, aunque yo no las adorno con oro ni con esmaltes. Tal vez también los ojos negros. Mi madre, que salió más dócil, dice que saqué en parte su personalidad. Puede que sí, aunque también puede ser sencillamente que a mi madre le consuela recordar a su madre en su hija.

Teníamos en común el gusto por las fotografías. Cuando quería complacernos a ambas le pedía que me sacara su caja de viejas fotos. Ella me iba narrando los paisajes y los protagonistas y yo la escuchaba.

En total sumó seis hijos, tres niños y tres niñas. Pero como madre no tuvo mucha suerte. Sus dos primeros hijos murieron siendo muy pequeños. Nadie sabe de qué. Al segundo le puso el mismo nombre que al primero. Y al tercero el mismo que a los dos anteriores. Pocas madres lo hubieran hecho, pero ella parecía querer desafiar al destino.

Tampoco tuvo suerte al final de su vida. Sus últimos años los pasó sucumbiendo al alzheimer. Olvidando quien era, olvidando los nombres de sus seres queridos, las palabras cotidianas, convirtiéndola en un apagado reflejo de la enérgica anciana que fue.

El alzheimer, que no siempre elige los mismos frentes, atacó con fuerza la expresión oral. Logró lo que nadie ni nada antes: la enmudeció

Si hubiera visto su caja de fotos, no habría reconocido a nadie. El alzheimer no sólo la enmudeció, también la borró.

En algo fue clemente el alzheimer. Ganó la partida definitica a los pocos años. No padeció tanto como otros enfermos de esta maldición.

Murió pocos meses después de que naciera mi hijo, su primer bisnieto.

Las veces que acudimos a visitarla sé que fue feliz tomando, con ayuda, a ese bebé en brazos. Cuando veía a mi madre sonreía y movía los brazos como si acunara un bebé. Lo recordaba. El alzheimer no pudo anular del todo el amor que despierta un recién nacido.

Este fin de semana su bisnieto ha metido unas moneditas en una hucha que recaudaba fondos en nombre del alzheimer.

Y yo he recordado a mi abuela.

El bisabuelo

Había sido un hombre muy inteligente. Pequeño, animoso, fuerte y cantarín como un río de montaña.

Se acercaba a los noventa y ya no lo era tanto. Su voz plena de tonadas asturianas se había apagado hacía años. De su inteligencia, de su fuerza, quedaban rescoldos.

Seguía siendo, eso sí, animoso. Y tal vez algo más pequeño y bastante más gruñón.

Siempre amó a los niños. Y lo seguía haciendo con la misma intensidad de siempre. Tal vez más.

Siempre fue el primero dispuesto a ayudar. Tampoco eso había cambiado.

Todas las mañanas acudía a la casa a ver a sus bisnietos.

Cogía a la pequeña de un año en brazos. La llevaba a ver la calle desde la ventana. Le mostraba un cuento.

La madre lo miraba y recordaba, cuando las prisas se lo permitían, que treinta años atrás le contruyó un rancho para sus caballos y vaqueros de plástico, le enseñó a dibujar caras con un 6 y un 4 y unos lápices de carpintero afilados a navaja, se la llevaba todos los veranos a su país de nunca jamás astur.

Su bisnieto no siempre estaba. Ya iba al colegio. Pero cuando lo veía no lo entendía. Le hacía preguntas que él no contestaba. Le hablaba pero él raramente le miraba. Le acariciaba y se iba.

La madre pensaba que tal vez si le cantara, adora la música… pero hacía tantos años que había enmudecido.

Hoy dijo a la madre «¿Está mejor, verdad? Yo lo veo cada día mejor».

«Si abuelo, está cada vez mejor».

«Sí, pero no sé si se curará» se atrevió a decir en voz alta.

Y la madre pensó que probablemente no. Que lo que tiene su hijo le marcaría de por vida aunque lograse ser una persona independiente y capaz. Que el camino por delante es muy largo e incierto. Que no por eso había que tener temor o tristeza.

Quiso decirle «no te preocupes abuelo, que pase lo que pase yo me encargaré de que tenga una vida rica y feliz. Y en el proceso yo también lograré tener una vida rica y feliz».

Lo que dijo fue «puede que sí abuelo, ya lo veremos».

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Hoy mi post es un poco especial. Se trata de mi aportación a la revista literaria En sentido figurado, que está preparando un especial sobre el autismo.