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Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí

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La etapa sándwich. Así llama una compañera a ese momento en el que te conviertes en cuidador de tus hijos y también en cuidador de tus padres. Tal vez tus hijos sean adolescentes, que sería lo lógico, tal vez aún niños pequeños. Todo va a depender de la edad a los que los tuvieras, de la salud de los abuelos, de la edad a la que ellos te tuvieran a ti.

Lo lógico en cualquier caso es que antes o después ese momento acabe llegando, pero no es algo repentino, es un devenir gradual que te va preparando a menos que cierres los ojos para no verlo. Mes tras mes en ti irá calando que tus padres ya no están tan lúcidos como antes, que su salud flaquea y las consultas médicas aumentan, que necesitan más ayuda, que hay cosas que deben ir renunciando a hacer, como conducir, vivir lejos de ti, no tener ayuda en casa, ir a discutir con el director de la sucursal bancaria…

Y todo eso en un mundo en el que ya es difícil conciliar cuando tienes hijos. Ser cuidador doble es aún más complicado. Pero más difícil aún es asimilar que los que fueron tu referencia te necesita para lo más básico, que una de tus anclas en el mundo se desvanece.

Mis padres me tuvieron jóvenes, yo tuve a mis hijos siéndolo también. Ha habido problemas de salud, algunos graves, pero son abuelos activos y adultos capaces y espero que lo sigan siendo muchos años. Lo mismo que con mi suegra para mi santo. Espero por encima de todo que el Alzheimer y otras bestias semejantes no les sitien nunca. Pero si lo hacen, allí estaremos. Estaremos porque lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí como narró con las palabras exactas el poeta, periodista y profesor brasileño Fabrício Caspinejar
(traducción de Zorelly Pedroza).

Como están ya otros hijos que son padres recientes y a los que va dedicado este post.

Hay una ruptura en la historia de la familia, donde las edades se acumulan y se superponen y el orden natural no tiene sentido: es cuando el hijo se convierte en el padre de su padre.

Es cuando el padre se hace mayor y comienza a trotar como si estuviera dentro de la niebla. Lento, lento, impreciso.

Es cuando uno de los padres que te tomó con fuerza de la mano cuando eras pequeño ya no quiere estar solo. Es cuando el padre, una vez firme e insuperable, se debilita y toma aliento dos veces antes de levantarse de su lugar.

Es cuando el padre, que en otro tiempo había mandado y ordenado, hoy solo suspira, solo gime, y busca dónde está la puerta y la ventana – todo corredor ahora está lejos.

Es cuando uno de los padres antes dispuesto y trabajador fracasa en ponerse su propia ropa y no recuerda sus medicamentos.

Y nosotros, como hijos, no haremos otra cosa sino aceptar que somos responsables de esa vida. Aquella vida que nos engendró depende de nuestra vida para morir en paz.

Todo hijo es el padre de la muerte de su padre.

Tal vez la vejez del padre y de la madre es curiosamente el último embarazo. Nuestra última enseñanza. Una oportunidad para devolver los cuidados y el amor que nos han dado por décadas.

Y así como adaptamos nuestra casa para cuidar de nuestros bebés, bloqueando tomas de luz y poniendo corralitos, ahora vamos a cambiar la distribución de los muebles para nuestros padres.

La primera transformación ocurre en el cuarto de baño.

Seremos los padres de nuestros padres los que ahora pondremos una barra en la regadera.

La barra es emblemática. La barra es simbólica. La barra es inaugurar el «destemplamiento de las aguas».

Porque la ducha, simple y refrescante, ahora es una tempestad para los viejos pies de nuestros protectores. No podemos dejarlos ningún momento.

La casa de quien cuida de sus padres tendrá abrazaderas por las paredes. Y nuestros brazos se extenderán en forma de barandillas .

Envejecer es caminar sosteniéndose de los objetos, envejecer es incluso subir escaleras sin escalones.

Seremos extraños en nuestra propia casa. Observaremos cada detalle con miedo y desconocimiento, con duda y preocupación. Seremos arquitectos, diseñadores, ingenieros frustrados. ¿Cómo no previmos que nuestros padres se enfermarían y necesitarían de nosotros?

Nos lamentaremos de los sofás, las estatuas y la escalera de caracol. Lamentaremos todos los obstáculos y la alfombra.

Feliz el hijo que es el padre de su padre antes de su muerte, y pobre del hijo que aparece sólo en el funeral y no se despide un poco cada día.

Mi amigo Joseph Klein acompañó a su padre hasta sus últimos minutos.

En el hospital, la enfermera hacía la maniobra para moverlo de la cama a la camilla, tratando de cambiar las sábanas cuando Joe gritó desde su asiento:

– Deja que te ayude .

Reunió fuerzas y tomó por primera a su padre en su regazo.

Colocó la cara de su padre contra su pecho.

Acomodó en sus hombros a su padre consumido por el cáncer: pequeño, arrugado, frágil , tembloroso.

Se quedó abrazándolo por un buen tiempo, el tiempo equivalente a su infancia, el tiempo equivalente a su adolescencia, un buen tiempo, un tiempo interminable.

Meciendo a su padre de un lado al otro.

Acariciando a su padre.

Calmado el su padre.

Y decía en voz baja :

– Estoy aquí, estoy aquí, papá!

Lo que un padre quiere oír al final de su vida es que su hijo está ahí.

* Foto: GTRES

El alzheimer

Tres de mis cuatro abuelos aún viven.

La que falta era la madre de mi madre, una extremeña lista que se enorgullecía de sus bonitas manos y siempre llevaba las uñas pintadas, que nunca se tiñó el pelo, que fumaba pese a que en su generación pocas mujeres lo hacían, que manejó su dinero y tomo sus decisiones en la vida sin depender de ello para nadie, que a veces juzgaba a la gente demasiado rápido pero siempre tuvo buen corazón. Era creyente, no perdía una misa, y le encataba el ver baloncesto en televisión. Tenía mucho carácter, aunque no un pronto explosivo. Simplemente iba por la vida teniendo claro lo que quería y actuando en consecuencia. Se equivocó muchas veces, como cualquiera que se atreve a afrontar la vida, pero acertó al menos otras tantas.

De esa mujer heredé las manos, aunque yo no las adorno con oro ni con esmaltes. Tal vez también los ojos negros. Mi madre, que salió más dócil, dice que saqué en parte su personalidad. Puede que sí, aunque también puede ser sencillamente que a mi madre le consuela recordar a su madre en su hija.

Teníamos en común el gusto por las fotografías. Cuando quería complacernos a ambas le pedía que me sacara su caja de viejas fotos. Ella me iba narrando los paisajes y los protagonistas y yo la escuchaba.

En total sumó seis hijos, tres niños y tres niñas. Pero como madre no tuvo mucha suerte. Sus dos primeros hijos murieron siendo muy pequeños. Nadie sabe de qué. Al segundo le puso el mismo nombre que al primero. Y al tercero el mismo que a los dos anteriores. Pocas madres lo hubieran hecho, pero ella parecía querer desafiar al destino.

Tampoco tuvo suerte al final de su vida. Sus últimos años los pasó sucumbiendo al alzheimer. Olvidando quien era, olvidando los nombres de sus seres queridos, las palabras cotidianas, convirtiéndola en un apagado reflejo de la enérgica anciana que fue.

El alzheimer, que no siempre elige los mismos frentes, atacó con fuerza la expresión oral. Logró lo que nadie ni nada antes: la enmudeció

Si hubiera visto su caja de fotos, no habría reconocido a nadie. El alzheimer no sólo la enmudeció, también la borró.

En algo fue clemente el alzheimer. Ganó la partida definitica a los pocos años. No padeció tanto como otros enfermos de esta maldición.

Murió pocos meses después de que naciera mi hijo, su primer bisnieto.

Las veces que acudimos a visitarla sé que fue feliz tomando, con ayuda, a ese bebé en brazos. Cuando veía a mi madre sonreía y movía los brazos como si acunara un bebé. Lo recordaba. El alzheimer no pudo anular del todo el amor que despierta un recién nacido.

Este fin de semana su bisnieto ha metido unas moneditas en una hucha que recaudaba fondos en nombre del alzheimer.

Y yo he recordado a mi abuela.