Tres de mis cuatro abuelos aún viven.
La que falta era la madre de mi madre, una extremeña lista que se enorgullecía de sus bonitas manos y siempre llevaba las uñas pintadas, que nunca se tiñó el pelo, que fumaba pese a que en su generación pocas mujeres lo hacían, que manejó su dinero y tomo sus decisiones en la vida sin depender de ello para nadie, que a veces juzgaba a la gente demasiado rápido pero siempre tuvo buen corazón. Era creyente, no perdía una misa, y le encataba el ver baloncesto en televisión. Tenía mucho carácter, aunque no un pronto explosivo. Simplemente iba por la vida teniendo claro lo que quería y actuando en consecuencia. Se equivocó muchas veces, como cualquiera que se atreve a afrontar la vida, pero acertó al menos otras tantas.
De esa mujer heredé las manos, aunque yo no las adorno con oro ni con esmaltes. Tal vez también los ojos negros. Mi madre, que salió más dócil, dice que saqué en parte su personalidad. Puede que sí, aunque también puede ser sencillamente que a mi madre le consuela recordar a su madre en su hija.
Teníamos en común el gusto por las fotografías. Cuando quería complacernos a ambas le pedía que me sacara su caja de viejas fotos. Ella me iba narrando los paisajes y los protagonistas y yo la escuchaba.
En total sumó seis hijos, tres niños y tres niñas. Pero como madre no tuvo mucha suerte. Sus dos primeros hijos murieron siendo muy pequeños. Nadie sabe de qué. Al segundo le puso el mismo nombre que al primero. Y al tercero el mismo que a los dos anteriores. Pocas madres lo hubieran hecho, pero ella parecía querer desafiar al destino.
Tampoco tuvo suerte al final de su vida. Sus últimos años los pasó sucumbiendo al alzheimer. Olvidando quien era, olvidando los nombres de sus seres queridos, las palabras cotidianas, convirtiéndola en un apagado reflejo de la enérgica anciana que fue.
El alzheimer, que no siempre elige los mismos frentes, atacó con fuerza la expresión oral. Logró lo que nadie ni nada antes: la enmudeció
Si hubiera visto su caja de fotos, no habría reconocido a nadie. El alzheimer no sólo la enmudeció, también la borró.
En algo fue clemente el alzheimer. Ganó la partida definitica a los pocos años. No padeció tanto como otros enfermos de esta maldición.
Murió pocos meses después de que naciera mi hijo, su primer bisnieto.
Las veces que acudimos a visitarla sé que fue feliz tomando, con ayuda, a ese bebé en brazos. Cuando veía a mi madre sonreía y movía los brazos como si acunara un bebé. Lo recordaba. El alzheimer no pudo anular del todo el amor que despierta un recién nacido.
Este fin de semana su bisnieto ha metido unas moneditas en una hucha que recaudaba fondos en nombre del alzheimer.
Y yo he recordado a mi abuela.