Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

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Encantados con su imagen, ¿y qué?

Acabo de leer una noticia que asegura que siete de cada diez adolescentes no estan conformes con su aspecto físico. En el anterior post ya conté que mi hijo pequeño tenía últimamente el ego por las nubes. Él se encuentra guapísimo, con un cuerpo perfecto… vamos, que está encantado consigo mismo.

Pero no es el único: mi otro hijo también está feliz con su aspecto. Y a ninguno de los dos les preocupa lo más mínimo cualquiera de esos pequeños defectos físicos que para otros adolescentes se convierten en un grave complejo.

Unicamente una cosa, que yo recuerde, les ha hecho preocuparse por su aspecto a lo largo de su vida: el acné, pero ni siquiera eso ha conseguido deprimirles ni arruinarles una cita o una tarde con los amigos.

Tal vez exageren un poco cuando hablan de su aspecto, no digo que no, pero no me parece una mala postura. Sinceramente prefiero esas fantasmadas sobre lo guapos que son, el cuerpazo que tienen o el éxito que tienen entre las chicas a una actitud derrotista o acomplejada. Por eso me ha sorprendido el tono de algunos comentarios a mi último post, con insultos incluidos.

«Se ha dejado un pelo horrible»


No te imaginas qué pelo se ha dejado mi hermano. Se ha rapado los laterales y se ha dejado un poco de pelo en el centro de la cabeza, así para un lado, como formando una especie de triángulo. ¡Un horror! Casi no me atrevo a mirarlo. Y lo peor es que a él le encanta. Está feliz con ese aspecto tan quinqui, macarra o como quieras llamarlo, porque yo ya no sé si eso es de bakalas o de qué. Vamos, si no fuera mi hermano creo que me cruzaría de acera si me lo encontrara por la calle.

Mi amiga está realmente indignada con el aspecto de su hermano. Él tiene 16 años y me ha contado otras veces historias sobre él -muy similares a las que vivo en casa a diario- pero es la primera vez que la veo tan enfadada. Me lo dijo hace dos o tres días, y hoy me ha enseñado esta foto para que me haga una idea del «desastre».

«Es espantoso», repite sin parar mientras me muestra la foto. «Si lo ves por delante casi no se nota pero, claro, al chaval hay que mirarlo también de lado», insiste ella. Al parecer, él está encantado con su nuevo aspecto, algo en lo que no coincide con ningún otro miembro de la familia: «Mi madre le coge la cara entre las manos y le dice que cómo puede empeñarse en ponerse tan feo, y mi otro hermano, de 27 años, tampoco está muy contento con sus pintas», explica mi amiga.

Creo que es la primera vez que se siente tan lejos de un hermano al que le dobla la edad -ella tiene 32-. Hasta hace poco él llevaba el pelo bastante largo, con flequillo; hace unos meses se lo recortó un poco y ahora ha pasado a este modelo corto-rapado tan alejado de su aspecto habitual. Aunque ese es el único cambio en su aspecto, aclara ella: «Se ha rapado pero mantiene otras costumbres de niño pijo, como sus zapatillas Nike de 120 euros o la sudadera Adidas que se muere por tener y que cuesta 80 euros».

¿Te gusta el peinado? ¿te has hecho alguna vez un corte como este? ¿te atreverías a hacértelo?

Camisetas guapas y baratas

«Me he comprado unas camisetas guapísimas, ya verás. Y un chándal y dos sudaderas chulísimas». Fue lo primero que me dijo mi hijo cuando fui a buscarle a la estación. Volvía de pasar unos días en Galicia, con los padres de un amigo.

Después de contarme un montón de cosas del viaje -poca playa y mucha juerga- retomó el tema de las compras. Al parecer, encontraron una tienda de deportes en la que vendían cosas de sus marcas favoritas a precios de ganga y no se pudo resistir. «¿Y has comprado todo eso con el dinero que te di? No puede ser», dije sorprendida.

Pero sí pudo ser. Casi todo el dinero que llevaba se lo gastó en ropa: y no sólo había para él, en la maleta también traía una camiseta para su hermano y unas chanclas para mi. Toda una sorpresa ¿Tanto nos habrá echado de menos?

Las camisetas de la foto son de Shirtcity.

Prohibido entrar con piercing

De los tiempos en que frecuentaba las discotecas me quedan recuerdos sobre algunas de las absurdas prohibiciones para entrar: desde los famosos calcetines blancos a los pantalones cortos -los de ellos, los nuestros siempre estuvieron bien vistos- o las zapatillas deportivas -esas dependían de la marca y el modelo, siempre a juicio del portero-inquisidor-.

No sé si se sigue prohibiendo el acceso con calcetines blancos pero acabo de enterarme de que algunas grandes discotecas prohíben el acceso con piercing. El hermano de una amiga, que acaba de estrenar uno en el labio, se lo quita cada sábado -también se desprende temporalmente de las dos perlas que lleva en las orejas- para pasar el control del portero de turno en la puerta de su discoteca favorita.

Por lo que veo, el discutido derecho de admisión de las discotecas y locales de ocio es cada vez más arbitrario. La última vez que pisé una discoteca, hace tan solo un par de semanas, fue para asistir a un concierto. Y juraría haber visto un montón de piercing, en labios, cejas, ombligos… Debe de ser que cuando pagas una entrada de concierto, bastante más cara que la de una sesión discotequera, los porteros (o quienes les pagan) se olvidan de prejuicios y discriminaciones.

«Me voy a rapar»

Mi hijo asegura que va a volver del viaje de fin de curso sin un solo pelo en la cabeza. No sé si hablaba en serio anoche cuando me lo dijo por teléfono, si se trataba de una apuesta o si tiene la firme intención de ir lo más fresco posible este verano. Estaba a punto de salir del hotel con sus amigos, iban riéndose y seguramente fue una de esas ocurrencias que se le pasan por la cabeza y se le olvidan diez minutos después.

No es la primera vez que anuncia un corte de pelo al rape que luego no se hace. Sólo una vez en su vida, cuando tenía 8 o 9 años, se empeñó en dejarse el pelo cortísimo después de vérselo así a un futbolista y no hubo quien le hiciera desistir. Pero la idea le duró poco, no quiso volver al peluquero y se lo dejó crecer de nuevo.

Conozco a un adolescente que cada año vuelve de los campamentos, o de cualquier otra salida que haga sin padres, con un nuevo peinado. Es un chaval muy tímido, callado, viste con ropa discretísima y no le gusta llamar la atención, pero una vez al año, cuando llega el verano, da la campanada y se hace rastas, se rapa la cabeza entera o a trozos -con rayas, triángulos, piel de tigre o lo que se le ocurra-. «Es su forma de mostrar su rebeldía», suele decir su madre. Es septiembre, con el inicio del curso, vuelve a ser el chaval discreto de siempre. Al fin y al cabo, el pelo siempre vuelve a crecer.

Mi hijo nunca ha tenido problemas para mostrar su rebeldía -aunque algunas veces me hubiera encantado-. Así que me inclino más por una apuesta relacionada con la posible victoria de España en el partido de mañana. Ya os contaré si vuelve rapado; y si es así, cuánto le dura.

La imagen pertenece a la película Rapado.

«Estoy a punto de operarme las tetas»


Tía, estoy a punto de operarme las tetas. ¡Por fin lo he conseguido!

Hemos estado ya en la clínica y mi madre ha dicho que sí.

Yo pongo la pasta del regalo de mis abuelos y el resto lo paga ella. ¡Qué nervios!

Ya verás cuando tenga mis nuevas tetas de la talla 95. ¡Voy a ligar como una loca!

Escuché estas frases en un autobús. Una adolescente que no debía llegar a los 17 años le contaba a gritos a una de sus amigas, a través del móvil y con total naturalidad, su inminente operación de aumento de pecho, ante la mirada atónita de un buen número de viajeros.

Cuando llegué a casa lo primero que hice fue contárselo a mis hijos. Quería saber si eso era habitual entre sus amigas o si, por el contrario, es falsa esa leyenda que dice que muchas chicas piden un aumento de pecho al cumplir los 18. Me llevé una grata sorpresa: ninguno de los dos conoce a ninguna chica que se haya operado o esté pensando en hacerlo.

Parece que cada vez son más los menores que, siguiendo el ejemplo de los adultos, se están empezando a enganchar a la cirugía estética. Lo contaba hace unos días el diario El País, en un artículo en el que se explicaba que el 10% de las 400.000 intervenciones de estética que se solicitan en España cada año -estamos a la cabeza de Europa en esto y somos los terceros del mundo por detrás de EE UU y Brasil– corresponden a menores de 18 años. Puedes leerlo entero aquí.

Nunca he entendido esa manía de pasar por el quirófano para intentar parecer más joven, más guapo/a, o más delgado/a, cuando la realidad es que casi nadie lo consigue. Pero me parece mucho más triste que piensen en hacerlo chavales que no han cumplido los 18 y que no han completado aún su desarrollo físico. Me refiero, por supuesto, a aquellos casos en los que la cirugía sea meramente un capricho estético, no cuando se trata de reparar una malformación o un problema real.

¿No tendrán cerca a un adulto minimamente responsable que les explique que sus problemas no se van a solucionar por tener más pecho, menos nariz o las orejas menos despegadas?

Ya que se miran tanto en el espejo de los famosos para pedir una boca a lo Angelina Jolie -cuyos carnosos labios son naturales, por cierto- deberían fijarse en esos otros labios rellenos de silicona o colágeno, pretendidamente sexys, que dan a muchas mujeres un aspecto de muñeca hinchable. Por no hablar de esos rostros tan estirados que impiden a sus propietarios hasta sonreir.

Según la ley los menores necesitan el consentimiento de sus padres para pasar por el quirófano. Pero podrían someterse a una operación a partir de los 16 años si se considera que tienen suficiente madurez. En ese caso, la opinión de los padres podrá ser tenida en cuenta si la intervención implica un grave riesgo para la salud del paciente. El resultado: cualquier médico puede realizar una operación de estética a un menor pese a que, oficialmente, la única intervención quirúrgica que la Sociedad Española de Cirugía Plástica y Reparadora avala en menores de 18 años es la otoplastia o, lo que es lo mismo, la corrección de la forma, tamaño o cualquier otro defecto de las orejas.

¿Qué ocurre si, después de operar a una chica de 16 años, su pecho continúa desarrollándose? Supongo que se le vuelve a operar y asunto arreglado. Eso sí, con los bolsillos del cirujano con pocos escrúpulos llenos por partida doble.

Un hijo pijo y otro macarra

«¿Has visto qué pijo se está volviendo? Si sólo lleva ropa de marca…», dice mi hijo pequeño dirigiéndose a mí, como si su hermano no le escuchara. «Tú sí que estás hecho un macarra, vaya pinta llevas con ese chándal y esas zapatillas rotas, por no hablar de los pelos», le responde directamente el mayor.

En esas están desde hace unos días.

Es curioso esto de descubrir, de repente, que tengo un hijo pijo y otro macarra, algo así como los Santxez de Vaya semanita, uno policía y otro borroka. ¡Y yo que creía que se parecían tanto!

No es la primera vez que uno de los dos me sorprende con un cambio radical de estilo. Ambos han pasado semanas enteras de total y absoluta dejadez en las que no se ponían otra cosa que un chándal raído y, de repente, quieren reconvertirse en modelos de pasarela.

Tras una larga etapa de pelo largo, uno podía llegar de la peluquería con una minicresta, pelo corto por los laterales y unas colas por detrás (el look Jarrai, como el que luce Fernando Torres en la foto de la izquierda) y correr al armario en busca de sus mejores galas (¿una gran cita?). El otro, que inicialmente lo criticó, terminó copiando ese peinado en pocas semanas. Realmente parecía el uniforme de los adolescentes, todos iban peinados igual. Veías a uno y los habías visto a todos.

Ahora parece que eso ya no se lleva y hemos vuelto al peinado tradicional -demasiado corto para mi gusto- con el que es difícil distinguir quién es el macarra y quién el pijo. Creo que ambos pecan de una cosa o de otra según tengan el día, o las hormonas, si pasan de todo o si quieren impresionar a alguna chica… Además, una cosa es el aspecto que lleven un día determinado y otra, muy diferente, cómo ve un hermano al otro.

Estoy segura de que, mientras sigan buscando su estilo, me quedan aún muchas cosas por ver.

¡Me copia toda la ropa!


-Estoy harto de que se compre lo mismo que yo. ¡Me copia hasta los calzoncillos!

-¿Que yo te copio? pero ¿qué dices? Mamáaaa, ¿has oído a éste? si es él el que siempre se compra los vaqueros y los jerseys iguales que los míos.

-Tú flipas, chaval. ¿Quién fue el primero en comprarse el Carhart?

-Pero yo lo vi primero.

-Si, claro, ¿y las Vans? ¿y los Levi’s? Hasta tus cinturones son iguales que los míos.

-Vale, que si, lo que tú digas…

Ésta conversación, con ligeras variaciones, se repite cada vez que salgo a comprar ropa con mis hijos o cuando están en casa probándose algún nuevo modelo antes de salir. Intento zanjar esas discusiones recordándoles que no compramos en tiendas exclusivas, sino en grandes cadenas que visten a miles de chavales como ellos; y no sólo en España sino en medio mundo, así que ninguno de los dos debería presumir de ser muy original sino de comprarse algo que les guste y les siente bien.

Pero ellos siguen erre que erre: que si «yo lo vi primero», que si «éste enano me lo copia todo» o que si «él se pone mi visera nueva más que yo». Y donde digo visera podría decir zapatillas, camiseta o calcetines. Siempre les gustan mucho más si son del otro, que es otra forma de copiar y alabar el gusto ajeno.

Por más que lo intento no entiendo estas absurdas peleas, ese mérito por ser el primero en comprarse algo y presumir de ello, porque no hablamos de diseños exclusivos sino de vaqueros tan bajos de cadera como los que llevan desde hace años e idénticas zapatillas, camisetas o pantalones de chándal que los que luce toda la pandilla. Ahora que, si ellos lo vieron primero, yo ya no digo nada y dejo que se lo crean.

Érase un adolescente a un chándal pegado

Ésta es la historia de un adolescente cualquiera. Empezó a usar chándal cuando era pequeño, su padre o su madre se lo ponían para que jugueteara cómodo en el parque, aunque de eso ya ni se acuerda. Más tarde, cuando creció, sólo usaba el chándal en las clases de gimnasia y cuando tenía un partido de fútbol o baloncesto con los amigos. La ropa que llevaba el resto del tiempo no le preocupaba demasiado, es más, le parecía ridícula la afición de las chicas por «esas tonterías».

Empezó a salir por las tardes, al cine, a fiestas en discotecas light, a tomar algo en un kebab, de botellón… Y entonces empezó a fijarse en la ropa, a querer vestir sólo con unas determinadas marcas (todas carísimas, por supuesto), a preocuparse por su corte de pelo y por todas «esas tonterías» que antes no entendía. Quería estar guapo a cualquier hora, le preocupaba tanto su aspecto que pasaba horas acicalándose en el cuarto de baño, hacía pases de modelos para saber si esto a aquello le quedaba bien, o si tendría éxito entre las chicas.

De repente, ese aspecto impecable dejó pasó al descuido y la comodidad del chándal. Chándal a todas horas, para los partidos y después de ellos, para ir al cine o a una hamburguesería, a clase o a una gran cita. Y cuanto más viejo y raído, mejor.

Foto de Eva Longoria

¡Otra maldita espinilla!

Si hay algo que odia un adolescente por encima de todo es el acné. Esas terribles espinillas que brotan en el momento más inesperado y que pueden arruinar una gran cita o, simplemente, hacerte sentir el más feo del grupo.

La mayoría de los chavales hacen como si no les importase tener la cara llena de granos o puntos negros, aunque luego pasen largas sesiones ante el espejo poniéndose algún potingue para secarlos o destrozándose la cara de tanto apretar espinillas.

Por el contrario, las chicas suelen hacer un gran drama del asunto: «¿Cómo voy a ir así a un cumpleaños? si no puedo ni salir a la calle», le escuché decir el sábado, con tono de desesperación, a una amiga de mi hijo. «Tengo la cara hecha un mapa y esto no lo disimula ni el mejor maquillaje«, insistía mientras mostraba su frente a todas sus amigas.

¿No salir por unas cuantas espinillas en la cara? A mis hijos no se les ha pasado jamás esa idea por la cabeza. Yo tampoco perdonaba una salida a su edad, aunque reconozco que alguna vez los granos estuvieron a punto de ganarme la partida. Y veo que el asunto sigue preocupándoles más a ellas que a ellos. Tan distintos somos ya desde la adolescencia…