Dicen que la adolescencia es la etapa en que uno deja de hacer preguntas y empieza a dudar de las respuestas

Archivo de julio, 2008

Con el móvil a la escalera

Cada vez que uno de mis hijos quería hablar por el móvil sin que nadie le escuchase solía salir al balcón. Allí han mantenido largas conversaciones en pleno invierno sin que el frío les importara lo más mínimo. Pero ha llegado el calor, los balcones suelen estar abiertos por la noche y… se acabó la intimidad.

La solución: hablar en la escalera. No soportan que yo me entere de sus cosas pero parece que les da igual que las oiga todo el vecindario. He intentado hacerles entrar, en casa y en razón, pero hasta ahora no he tenido mucho éxito.

Anoche sonó el móvil de mi hijo mayor a las doce y pico de la noche. Yo estaba leyendo en la cama así que pensé que se quedaría a hablar en su cuarto -ni estaba su hermano ni yo tenía el más mínimo interés en acercarme por allí- pero me equivoqué. Contestó, pasó por mi cuarto para decirme que volvía enseguida y, sin darme tiempo a contestar, abrió la puerta y salió de casa.

Al rato me asomé a la escalera. Allí estaba: sentado en un rincón, casi a oscuras y hablando con un hilo de voz.

Me costó un buen rato conseguir que entrara en casa. Hoy le he recordado que en casa tiene intimidad suficiente para hablar, que yo no tengo ningún interés en escuchar sus charlas con su novia o con sus amigos, y que su actitud puede dar algún susto a los vecinos. ¿Lo habrá entendido?

¿Qué habrá sido de…?


-¿Te acuerdas de Lourdes? Sí, esa que llegaba siempre tarde a clase. La que salía con Carlos en el instituto.

-Sí, claro que me acuerdo. Se fue a vivir a Barcelona. Tuvo gemelos y creo que se ha separado hace poco.

-¿Y Luis? ¿alguien sabe qué ha sido de él?

-Lo último que supe es que lo había dejado con Elena y que seguía compitiendo, pero hace años que no viene por aquí.

Conversaciones cómo ésta, sobre amigos a los que se les ha perdido la pista son muy habituales entre gente de mi edad. Cada vez que me reencuentro con mis amigas de la infancia sale a relucir alguien de quien nadie sabe nada hace tiempo o uno/a que ha reaparecido tras años de ausencia.

Me encantaría saber qué ha sido de mucha gente a la que hace más de veinte años que no veo. De algunos he olvidado hasta el nombre y tengo que hacer grandes esfuerzos para recordar esa lista de clase que me sabía de memoria.

Mis hijos se ríen cada vez que escuchan una de estas conversaciones. El mayor me dijo hace poco que a ellos eso no les va a pasar. Creo que tiene razón: mantienen contacto con todos sus amigos del colegio -de la ciudad en la que vivimos ahora y de otra en la que pasaron parte de su infancia-. No pueden verse todos a diario pero están conectados gracias a Internet.

Messenger y google talk, además de redes sociales como Fotolog, Nettby, tuenti o facebook son herramientas ideales para hablar con ellos durante horas, ver sus fotos o dejarles un comentario. Y si hay alguien de quien nadie del grupo ha oído hablar en una temporada no tienen más que teclear su nombre en cualquiera de esas páginas y… aparecerá como por arte de magia, en uno o en varios sitios.

No conozco a un solo adolescente que no se haya dado de alta en una red social y que no tenga un completo perfil con sus características, además de un montón de fotos en las más diversas poses: solo, con amigos, en bici, en moto, con su mascota, en la playa, en la montaña, de botellón…

Casi todos se conectan a diario para hablar con sus amigos o ver qué mensajes les han dejado. A sociables no les gana nadie. A los chavales de esta generación será difícil oírles decir aquello de ¿qué habrá sido de…?

Prohibido entrar con piercing

De los tiempos en que frecuentaba las discotecas me quedan recuerdos sobre algunas de las absurdas prohibiciones para entrar: desde los famosos calcetines blancos a los pantalones cortos -los de ellos, los nuestros siempre estuvieron bien vistos- o las zapatillas deportivas -esas dependían de la marca y el modelo, siempre a juicio del portero-inquisidor-.

No sé si se sigue prohibiendo el acceso con calcetines blancos pero acabo de enterarme de que algunas grandes discotecas prohíben el acceso con piercing. El hermano de una amiga, que acaba de estrenar uno en el labio, se lo quita cada sábado -también se desprende temporalmente de las dos perlas que lleva en las orejas- para pasar el control del portero de turno en la puerta de su discoteca favorita.

Por lo que veo, el discutido derecho de admisión de las discotecas y locales de ocio es cada vez más arbitrario. La última vez que pisé una discoteca, hace tan solo un par de semanas, fue para asistir a un concierto. Y juraría haber visto un montón de piercing, en labios, cejas, ombligos… Debe de ser que cuando pagas una entrada de concierto, bastante más cara que la de una sesión discotequera, los porteros (o quienes les pagan) se olvidan de prejuicios y discriminaciones.

Abofeteados y arruinados en el campamento


Tres jóvenes británicos, dos de ellos monitores de unas colonias de inglés en Tossa de Mar (Girona), han sido detenidos por maltratar a los alumnos que custodiaban, a quienes solían insultar e incluso abofetear y exigir pequeñas cantidades de dinero, según fuentes de la investigación.

Me quedo de piedra al leer cosas como éstas. Tres jóvenes de veintitantos y algo borrachos deciden (o no, depende del grado de embriaguez) insultar, pegar y robar el poco dinero que tuvieran a los chavales a los que se supone que deben cuidar. Los niños, de 10 a 14 años, tenían miedo y uno de ellos fue quien dio la voz de alarma.

Mis hijos ya no van de campamento. Pero el pequeño fue a uno hasta el año pasado y este verano ha estado a punto de trabajar allí como ayudante de monitor -cambió de idea cuando le ofrecieron un trabajo con chavales más pequeños y al lado de casa-. Mientras leía ésta noticia con él no he podido evitar imaginármelo primero como víctima y después como verdugo.

Estoy convencida de que estos tres agresores no habrían pegado ni robado a nadie si no hubieran bebido o si hubiesen estado solos. Pero en grupo, aunque sea tan pequeño como un trío, los jóvenes son capaces de sacar lo más sucio de sí mismos. Y lo peor es que suelen actuar así para «quedar bien» delante de sus colegas.

¿Me dejas tener una planta de maría?

Esta pregunta me la hace mi hijo pequeño casi todas las semanas. Él la formula y yo respondo con un lacónico «No». Pero no se cansa, parece que hay algo en la palabra «no» que no entiende: «Y si es pequeña?, eso no es delito, hay mucha gente que la tiene», «Quedaría genial en el balcón, tiene unas hojas chulísimas», «¿Tendré que esperar hasta los 18 para poder tenerla? o «Un colega me va a traer unas semillas, ¿eso si me dejarás, no?».

No tiene fin. Aprovecha cualquier noticia en un telediario o en los periódicos para insistir sobre el tema. Y se pone pesadísimo. Es una de esas cosas con las que le gusta ponerme a prueba e insistir hasta el límite.

Alguna vez ha llegado a darme casi una clase magistral sobre los efectos terapéuticos del cannabis y aprovecha cualquier dato para llevarlo a su terreno, incluso cuando se publican datos preocupantes sobre el consumo de drogas entre los adolescentes.

Anoche mismo volvió a la carga con la última noticia que ha visto sobre el tema. Y eso que se trataba de una detención: «Pero yo te pido una planta y este tío cultivaba 250, que algunos no tienen límite». ¿Lo tendrá él algún día?

«Tu hijo no ha dormido en mi casa»


-¿Diga?

-Hola, soy la madre de J., siento llamar tan temprano, ¿le puedes decir que se ponga?

-Si, un momento.

Efectivamente, era muy temprano y yo estaba aún medio dormida. Al entrar al cuarto de mi hijo en busca de su amigo creí reconocer a J. Pero cuando el chaval que dormía junto a mi hijo se dio la vuelta para responder a mi llamada me di cuenta de mi error: el que estaba en la cama, y al que yo había visto llegar la noche anterior, era otro de los amigos de la pandilla.

No podía creerlo, y empecé a soltar preguntas: ¿Y J.? ¿dónde está? ¿por qué cree su madre que está aquí?, ¿qué le digo yo ahora?

Mi hijo y su amigo se miraron con cara de sorpresa, mientras intentaban desperezarse y decir algo coherente. Según su versión, ni J. había planeado venir a dormir a casa ni sabían nada sobre su paradero.

Así que me he encontré en la difícil situación de explicar a una madre por teléfono que su hijo no había dormido en mi casa.

El chaval tenía el móvil apagado o fuera de cobertura. Tenía que tomar unas medicinas, lo que incrementaba la preocupación de su madre. Dos minutos después fue el padre quien llamó, quería hablar con mi hijo y el otro amigo para averiguar dónde podía estar su hijo.

Llamamos entre todos a los móviles de sus amigos. Los padres llamaron también a la casa de alguno de ellos. Finalmente, el chaval dio señales de vida a través del móvil del amigo con el que realmente había dormido.

Todo quedó en un susto. En uno de esos que a los padres nos dejan tan inquietos y a los que los chavales apenas dan importancia.

Educar con ‘mano dura’


Hace falta recuperar conceptos como los de autoridad y respeto. Hace falta dignificar la idea de esfuerzo y la de resultado.

La cita pertenece a una carta que ha remitido el consejero catalán de Educación, Ernest Maragall, a los más de 60.000 maestros de su comunidad autónoma en la que les exhorta a apostar por la autoridad y la mano dura, con estudio, trabajo y esfuerzo.

A mi el concepto de mano dura me lleva a tiempos pasados, esos de «la letra con sangre entra», tan pasados que ni a mi me alcanzaron. Y me sorprende mucho que cada cierto tiempo alguien se ponga nostálgico y quiera recuperar esos viejos métodos educativos.

Nadie puede discutir que la actual generación de jóvenes españoles es la mejor formada de la historia -aunque luego la mayoría de ellos se conviertan en mileuristas-. Nunca ha habido tantos con dobles titulaciones, con másters, con varios idiomas, tantos que lean en su tiempo libre (el 74% se declaran lectores habituales), tantos que viajen, que vayan a museos o al teatro. Y todo eso sin necesidad de mano dura. ¿Alguien cree que no estudian, que no trabajan, que no se esfuerzan para conseguir todo eso?

No todo es positivo, desde luego. Ahí están los desastrosos resultados del informe Pisa, que analiza el nivel eductivo de los chavales de 15 años y en el que suspenden en matemáticas y comprensión lectora. Se han barajado muchas respuestas para explicar esas malas calificaciones. A la vista de los resultados posteriores ¿no será el bache de la adolescencia que superan en los cursos siguientes?

«Las pibas sois muy raras»


-Has vuelto con tu novia, ¿no? Me alegro, tío.

-Creo que sí, pero no sé. Cuando una piba dice que sí puede ser que sí o que no.

-Sí, es como decir tal vez, déjame que me lo piense, depende de cómo tenga el día…

Ésta conversación entre dos amigos de mis hijos en mi presenc¡a terminó generando, horas después, un debate en mi casa sobre ese gran clásico chicos/chicas.

«Cuando un colega te dice que sí es que sí, de eso no hay duda, pero las pibas sois muy raras», decía uno.

«Nunca se sabe por dónde vais a salir. No hay quien os entienda», apostillaba el otro.

La cosa empezó así y terminó con una retahíla de chistes machistas: «¿Qué hace una mujer con un tractor? Sembrar el pánico» o «¿Cuál es la última botella que abre una mujer en una fiesta? La de Fairy», cada uno de ellos jaleado con más risotadas que el anterior.

Cuando se ponen así, disfrutando de la situación de dos contra una, no les soporto. Y tengo ganas de cualquier cosa menos de discutir. Hace un rato ha llegado uno de ellos recordándome uno de los chistes de ayer, y ha empezado a reirse con más ganas si cabe. ¿Se les pasará algún día? ¿o la guerra de los sexos sólo acaba de empezar?

Fútbol, fútbol y más fútbol


Torrés, Torrés, Fernando Torres Liverpool’s number nine, ná ná, ná ná….

Este estribillo resuena en mi cabeza desde hace días. Da igual que esté concentrada ante el ordenador, en la ducha o en una terracita tomando unas cañas. Tampoco importa que de fondo suene otra cosa: la cancioncilla consigue hacerse un hueco en mis pensamientos, empiezo a tararearla mentalmente y no logro quitármela de encima. Una compañera me ha dicho que incluso muevo la cabeza a izquierda y derecha sin darme cuenta (y sin la música).

Mi hijo empezó a canturrearlo hace días, supongo que coincidiendo con la victoria de la selección y con el gol del niño Torres, uno de sus ídolos. Y se ha ido animando. Ahora no se conforma con cantarme la canción enterita varias veces al día sino que cada vez que me acerco a su cuarto pone el vídeo de Youtube a todo volumen con la versión rotulada del temazo futbolero en plan karaoke.

Parece que le ha sabido a poco la victoria en la Eurocopa, la juerga interminable de esa noche, las celebraciones de los días siguientes, los programas de radio y televisión (de deportes, de actualidad, de corazón…) con mil y un detalles de los jugadores de la selección, sus fichajes, sus novias… ¡Qué tortura!

Qué bueno que haya videojuegos para echarles la culpa

La Audiencia de Tarragona juzga estos días a un joven dominicano por la muerte a golpes del hijo de su novia, un bebé de un año, al que dice que mató por culpa de un videojuego. El acusado ha reconocido los hechos y dice que estaba «enloquecido» con la Play y que no paraba de jugar. Cuando el niño apretó un botón que hizo que le mataran en la partida debió enloquecer del todo y empezó a golpear al niño hasta causarle la muerte.

¿Tanta brutalidad por un videojuego? Eso es lo que dice el acusado y también su madre. Ambos echan la culpa a la consola de lo ocurrido y aseguran que de no haberla tenido entre manos el niño no estaría muerto.

Eso de echar la culpa a un videojuego sería de chiste si no hubiera tenido unas consecuencias tan funestas. Pero aquí parece que lo importante es quitarse la culpa de encima, sea echándosela a un videojuego o a un juego de rol. Y no se la echan a un niño porque el de esta historia no sobrevivió para contarlo.

Espero que este caso no sirva a nadie para justificar esa presunta maldad intrínseca que algunos achacan a los videojuegos violentos. «¿Crees que alguien va a salir a la calle a matar gente porque lo haga en un videojuego?», me han preguntado más de una vez mis hijos. Evidentemente, no lo creo. Estoy segura de que cualquier persona en su sano juicio no se dejaría influir de esa forma ni por un videojuego ni por una película de vaqueros o de asesinos en serie. Pero me temo que un crimen como éste dará razones a muchos para creer que un videojuego violento es capaz, por si solo, de generar violencia en el mundo real.