Archivo de noviembre, 2013

‘El malentendido’: cuando sólo hace falta esa palabra que no nos atrevemos a decir

Por María J. Mateomariajesus_mateo
A veces sólo bastaría con una palabra. Con una sencilla que pudiera llevar cualquiera de vosotros «en sus bolsos, en su cuerpo», que diría el bueno de Ángel González… Y el mundo sería otra cosa. Ya no ese espacio en el que a veces uno se siente extranjero en su propia patria. Sino la casa soñada desde la que es posible escuchar el sonido del mar.

Sería simple en realidad. Solo cuestión de alterar el orden y lograr que el último deseo fuese el primero para pronunciar la palabra que llevamos presa entre los dientes. Esa que no nos atrevemos a decir y acaba envenenada, convertida en el germen de muchos de nuestros males.

145717Es esa misma palabra callada, pensaba estos días, la que precisamente hace avanzar la trama de El Malentendido, de Albert Camus, el texto que se representa en Madrid, en las Naves del Español bajo la dirección de Eduardo Vasco, y que reviso ahora.

Es la que, por incapacidad, no pronuncia uno de sus personajes, Jan, el «hijo pródigo» que vuelve desde lejos para recuperar a su madre y a su hermana. Y también la que, por no ser dicha, irá prefigurando la fatalidad: disponiendo un destino contrario al que los personajes habrían querido para sí mismos.

La cuestión es fácil, le dice a Jan su mujer, María, antes del fatídico equívoco. Todo pasa —asegura— por «dejar hablar al corazón», que «emplea palabras sencillas», y decir: «Soy tu hijo y ésta es mi mujer. He vivido con ella en un país que amamos, frente al mar y al sol. Pero no era bastante feliz y hoy os necesito».

«Pero ¿por qué no haber anunciado tu llegada? Hay casos en que es obligado proceder como todo el mundo. Cuando uno quiere que le reconozcan, da su nombre; eso es evidente. Se acaba por embrollarlo todo cuando se aparenta lo que no se es.

Y sin embargo, qué complicado es a veces descubrirnos, creer mostrarnos vulnerables cuando la suerte esperaba en realidad el momento de acabar con las máscaras que no nos dejan respirar.

Qué importante —decía a mi compañera Paula una de las artífices de la nueva puesta en escena, la espléndida Cayetana Guillén Cuervo— emplear las palabras justas para comunicar: dar la cara, jugar al descubierto, para vivir como deseamos la única vida que tenemos.

Este es es el principal mensaje que extraigo de un texto denso pero clarividente. Un texto que, estrenado en el triste momento de la ocupación nazi en Francia, en 1944, sigue teniendo validez y que, una vez «visto» o leído, nos habla aún hoy de la ausencia de un Dios en el que el finalmente querremos creer, aunque solo sea por reacción.

Ese Dios real o ficticio, escrito con o sin mayúsculas, que se llama esperanza o porvenir y que vemos en el rostro de una persona amada. El motivo, al fin y al cabo, que nos hace levantarnos de la cama cada día y sortear los obstáculos que vamos encontrando.

Una nota escrita al dorso por el mejor Camus: ese incitador de conciencias tan necesario como la palabra que, posada sobre los labios, podría estar a punto de brotar.

 

 

‘Operación Dulce’: la «novela de novelas» de un valor seguro, Ian McEwan

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hablar sobre Operación Dulce (Anagrama) no es fácil. Y quizá porque comentar esta obra implica referirse a muchas novelas a la vez. Remitirse a la particular novela de espionaje que Ian McEwan traza en sus casi 400 páginas, pero también a la obra amorosa y a la “autobiografía distorsionada” que comprende. También aludir al juego metaliterario y al compendio de títulos sobre la Guerra Fría del que el autor se empapó antes de ejecutarla.

Bien lo saben quienes ya le hayan leído: la pluma de McEwan es extremadamente rica. Y sin embargo, hay pocos autores capaces de hacer tan fácil lo difícil. De mezclar realidad y ficción, y lograr la cadencia perfecta para que una página nos lleve a la otra y seguir leyendo sea un acto necesario, casi involuntario.

144436Con la historia de Serena Frome, una joven estudiante reclutada en Cambridge en la década de los setenta por el servicio secreto británico MI5, McEwan ha vuelto a lograrlo. Y ha demostrado que, aunque cambie el envoltorio (bajo el sobrenombre de “novela de espionaje”) la esencia se mantiene: un nivel continuo de interés, una prosa bella como pocas y una astucia psicológica y narrativa que están muy por encima de la media.

La diferencia en esta ocasión es el mundo que revela su foco: la llamada “guerra fría cultural” o “guerra de las ideas” que tuvo lugar bajo el auspicio del servicio secreto británico y, especialmente, de la CIA, empeñada en secreto y a golpe de talonario en convencer a los intelectuales de que Occidente era la mejor opción. Un contexto en el que Frome, el personaje principal de la novela, participa activamente enrolando en una fundación a Tom Haley, un joven escritor que tiene mucho del McEwan principiante, y del que acabará enamorándose.

Pero, más allá de este telón de fondo en el que se describe la intromisión del poder en la cultura de aquellos años, Operación Dulce es, como ha declarado el propio McEwan, una historia de amor. La que surge entre un hombre y una mujer pero, sobre todo, la que se da entre los lectores (y el propio autor) y la literatura. Un homenaje a la escritura y al poder de la imaginación que McEwan logra con la relación que se establece entre la joven espía, incansable lectora, y Haley, el escritor algo inexperto en el que podemos adivinar a una suerte de «alter ego» del autor.

Un guiño, al fin y al cabo, a la novela, el espacio en el que el británico se sigue reconociendo como lo que es: un avezado explorador de las relaciones humanas.

 

Otoño: poesía y hojas muertas sobre el asfalto

Por María J. Mateomariajesus_mateo
El plano recoge las hojas caídas, recién muertas, que encuentro a cada paso. Hojas deshidratadas, de tonos y formas dispares —pequeñas y graciosas, algunas; puntiagudas y estilizadas, otras— esparcidas sobre el asfalto. La cámara son mis ojos, registrando estos fósiles de ciudad, vestigios de una felicidad extinguida, de días leves y acabados.

DSC_0319_1Deben de ser restos de robles, alcornoques, álamos… aunque yo ignoro los datos. Juego a olvidarlos como hago contigo: finjo no recordar tu nombre, tus manos, tu existencia. Pero fracaso en cuestión de minutos y vuelvo a esa canción… «Since you went away, the days grow long».

Es el paisaje del otoño, el que alumbra este sol impío y ofrece a la vez sombras, ecos de tu despedida. Los que me traen a la memoria los versos de Antonio Lucas, de su libro Los desengaños, sobre el que estos días ha recaído el premio internacional de Poesía Loewe 2013.

Son versos que hablan de un silencio que se hace estridente: el que impone el desamor, la edad que va «hilvanando el espino», la soledad que es involuntaria. Y versos que traspasan las fronteras de la piel para denunciar, sin soflamas, la estafa que es vivir en un país en el que la pobreza describe una línea insultantemente creciente. 

146660Escuché a Antonio recitar sus propios versos la semana pasada, en el Festival Eñe, y rápidamente supe que iba a convertirse en uno de mis poetas de cabecera.

Flanqueado por Caballero Bonald y Soledad Puértolas, saludé junto a ellos la «luz alentadora y nueva» de este joven poeta sobre el mundo adverso que palpita en el texto y que, irremediablemente, «no nos gusta». Y acto seguido le oí decir lo que evidenciaban después sus poemas, que el libro es fruto de «una crisis sentimental y una crisis con el presente», al que rechaza y frente al que combate con la única arma que tenemos algunos: la palabra.

Palabra dura, eficaz e implacable. Palabra desencantada y rebelde. Palabra luminosa que bebe indiscutiblemente de un otoño que hay quienes queremos expulsar, precisamente, a fuerza de palabras.

Palabras en combate y desengaños que benditos sean si, después de todo, acaban convertidos en verso.

 

 

¿Está la risa prohibida en España?

Por María J. Mateomariajesus_mateo
¿Está la risa prohibida en las letras españolas? Ellos sostienen que sí. Que la sátira desapareció de los libros en un momento concreto de la historia de este país y por motivos interesados: porque el «poder intelectual», las élites imperantes, quisieron combatir el humor, «el principal disolvente del miedo», que es a su vez la primera herramienta del poder.

Ellos son Rafael Reig y Antonio Orejudo, dos de los escritores que con más destreza y asiduidad practican el humor en sus letras: «serpiente venenosa» y «fauno» o cuadrúpedo con forma animal de cintura para abajo, como se definieron este fin de semana durante la celebración del Festival Eñe, en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Y yo, que asisto a su cruce de divertidos y fraternales dardos desde mi butaca del Teatro Fernando Rojas del recinto, asiento.

FOTO.Antonio-Orejudo-300x198Ellos siguen preguntándose —y lamentándose, más allá del tono de sorna— cómo es posible que en España esté tan mal visto el humor y «en qué momento se prohibió la literatura de la diversión» cuando la tradición literaria de este país la construyeron autores como Cervantes, Quevedo o Galdós y títulos como El Lazarillo o El Libro de buen amor. «¿Cuándo se jodió la literatura española?», llega a espetar Reig, a quien Orejudo responde acto seguido: «Fíjate que el humor tiene tan mala prensa que a veces hay que añadirle la coletilla de «humor inteligente» porque se da por hecho que es imbécil».

Escuchándolos, piensa uno que en realidad el humor es una cosa muy seria. Y que estos tipos, más allá de la burla o el chascarrillo que se les ve practicar, son circunspectos.

Mis sospechas se confirman. Aseguran que, lejos de esa falsa creencia que apunta a que el humor es «esa cosa de los Morancos», la risa es en realidad el signo de una visión crítica de la vida, un acto en defensa propia, «esa película vítrea que protege a nuestros ojos de las agresiones, del polvo», sostiene el autor de Ventajas de viajar en tren (que, dicho sea de paso, es uno de los libros más ingeniosos que he leído jamás).

12795Rafael Reig, conocido más allá de sus títulos por sus sonados ataques a la literatura de autores como Javier Marías o Pérez-Reverte, se confiesa: «Solo es posible hacer sátira desde una posición moralista y yo me siento como un cura, como un clérigo cerbatán». Y Orejudo le respalda: «Estamos muy lejos del chiste y más cerca del cura que está en el púlpito y censura actitudes. Tenemos una función regeneracionista y mantenemos la idea de revelar al público el vacío que esconde la solemnidad».

Una solemnidad a la que atacan sin pelos en la lengua y en cuyas faldas encuentran a los que consideran culpables del destierro de la risa: «la iglesia laica de la generación 27» o el 98. Una ofensiva de la que, esta vez sí, me aparto… quizá por la veneración que profeso a la mayoría de sus miembros y quizá porque yo también practico o disfruto con la tragedia, bien por defecto o bien por incapacidad: es mucho más difícil escribir humor, hacer de él algo trascendente.

Y es que, en efecto, el humor es un territorio arriesgado que  «solo puede ser entendido en su contexto» y en el que el escritor puede patinar con más facilidad que en la tragedia, donde se remite siempre a universales inteligibles en cualquier espacio y tiempo. Los sátiros, a cambio, nos ofrecen ir más allá, causándonos el llanto y la risa a un tiempo, y permitiéndonos observar el mundo de un modo más saludable, más ligero. Urge, por tanto (voy a ser moralista), rescatar a la risa del exilio y traerla de vuelta del país del descrédito. 

Acabo de conocer un nuevo Franco, y ahora le tengo mucho más miedo aún

Por Paula Arenas Martín-Abril paula_arenas

Cuando abrí el pesado paquete esperaba…, no sé, una novela romántica o histórica, que son las normalmente muy gruesas, pero me equivocaba: era una biografía de Franco. Tal cual: Franco confidencial, de Pilar Eyre, con las letras de la portada en rosa y una foto de Paquito en blanco y negro…

No lo niego: lo abrí y empecé a leer aquí y allá, y de repente estaba casi emocionada pensando: pobrecillo, un niño flaco y pequeño, con calcetines raídos y azotado con una correa por su padre alcohólico. Tuve miedo, pero de mí, ¿es que acaso estaba justificándolo?

Qué horror, pensé y lo dije a medias en Twitter. Qué pánico, a ver si ahora me va a dar pena Franco.

Franco-confidencialY encima me dio por recordar a una parte de mi familia que sí creía en él, lo digo sin problemas, así fue nuestro país, hermanos contra hermanos (los Machado, por nombrar unos célebres), esa parte que me contó la guerra desde su posición. Me acordé de uno de mis abuelos que había perdido a todos sus hermanos en aquella maldita guerra… 

Me acordé también de la lectura de Celia en la Revolución, de Elena Fortún, la niña que ya no era tan niña y que no entendía por qué se enfrentaban entre tíos, hermanosy amigos. Aquel libro llegó a estar prohibido. Por Franco, claro, porque la censura no era de ‘otros’ era suya.  

En fin, que seguí leyendo y leyendo a Eyre (era cuestión laboral, y si entrevisto a un autor leo su libro): que si en la Academia le hacían mil barbaridades al raquítico entonces llamado Paquito, que si su padre lo llamaba marica y paquita, que si no tenía deseo o si lo tenía era de una manera bastante extraña, que si no había que tener piedad… Vamos que lo habían machacado, pero de eso a justificar…

Al día siguiente entrevisté a Pilar Eyre por el libro (qué cosas: preguntando sobre Franco… No lo hubiera creído jamás). Me contó que uno de los editores, declaradamente antifranquista y en su día militante del Partido Comunista, había llegado a emocionarse en algunos momentos.

La pregunta sigue ahí: ¿todo aquel infierno que cuenta Eyre que pasó Franco puede llegar a explicar al terrorífico dictador que fue después? Si fuera yo la que leyera esto en lugar de la que lo escribe tendría clara la respuesta, sería hasta radical. Y eso espero en los comentarios.

Una pregunta: ¿Qué nombre se habría puesto Franco si su padre llega a cumplir su deseo de llamarlo Anarquía? Dudo mucho que se lo hubiera dejado…

 

Dice mi hijo que Pepito Grillo no es malo

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Fue la poeta y amiga Belén Reyes la que empezó a contarle a mi hijo Nicolás el cuento de Pinocho prescindiendo de Pepito Grillo. Cuando tuvo edad (que fue enseguida, no es amor de madre, que también) para ver el cuento lógicamente ilustrado, Belén seguía omitiendo a Pepito Grillo.

Es más, si no recuerdo mal, acabamos las dos diciéndole, con ese trauma de la ‘conciencia y la culpa’ que inevitablemente se cree herederán ellos si no se pone remedio, que ni caso a ese dibujo, que ese personaje fastidia el cuento.

pinochoIgual algún psicólogo se lleva las manos a la cabeza con esta historia, pero esto es la vida real y los padres lo hacemos lo mejor que podemos hasta cuando quizá (sólo quizá, porque no ando muy convencida de la bondad de Pepito) nos equivocamos.

En fin, el caso es que Pinocho es uno de sus cuentos favoritos y casi todos los días, en la ronda nocturna de relatos varios  no suelte faltar el muñeco que se convirtió en niño, de ahí que en breve haya de ir al colegio a leer el cuento a toda la clase.

Es una actividad, y ésta me gusta especialmente, en la que voy a participar. Durante una semana mi niño, igual que antes o después sus compañeros, será el protagonista de la clase, y una de las propuestas es que los padres lean a la clase el cuento elegido por el niño.

Pinocho ha sido el escogido por Nicolás. «Vas a venir a contarlo a clase, pero, mamá, no te saltes lo de Pepito Grillo. Ya verás como no es tan malo«. Y así me he quedado, medio sonriente y medio perpleja ante su instinto protector hacia mí, viendo su figurita desaparecer por la puerta de entrada al cole. Con cuatro años parece tener menos miedo que yo, y eso, lo confieso, me llena de ilusióm. Así que leeré Pinocho y Pepito Grillo volverá a escena.

Nosotros, los ilusos, mucho más que una generación desorientada

Por María J. Mateomariajesus_mateo

Nosotros, los ilusos, somos mucho más que una generación desorientada. Mucho más que todos esos jóvenes detenidos en una sala de espera, cuyas vidas son una especie de «septiembre» continuo… limbo, transición, paréntesis.

Más que ese grupo de personas que habitamos en pisos compartidos, con «estados de ánimo frágiles» y a los que «la coloración de la vida» puede cambiar en cuestión de un instante. Más que esas existencias sin contorno que coleccionan amores virtuales y proyectos indefinidos, abortados a veces, antes de tiempo.

ilusosPorque los ilusos —o entusiastas, si arrancamos el matiz venenoso— somos más que un conjunto de coetáneos urbanitas, ocultos tras el membrete de la crisis. Nuestras vidas se componen de los mismos ingredientes de los que se nutrieron otros grupos, otras «tribus», otras generaciones: nos alimentamos también de miedo, dudas, deseo.

Pensaba todo esto mientras cruzaba el pasado sábado, ya de madrugada, la Plaza Mayor y me acordaba a su paso del maravilloso plano que Jonás Trueba registró en Los ilusos. La plaza, solitaria y «a escala neorrealista». Y yo de pronto, dentro de la película —con sus protagonistas, los ilusos atravesando el espacio «al amanecer como los inútiles de Fellini»—, en ese escenario fascinante que el cineasta exhibió hace unos meses en blanco y negro, y del que dio cuenta también en Las Ilusiones (Periférica), el libro que escribió casi al mismo tiempo.

Me vi dentro y desde fuera a la vez. En ese deambular incierto en el que no solo caminamos los de mi generación. Como parte de ese cuerpo de personas de las que habla Trueba: de esas que hacen cine sin llegar a hacerlo —o escriben sin llegar escribir—, y como ellas, de vuelta de un día de sucesivas reuniones con vino y café, de conversaciones encadenadas con conocidos y amigos sobre presentes inciertos, amores que no llegan a erupcionar y horizontes imaginarios.

Rememoré esa «tela de araña» que es el libro, donde se bosquejan historias a base de pinceladas, sin trama ni aparente argumento, y donde se respira el mismo aire de ensoñación que se da en la película. Y reparé en que el cine literario o la literatura cinematográfica del joven Trueba remite, como él mismo insistía a Noemí López Trujillo, a un sustrato esencial. Al miedo, a las dudas y al deseo que sentimos los seres humanos desde el día primer día. Al atavismo, del que hablaba precisamente hace unas semanas mi amigo el escritor y periodista Pepe Prieto.

Es cierto, pensaba. Sus obras remiten a esas cosas que te rondan la cabeza cuando regresas a casa un sábado, pasadas las 5 de la mañana. A la última persona que te hirió y a la última a la que hiciste sufrir. Al orgullo ganado y al vencido. Al «hábito del amor» que «se alarga siempre» como expresión de una necesidad primaria: el afecto. Y a ese devenir incierto que es y será siempre la vida.

Por eso, reparé de nuevo en la capacidad integradora de la expresión. En lo grande que es y será la comunidad ilusa. Más que una generación, una especie que —en palabras del gran Fernando Fernán Gómez, recogidas en Las ilusiones— camina a veces «sobre los mares de la angustia, por la cuerda floja». 

 

 

Luis Cernuda, en el 50 aniversario de su muerte,Trending Topic…, ¿alguien da más?

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Escribir este martes 5 de noviembre Cernuda (Sevilla, 1902 – México,1963) en Twitter era sinónimo de alegría y esperanza. Sus poemas, su voz, alguna entrevista, comentarios, muchas loas se hacían con el poder de la Red y demostraban que la gente no es como a veces se quiere pensar tan tonta, tan ignorante, tan poco dada a la poesía.

Jóvenes (y no tan jóvenes, pero esto ya no parece llamar tanto la atención) retuiteando su Te quiero o ese Donde habite el olvido que tanto juego ha dado a muchos periodistas a la hora de titular con un Donde habite el… 

Donde habite el olvido,
En los vastos jardines sin aurora;
Donde yo sólo sea
Memoria de una piedra sepultada entre ortigas
Sobre la cual el viento escapa a sus insomnios.

Donde mi nombre deje
Al cuerpo que designa en brazos de los siglos,
Donde el deseo no exista.

En esa gran región donde el amor, ángel terrible,
No esconda como acero
En mi pecho su ala,
Sonriendo lleno de gracia aérea mientras crece el tormento.

Allí donde termine este afán que exige un dueño a imagen suya,
Sometiendo a otra vida su vida,
Sin más horizonte que otros ojos frente a frente.

Donde penas y dichas no sean más que nombres,
Cielo y tierra nativos en torno de un recuerdo;
Donde al fin quede libre sin saberlo yo mismo,
Disuelto en niebla, ausencia,
Ausencia leve como carne de niño.

Allá, allá lejos;
Donde habite el olvido.

Un placer que 50 años después, lo que habite en Twitter, no importa que no dure, haya sido Luis Cernuda, el poeta de la Generación del 27, que, lo siento por Lorca  (aunque él mismo reconoció su grandiosidad poética), era mucho más poderoso que el anterior, sólo que no murió tan joven.

cernudaTuvo sin embargo una existencia dolorosa, tanto como el nunca superado choque entre realidad y deseo, tanto como ser homosexual en tiempos (los suyos) en los que serlo era una infamia. Encontró en su poesía, reunida en La realidad y el deseo, la manera de sacarle a la vida lo que la vida le negaba.

Hizo de casi todas las barreras verso, de su dolor un himno sin disfraces, de su palabra un anticipo universal. Leer a Cernuda es leerlo a él, en carne y hueso, sin trampas ni mentiras. Es también poder explorar en la amargura, el llanto, la ira, y a su vez la brutal belleza de un hombre, uno más (muchos más llegarán) que sufrió porque su ansia, su anhelo, en fin: su deseo jamás estaría de acuerdo con la prosaica realidad.

Leer a Cernuda es sentir que uno puede darse permiso, permiso para ser y ser sin la exigencia de la sonrisa. Una huida, que diría Benedetti, de los proxenetas de la risa.

Leer a Cernuda para mí es volver a la cuesta de Moyano con mi padre, es sentarme de nuevo en aquella clase amplia llena de sillas vacías en la Universidad y escuchar la voz del profesor hablando de Cernuda, es regresar a casa de mis padres y leerlo una y otra vez, es recordar que suyos fueron los primeros versos que me atreví a escribir en una pared

No hay más que parar un momento y leer, leer el poema que ni Salinas ni Neruda ni Bécquer lograron escribir.

Te quiero

Te lo he dicho con el viento,
jugueteando como animalillo en la arena
o iracundo como órgano impetuoso;Te lo he dicho con el sol,
que dora desnudos cuerpos juveniles
y sonríe en todas las cosas inocentes;Te lo he dicho con las nubes,
frentes melancólicas que sostienen el cielo,
tristezas fugitivas;Te lo he dicho con las plantas,
leves criaturas transparentes
que se cubren de rubor repentino;Te lo he dicho con el agua,
vida luminosa que vela un fondo de sombra;
te lo he dicho con el miedo,
te lo he dicho con la alegría,
con el hastío, con las terribles palabras.Pero así no me basta:
más allá de la vida,
quiero decírtelo con la muerte;
más allá del amor,
quiero decírtelo con el olvido.

 

 

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Ser «ausencia leve como carne de niño» y habitar «allá, allá lejos», donde solo existe el olvido. ¿Quién no ha amado y ha querido después, cuando el desamor llega con su guadaña, simplemente dejar de ser? Dormir o acabar «disuelto en la niebla»… ser tan solo levedad y transitar en una bruma donde no exista ya esta punzada que apunta al abdomen.

Es fácil reconocerse en estos versos de Luis Cernuda. Recordar cuando el verbo remite justamente a su significado etimológico: volver a pasar con el corazón (re: de nuevo y cordis: corazón) y experimentar la angustia del abandono que muchos seres humanos hemos sentido. Leo esta noche (ya hoy, recuerdo, por la mañana) los versos del poeta, de cuya muerte se cumplen estos días cincuenta años, y copio y guardo el texto para «volver a pasarlo por mi corazón» a la salida de la oficina. Cuando la noche es ya muy cerrada y la soledad, que él mismo decía, es un «inmenso abrazo», estepa, oscuridad.

Vuelvo a sus versos y vuelvo a sentirme «fantasma de la pena» y me pregunto, como en el poema, por qué vivir, amor (amores) si desaparecéis un día. Pero regreso reconfortada. Acurrucada por la «fragilidad sentimental» de sus líneas, que decía estos días Luis García Montero, satisfecha por la gracia que concede la poesía… por esa libertad de poder gritar a corazón abierto, que la noche, la vida, duelen cuando el abandono se hace explícito y «la cama es ancha» en la soledad de la madrugada.

Cierro mis ojos al fin, en esa neblina donde ya solo queda el olvido porque solo hay ya espacio para la calma. Y olvido, porque desvanezco, que en este día, esta hora, en que el «amor, ángel terrible» volvió a traicionarme, «me cansé de ser hombre (o mujer)», que dijo Pablo Neruda. Y dejé de susurrar aquel lamento de mi querido paisano Miguel Hernández: «¡cuánto penar para morirse uno!»  

Ando ya al fin lejos, lejos. Nada como recordarte, Cernuda.

El triunfo de la autenticidad en un tiempo de ‘fakes’ y sucedáneos: ‘El Leviatán’, de Joseph Roth

Por María J. Mateomariajesus_mateo
Hay libros que llegan a nuestras manos y parecen haber sido escritos para hablarnos solo a nosotros. Son esos que aparecen del modo más inesperado para poner por escrito pensamientos difusos que rumiamos sin darles forma.

CUA0060Leo estos días El Leviatán, la mítica novela de Joseph Roth (1894-1939) que acaba de reeditar Acantilado, y tengo precisamente esta sensación. Que la obra viene a hablarme de una nostalgia que me atrapa por momentos y de una traición que la vida se encarga de no perdonar: la que cometemos cuando traicionamos nuestro sueño.
No es posible mezclar lo falso con lo verdadero y salir indemne, es lo que nos viene a decir la historia de de Nissen Piczenik, un comerciante de corales que habita en una pequeña ciudad llamada Progrody. Y no es posible dedicarse a jugar al engaño y a esquivar la imagen que de nosotros ofrece el espejo y resultar victorioso —cuando el triunfo es el de la conciencia tranquila, ese territorio de paz que solo conquista quien se atreve a escuchar su voz interior—.

La historia de Piczenick es la de un comerciante respetado, enamorado de los corales y nostálgico de un océano que nunca ha visto, al que la vida sitúa en una disyuntiva en un momento concreto. Una historia que, escrita con la sencillez de una parábola, todos deberíamos leer (o releer) en algún momento. Y un canto a la autenticidad, esa cualidad que aguarda oculta entre la neblina de la posmodernidad, en un tiempo de ‘fakes’ y simulacros, de objetivos difusos, ‘enemigos fantasma’ y relaciones cibernéticas.

Como Piczenick, hay días en que siento la nostalgia del mar. De un océano particular en que la vida no fuera este escaparate plastificado que es a veces, y en el que parecemos obligados a posar si queremos seguir existiendo.
Porque, como Piczenick, echo de menos ese universo de agua, repleto de criaturas marinas… y quiero prender el falso celuloide y verlo reducido al fin a un montaña de cenizas de un color gris negruzco.

Letras para olvidar que estamos salvando trampas: gracias Doncel, gracias Marilyn

Por Paula Arenas Martín-Abrilpaula_arenas

Le he preguntado qué libro se ha llevado. «Dos que me diste tú», me ha respondido: «el de Diego Doncel, Amantes en el tiempo de la infamia, y otro de Kirme Uribe…». Culpa mía, que nerviosa por no saber qué decir o porque no podía decir todo lo que ansiaba, no he podido retener ni una sola letra del título de Uribe.

¿Qué libro me llevaría si pudiera acompañarlo? No soy capaz de elegirlo. O sí: lo leería a él, le pediría todos los poemas que pudiera dejarme.

Él, poeta antes que cualquier otra cosa, que es quien está ingresado en un  hospital pendiente de una operación por un motivo que no diré (al enemigo no se le nombra) pero que anda merodeando nuestros cuerpos con más furia que una guerra, él sí ha sabido.

Amantes en el tiempo«Ayer», me ha contado, «me quedé dormido leyéndolo».

Diego Doncel, no imaginas el regalo que me has hecho. Me gustó leerte, pero ahora volveré a hacerlo y serás parte importante de mi vida. Esta noche regreso a tu Amantes en el tiempo de la infamia (Siruela), esa historia veloz y cautivadora, bella:

«Era bello pensar que, cuando el mundo se encaminaba al desastre, dos seres, de dos países enemigos, se reunían para empezar de nuevo una historia de amor…»

Creo que a mí también me vas a salvar las horas de la espera, y te vas a quedar conmigo, en ese lugar donde sólo la literatura puede salvar estas trampas.

Eres tú quien está ahora mismo con una persona muy importante en mi vida. Tan importante que no se me ocurre un calificativo más… ,sin caer en ese sitio sensiblero en el que me niego a caer. Aunque sólo sea porque él es el maestro de no traspasar la línea.

Cuando era niña y tenía miedo, iba a su habitación y le pedía que me contara historias. Tenía un espejo con el retrato de Marilyn Monroe en una pared, enfrende de su cama. «Es mi novia» me contaba, porque pese a haberlo despertado a mitad de la noche, siempre tenía una buena palabra.

Crecí creyendo que Marilyn Monroe era la novia de… él, una de las personas más (venga, un calificativo que no traspase fronteras… Nada, el mismo) importantes de mi vida. Hace tiempo que tengo un espejo igual en mi dormitorio. Es Marilyn, la novia de quien ahora lee a Doncel sin temor o con todo el temor del mundo. Qué más da. Ser valiente nunca ha sido no temer.

Gracias, Diego Doncel, gracias por hacernos compañía.