El viernes pasado el mundo se estremeció. No cayó una bomba nuclear, ni hubo un bombardeo masivo, ni tampoco un ataque terrorista con su escalofriante balance de muertos. Lo que se produjo esta vez fue un ciberataque, de cuyas consecuencias no pudieron librarse, entre otros, gigantes empresariales como Telefónica ni el sistema público de salud del Reino Unido, ni 30.000 oficinas del gobierno chino, ni infinidad de compañías japonesas.
Lo que ocurrió fue un secuestro. Un secuestro y encriptación de datos valiosísimos. Ya sea porque eran imprescindibles para el trabajo diario o porque eran estrictamente confidenciales. El código malicioso ransomware se hizo con los ficheros de miles de ordenadores de todo el mundo y exigió un rescate económico -con bitcoins, la moneda electrónica, por si hubiera dudas en torno al alcance del mundo digital en el que nos movemos-. Pero no había garantías de recuperación.