Se llama Glyzelle, tiene 12 años y no es una niña normal. No lo es porque no le han dejado. Como muchos otros niños en Filipinas, fue abandonada por sus padres y rescatada de la calle por una comunidad eclesiástica. El pasado domingo, durante la visita del Papa Francisco en su país, pronunció un discurso ante 30.000 personas que no pudo terminar por la emoción: «Muchos niños son abandonados por sus padres. Muchos de ellos acaban siendo víctimas y les han pasado cosas malas, como adicción a las drogas o prostitución ¿Por qué Dios permite esto, incluso si los niños no tienen la culpa? ¿Por qué sólo unos pocos nos ayudan?». Ante estas palabras, el pontífice decidió cambiar su homilía, aunque lo único que pudo decir fue que la pequeña «ha hecho la única pregunta que no tiene respuesta y no le alcanzaron las palabras, necesitó decirlas con lágrimas», e hizo un llamamiento a la protección de los niños.
Sin embargo, la pregunta de la pequeña sí tiene respuesta, más de una, y la solución probablemente no sólo esté de la mano de Dios. Filipinas tiene uno de los PIB per cápita más bajos del mundo (ocupa el puesto 127 de 183) y una de las tasas de pobreza infantil y de corrupción más elevadas. De hecho, el mismo año de la catástrofe del tifón Haiyan, 2013, se descubrió que varios políticos y empresarios habían estafado dinero del Fondo de Ayuda al Desarrollo Prioritario, unos 170 millones de euros, ingresándolo en ONGs que no existían durante los últimos 10 años. Por supuesto, la sacudida del tifón tampoco ayudó a que las cosas mejorasen y más del 33% de los filipinos viven en chabolas. Por desgracia, la noticia de la corrupción no hizo tanto ruido como la del tifón.