Por Cláudia Morán
Había una vez dos familias que compartían un mismo profeta, Mahoma, y un libro sagrado, el Corán. Cuando murió Mahoma, la familia chií creyó adecuado que su digno sucesor debía ser su yerno Alí, marido de su hija Fátima; mientras que la familia suní consideraba que la línea sucesoria debía corresponder a un árabe miembro de la tribu de Mahoma. Hubo sangre entonces. La misma que se derrama ahora en Siria y en otro país en la sombra: Líbano.
Líbano, y en especial la ciudad de Trípoli, vive un asedio constante desde hace meses a raíz del conflicto sirio, que relega a un segundo plano la masacre que sufren los libaneses. Líbano no está salpicado de sangre siria, Líbano sangra por los ataques de aliados y detractores del régimen de Bachar Al Asad. El pasado 23 de agosto, 50 personas murieron y otras 500 resultaron heridas debido a explosiones en dos mezquitas de la ciudad. Eran ataques contra Hezbolá, una milicia chií fundamental para el régimen sirio, al que apoya militarmente en el conflicto, y es gracias a la ayuda de Hezbolá que el exterminio de Al Asad contra su propio pueblo resulta tan letal. Es también gracias a Hezbolá que la población libanesa está siendo atacada por el simple hecho de ser suní, izquierdista o de cualquier otra ideología detractora del régimen sirio.
En Líbano, donde históricamente han convivido sunitas y chiítas -estos últimos son minoría, como en el islam en general-, no para de entrar dinero enviado desde los países suníes del golfo para armar a los refugiados rebeldes sirios; como también llegan apoyos del régimen sirio para exterminarlos y, ya de paso, a la comunidad suní del Líbano contraria a Al Asad. La ciudad de Trípoli se ha convertido en una auténtica batalla campal y el país en una marioneta que responde a los intereses de unos y otros. Marionetas que sangran en una especie de exhibición macabra que poco tiene que ver con el espectáculo.
Y es que el chiísmo, a pesar de representar a solo el 15 % de los musulmanes, tiene un gran peso en las estructuras de poder y en los servicios de inteligencia de países como Siria e Irán. En Líbano, concretamente, el 35 % de la población es chiíta. La corriente alauita, afín al chiísmo y más minoritaria todavía en el islam, es la que domina en Siria y a la que pertenece Al Asad, como también es la creencia dominante en varias zonas del Líbano, como en el barrio de Yabal El Mojsen, en Trípoli.
Líbano y Siria son solo dos ejemplos de cómo politizar las creencias sólo puede conducir a la muerte y al sufrimiento. De nada sirve la convivencia de unos musulmanes con otros si por detrás hay regímenes poderosos que fomentan la intolerancia y la masacre al diferente. La diferencia es que Siria es el escenario y Líbano el backstage. Si Estados Unidos finalmente decide atacar Siria, las represalias también llegarán al Líbano, afectando tanto a los refugiados sirios como a la población libanesa e involucrando en el conflicto a las tropas internacionales que se encuentran allí, incluidas las españolas que operan en el país desde la guerra de 2006 entre Israel y Hezbolá.
CLÁUDIA MORÁN
Que eu saiba moitos sunís apoian a Assad en Siria. Só hai que ver aos opositores practicando o canibalismo para entendelo.
04 noviembre 2013 | 12:52
Marcos, grazas polo teu comentario. É certo que o conflito é máis complexo que unha mera cuestión de relixión. Por desgraza, os rexímenes tenden a xustificar as súas accións apoiándose nas crenzas dos pobos.
04 noviembre 2013 | 13:00