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Europa y sus ‘poderes blandos’: socialdemocracia, fútbol y crisis

Lo que sigue es una reflexión sobre lo que debió de ser una interesante conversación europea. En un reciente viaje a China, varios políticos y empresarios de la UE se reunieron con otros tantos políticos y empresarios del gigante asiático. Hablaron, como es de rigor, de la crisis del viejo continente, lo que indefectiblemente derivó en un debate —casi de civilización— sobre cómo superarla. En un momento, un representante chino le espetó a otro europeo: ¿sabéis cuál es vuestro problema con el Estado de bienestar? Que es demasiado grande.

La pregunta, de la que que desconozco —una pena— la respuesta, me hizo pensar. Europa es un producto de márketing democrático, el primer actor posmoderno. Europa vende prosperidad, paz, una cierta justicia ciudadana, valores ilustrados y todo el resto de extras simbólicos que se suelen asociar con el rostro amable de la modernidad. Los europeos nos sentimos orgullosos de nuestras conquistas, las proclamamos a la menor oportunidad y nos indignamos tanto si las devalúan como si las violan.

Lovesick Man (Georg Grosz), 1916

Lovesick Man (Georg Grosz), 1916

Son nuestros particulares ‘soft powers’, por recurrir al viejo y ya muy sobado concepto de Joseph Nye. Europa, además, no tiene otros. No tiene ejército, que sería el poder duro, pero tampoco tiene Hollywood, que sería el blando; la alta cultura está muy bien, pero no se puede seducir a medio mundo a base de filarmónicas. ¿Qué queda? Pues la socialdemocracia, el fútbol y la crisis. La primera está en descomposición; el fútbol (esto es, la exitosa Champions League) y la crisis gozan de una salud envidiable.

Sobre el fútbol y su eufórico poder aglutinante no me extenderé (¡no pretendo hurtarle lectores al bueno de @raulnash!), pero lo de la crisis como ‘poder blando’ merece unos párrafos más. Si existe una característica íntimamente nuestra, una identidad pegajosa que no podremos esquivar jamás, es la de vivir en una crisis perpetua. Aquel actualísimo artículo de Fernando Savater, El mito de la crisis, escrito en los años ochenta:

[…] La crisis se sustantiviza, se naturaliza; adquiere poderes mágicos contra los que no pueden luchar los ciudadanos de a pie. Por una parte, la crisis obtiene un rango de catástrofe natural, de la que nadie es responsable; por otra, se presenta como fruto de una conspiración diabólica, regida por eminencias en la sombra dotadas de poderes incalculables […].

La crisis es uno de los rasgos europeos que más influyen fuera de sus fronteras. El resto del mundo nos mira y piensa que  hemos pactado protagonizar alguna forma reactualizada de mito clásico, que vivimos en un palacio de hielo que se va poco a poco derritiendo y que nuestra obligación es mantenerlo en pie a soplos. Una imagen que contrasta con la proyección feliz y eterna del modo de vida americano, que tiene mucho de tesón personal, pero también de optimismo desmesurado.

En cambio, el modo de vida europeo, lo que se percibe fuera del continente, es una sociedad mansa, que teme más perder lo que tiene que luchar por lo que pueda faltarle; unos ciudadanos acomplejados por el presente y temerosos del futuro. Quizá ahí radique el significado del incómodo juicio del chino sobre nuestro Estado de bienestar: parad, europeos, de importunarnos con vuestras tribulaciones; recortad, por favor, haced lo que sea, pero dejad de una vez de vendernos modelos en crisis permanente.