Europa inquieta Europa inquieta

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El debate sobre el pasado en Europa del Este se parece bastante al nuestro

Comentaba el otro día que las comparaciones son casi más paralizantes que odiosas. Y mientras escribía el post recordé un libro que había leído este verano que lo pone en duda. El libro se titula En busca del significado perdido. Y su autor es el mítico Adam Michnik. Publicado por la editorial Acantilado en 2013, se trata de una recopilación de artículos del intelectual polaco en los que analiza el pasado reciente de Polonia y las contradicciones, decepciones y frustraciones de los países del Este de Europa.

Son las suyas reflexiones que los españoles deberíamos atender, porque salvando todas las distancias, las cuitas de los polacos con su propio pasado (la dictadura comunista) son muy parecidas a las que tenemos nosotros con el nuestro (la dictadura franquista). Tanto que, cuando leía el libro, ví con claridad que España –tradicionalmente ajena de lo que sucede más allá de la frontera de Francia con Alemania– tiene en determinados aspectos más en común con los las naciones del Este del continente que con los países vecinos.

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Polonia, como España, está inmersa en un debate profundo y antipático sobre la interpretación de su pasado. Ambas sociedades salieron, cada una a su modo, de largas dictaduras de signo contrario. Ambas sociedades, además, no han terminado de resolver satisfactoriamente las connivencias, las cesiones, las alianzas oportunas y las disidencias que se produjeron durante los años finales de cada régimen. Leyendo a Michnik uno se da cuenta de que existen lugares comunes y figuras que emergen siempre que una nueva generación revisa el pasado.

«He observado que, por regla general, los que se indignan no son las auténticas víctimas, sino los que se han arrogado los derechos de éstas», dice en un pasaje especialmente lúcido Michnik. Por decir algo parecido a propósito de los que ponían el grito en el cielo cuando derribaron la madrileña cárcel de Carabanchel, Fernando Savater fue menospreciado y acusado de blando con la dictadura (él, que estuvo preso allí por cuestiones políticas). «Su memoria viene de la ideología, no de la experiencia», decía al final de aquel memorable artículo.

De algo parecido le han acusado a Michnik en Polonia por decir con bastante sensatez, y en un proceso que parece repetirse en toda Europa tarde o temprano, que «resulta significativo que entre los partidarios de la revancha haya un número tan escaso de auténticos próceres de la oposición democrática». Una carencia que aquí en España, con tanto antifranquista criado a posteriori ocupando puestos de responsabilidad no deja de tener su parte casi económica…

El recuerdo del pasado en Polonia (y en España) está monopolizado por lo que Michnik llama la figura del ‘lustrador’. Un tipo o tipa con prédica en la opinión pública, que se dedica a ejercer de policía moral, de inquisidor, rastreando en las biografías de aquellos que se comprometieron en el tránsito hacia la democracia para buscarles cualquier mínima complicidad con el enemigo (franquista o comunista).

La escurridiza figura del ‘lustrador’, lejos de ser una guía para comprender mejor el pasado reciente, es un síntoma de que la lectura histórica está condicionada por adscripciones viscerales, demasiado tajantes y moralistas. Como dice, y creo que dice bien, Cees Nooteboom en una entrevista publicada este domingo en El País: «Alemania superó bien su pasado, España aún no». Los próximos años, con las sorpresas políticas que bien podrían llegar, parece que comienza a surgir un tiempo nuevo en España, con nuevas reglas tanto para el presente como, espero, para el pasado. Mientras tanto, tengamos en cuenta las experiencias polacas.

 

La UE no debería sancionar el negacionismo

Negar los crímenes del Holocausto es delito en países como Alemania y Francia. Lo es desde hace años, después de intensos debates en los que participaron juristas, historiadores y víctimas. El tema es apasionante, y para tratarlo con la densidad que merece es necesario manejar con precisión conceptos como verdad jurídica, verdad histórica, derecho de las víctimas al reconocimiento, culpa colectiva y memoria institucionalizada.

Una Decisión Marco de la UE insta —desde el año 2008— a homogeneizar la legislación de los Estados miembros en la lucha contra el racismo y la xenofobia. Una normativa, a la que por cierto España hace evidentes esfuerzos por adaptarse, que obliga a sancionar la «apología pública, la negación o trivialización flagrante» de «crímenes de genocidio», pero sin hacer referencias concretas al Holocausto judío ni a otros episodios igualmente genocidas del siglo XX, como los de Sebrenica o Ruanda.

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Viviane Reding, comisaria de Justicia, se refirió hace pocas semanas a este asunto. Fue por escrito y a propósito de un homenaje a la División Azul que había tenido lugar en mayo en un cuartel de la Guardia Civil de Barcelona. En una carta de respuesta a varios eurodiputados españoles, Reding aseguró que «la exculpación, negación o trivialización pública de los crímenes nazis deben ser sancionables penalmente». Además, la comisaria recordó que, a partir de 2014, la Comisión Europea (CE) podrá iniciar procedimientos de infracción contra los Estados que no condenen estos actos, algo que hoy todavía no puede hacer.

Al margen de la cuestión técnica de cómo ejecutar las sanciones, elevar el negacionismo a delito europeo implica hacer frente a obstáculos espinosos que deben ser recordados. El primero es que, pese a los intentos institucionales por dotar al continente de una memoria histórica compartida, no todos los Estados miembros tienen la misma relación con su pasado totalitario. Hay países donde solo hubo víctimas; otros en los que hubo víctimas y verdugos (y una compleja imbricación entre ellos que aún es objeto de estudio) y unos pocos más fueron esencialmente fabricantes de ejecutores.

El segundo tiene que ver con la naturaleza política y geográfica de la ideología totalitaria. En 2010, un grupo de países del Este europeo solicitó a la CE que incluyera los crímenes perpetrados por el comunismo bajo el mismo paraguas penal que los cometidos por los nazis. La propuesta fue rechazada, si bien la argumentación de los solicitantes era, en esencia, la misma de aquellos que pedían legislar sobre el nazismo: evitar el resurgimiento de las ideas totalitarias. Sobre este punto en concreto pienso que pesó más la habitual displicencia con la que la Europa occidental trata a la oriental que la débil empatía que históricamente suscitaron los crímenes comunistas entre las potencias del oeste.

Esta bienintencionada obsesión por legislar sobre el pasado —una cosa es hacer apología y otra distinta negar o trivializar— es profundamente peligrosa, y no solo para el oficio de historiador (aquí están la razones liberales de Timothy Garton Ash, que suscribo). Tras el recurso al Código Penal está la vana pedagogia y, justo detrás, la tentación de convertir —como escribió Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX— la historia europea en una especie de palacio de la memoria moral. La europea es una sociedad madura que, aunque tiene que resolver aún bastantes cuitas pendientes con su pasado, sabe distinguir la mentira de la verdad histórica. O debería.

En el caso de que se introdujera finalmente esta tipología delictiva, qué sucederá en países como España: ¿Se impondrán penas de cárcel para quien niegue el Holocausto que, a fin de cuentas, no aconteció en su territorio y para el que no existe una tradición negacionista asentada? ¿Será posible trivializar, de forma impune, los crímenes del franquismo o estos también estarían incluidos dentro de las exigencias de Europa?