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La Comisión Europea, juez y parte en las naves del Matadero de Madrid

En una de las salas del Matadero de Madrid se expuso este verano un conjunto de obras de artistas contemporáneos, la mayoría nacidos en la década de los setenta, que reflexionaban en torno a la primera crisis europea del siglo XXI.

No fui solo a ver la exposición, me acompañó mi padre. Él, por supuesto, no entendió nada, pero confiaba en que yo –quizá porque llevo gafas– le descifrara el significado alegórico de alguna de las instalaciones artísticas: un vídeo de tres minutos en el que unos lobos devoran una bandera (de Italia), un mapa antiguo de Europa tejido con hilos de coser multicolores, otro vídeo más donde unos tipos vacían –simbólicamente, por supuesto– sus mandíbulas en tarros de cristal vacíos…

Exposición-Matadero

No soy crítico de arte, por lo que no juzgo el valor artístico de las obras (la exposición ya acabó, pero curioseando en la web podéis todavía haceros una idea de lo que fue). Que provocaban desazón y hastío era evidente (la innecesaria oscuridad de la nave ayudaba mucho). Otra cosa distinta es que lo provocasen por las razones últimas que pretendían los artistas. Y una tercera cosa, todavía más complicada, es que motivaran una crítica y reflexión coherentes sobre los problemas «extremadamente complejos de la Europa actual», como se aseguraba alegremente en el catálogo de la exposición.

Es ahí precisamente, echando un vistazo al catálogo, donde comienza la crítica política. Empezando por el prólogo de Ana Botella, alcaldesa de Madrid, que habla de «acercar los valores europeos [¿cuáles?] a los madrileños» y terminando por las reflexiones de la comisaria de la exposición, Susanne Hinrichs, sobre lo imprescindible de reforzar la «unión interna» para «construir un ente [sería muy complicado ser menos preciso] con el que puedan identificarse los ciudadanos europeos, a pesar de todas las diferencias».

Pero hay algo más que vana palabrería. La exposición estaba patrocinada –es decir, financiada– por la Embajada de Alemania, la Embajada de Francia, la Fundación Goethe, el Instituto Cultural Rumano y… la Comisión Europea. La pregunta es obvia: ¿Se puede hacer una crítica verdaderamente mordaz, radical, profunda, cuando el mecenas es juez y parte de lo que se quiere denunciar?

Sinceramente, creo que no. Por debajo de la aparente, por simbólica, crítica al sistema, al euro, a las fronteras y al «parque temático» de la identidad (representado, se me escapa la razón, con varios hoyos de minigolf), no había absolutamente nada. Ninguno de los artistas se encaraba con las amenazas verdaderamente peligrosas, como que la falta de solidaridad, las políticas erradas y la pobreza pueden acabar con una Europa en exceso complaciente. Ninguno ironizaba sobre la silente burocracia y la morosa toma de decisiones. Ninguno ponía en duda la complaciente memoria institucionalizada sobre el pasado del continente…

Salí de la exposición con el mismo regusto amargo de cuando leo o participo en debates sobre la UE: un clima de complaciente omertà sobre lo políticamente incorrecto lo invade todo. Mi sensación, una vez más, es que Europa, sus instituciones, sus dirigentes, solo permiten y fomentan las críticas benévolas que digieren con comodidad. Pues buen provecho.

IMAGEN: Jars Jaws, 2010 (Adi Matei)