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El último aliento de un género muy europeo: la literatura concentracionaria

Hay un artículo imaginario en el que siempre pienso, pero jamás empiezo, que trataría sobre literatura concentracionaria y su influencia en la visión del pasado más o menos reciente. Un ‘género’, por así decirlo, de indudable naturaleza europea y del que ya van quedando cada vez menos, ay, representantes vivos.

He vuelto a pensar en él porque mi compañera del blog de al lado, la generosa Paula Arenas (@parenasm), me regaló hace unos días una biografía de Jorge Semprún, que ya hubiera devorado si no fuera porque al día siguiente me regaló otro libro tanto o más apetitoso —¡y europeo!—: Telón de acero, la destrucción de Europa del Este (1945 – 1956), de la gran Anne Applebaum.

La literatura concentracionaria es la guardiana de la memoria de Europa. De sus atrocidades y de su historia de exterminio. Es, además, una gran literatura. Los cuentos breves de Salamov, las novelas de Semprún y de Primo Levi o los recuerdos de Jean Améry, Buber-Neumann y Herling-Grudzinski son obras maestras literarias además de piezas documentales exquisitas.

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Semprún, en una imagen de 2006 (EFE)

Tengo un amigo que dice que leer a estos autores y estas obras —que hablan de frío siberiano, torturas, ‘zonas grises’, hambre y desplazamientos en masa— en tu cama, calentito, a salvo, es un ejercicio culpable, pero extrañamente placentero a la vez. Como si te invadiera la seguridad de que nada de aquello que cuentan volverá a repetirse.

He hecho un repaso de los vivos y los muertos. Desde que Semprún falleció, en 2011, los escritores todavía vivos testigos del Holocausto son Elie Wiesel e Imre Kertesz. Quizá quede alguno más, pero no lo he leído ni lo conozco. Por el lado de los testigos del gulag, todos han muerto. Herling-Grudzinski, Salamov y el más conocido de todos, Solzhenitsyn, que lo hizo en 2008.

No sé cómo leerán las nuevas generaciones a estos autores. Si los leerán o si, definitivamente, como alguno ya pronosticaba fatalmente en sus libros, el recuerdo de sus experiencias se difuminará, el tiempo impondrá una brecha insalvable e irreconocible entre lo que quisieron trasmitir y lo que se extraerá —¿migajas?— de sus recuerdos en un futuro.

Los rusos, los españoles, los italianos o franceses sufrieron todos, en mayor o menor medida, la experiencia totalitaria. Los relatos de los rusos, quizá por su concisión, porque sus experiencias traspasan lo humano y cuesta someterlas todavía más a la razón, siempre me han parecido más espeluznantes, aunque si se analizan, hay similitudes de fondo en todos ellos. Por eso estoy plenamente de acuerdo con que esa experiencia totalitaria, como dice Applebaum al comienzo de su nuevo libro, «sigue siendo una descripción útil y necesaria» para la comprensión de la historia del siglo XX. Un ejercicio humano, demasiado humano.

Por si alguno está interesado en ellos, os dejo una pequeña lista con mis obras preferidas (todas fácilmente encontrables), aunque hay muchas más, de estos y otros autores:

  • La escritura o la vida (Jorge Semprún)
  • Los hundidos y los salvados (Primo Levi)
  • Prisionera de Hitler y Stalin (Buber-Neumann)
  • El universo concentracionario (David Rousset)
  • Relatos de Kolimá (Varlam Salamov)
  • Un mundo aparte (Herling-Grudzinski)
  • Un día en la vida de Ivan Denisovich (Solzhenitsyn)
  • Nuestro hogar es Auschwitz (Tadeusz Borowski)
  • Más allá de la culpa y la expiación (Jean Améry)