Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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El efímero europeísmo de Podemos

Hasta yo estoy un poco hasta el gorro de Podemos, pero hay momentos en que la ubre da demasiada leche como para mantenerse apático. Vaya por delante que este será el último post sobre ellos que escriba hasta las elecciones de marzo. Primero, porque creo que tanta elevación a los altares (para el elogio o para el sacrificio, tanto da) no es positiva para nadie, y segundo porque como escribía Savater el otro día, cualquiera puede ser hoy politólogo, otra cosa más difícil es ser filósofo de la política…

Creo que esta vez el post tiene una justificación europeísta bastante elevada. Digamos que la más elevada que puede haber. Si en verdad debiera establecerse una regla de oro para las elecciones europeas, esta debería ser la de que ningún candidato puede, una vez ha sido elegido para el Parlamento Europeo, dejar sus funciones en mitad de la legislatura (o incluso peor: ni a un año de haber empezado esta) para labrarse un futuro en la política nacional.

Pablo Echenique, el último eurodiputado de Podemos en anunciar que se presenta en España. (EFE)

Pablo Echenique, el último eurodiputado de Podemos en anunciar que se presenta en España. (EFE)

Cierto es que se suele acusar, con bastante acierto, sobre todo en el pasado, a los políticos de usar Bruselas y Estrasburgo como cementerio de elefantes. Pero también es igual de sancionable, creo yo, cuando el Europarlamento es utilizado de trampolín, de forma descarada, para regresar allí de donde en realidad nunca quisiste moverte. Bruselas como un pañuelo de usar y tirar, bien para el jubiloso retiro tras años en la cúspide, bien como indisimulado pasaporte hacia la ansiada fama interna.

Es una falta de respeto a los votantes que haya políticos que presuman de europeísmo, de querer ser elegidos para hacer cosas por Europa, y que a la mínima oportunidad cojan el avión de vuelta a su país para no regresar allá más que de visita… y casi por obligación. Así está sucediendo con los cinco eurodiputados de Podemos que fueron elegidos en mayo del año pasado. Del quinteto inicial, y tras las sucesivas postulaciones a diferentes cargos en España, tan solo Lola Sánchez seguirá a buen seguro como eurodiputada. El resto, Pablo Iglesias incluido, habrán dejado un rastro efímero en la bancada del Grupo de la Izquierda Unitaria al que pertenecen.

No hay que pecar de ingenuos. El programa de Podemos para las Europeas de 2014 era muy poco Europeo, y su lectura, tal vez única lectura posible, había que hacerla (se hizo) en clave nacional (instrumental). Pero visto lo visto, creo que es preciso recordar que sus representantes fueron elegidos para un mandato de cinco años en un parlamento supranacional con cada vez más atribuciones legislativas y desde el cual podrían luchar la mar de bien, si ellos quisieran, contra las políticas de austeridad que son la norma en el continente. Mejor altavoz para su reivindicación, creo yo, no tendrían.

(Hasta que la clase política, los medios de comunicación y los ciudadanos no asumamos que aspirar a europarlamentario es la aspiración más alta, mucho más que soñar con un cargo nacional, que existe en política, estaremos equivocando el tiro).

Giorgio Napolitano, el presidente de la república que todos querríamos

Asegura Beppe Grillo, el estrafalario líder del no menos estrafalario Movimiento Cinco Estrellas, que no lamenta la dimisión del casi nonagenario Giorgio Napolitano como presidente —el «peor de la historia», ha dicho— de Italia. Será que él, en su simiesca visión de la política, podría hacerlo mejor. La suya ha sido casi la única nota discordante en una despedida de la vida pública trufada de elogios hacia el cansado excomunista. Tanto en su país como en Europa, Napolitano ha recibido el respaldo que su trayectoria posibilista y responsable merecía.

Napolitano, reflexivo, en 2013. (EFE).

Napolitano, reflexivo, en 2013. (EFE).

A Napolitano, como a cualesquier político de pasado comunista, pueden echársele en cara muchos momentos y alianzas. No va por ahí, y creo que hace bien, Antonio Elorza en su artículo de despedida. Más bien al contrario, se deshace en loas hacia quien «quiso cambiar el mundo desde la democracia». Un papel como el ejercido durante estos años de crisis por Napolitano, y en Italia, es algo así como ascender por la cara sur al K-2 sin oxígeno y en invierno. Un reto casi imposible. Que en tiempos tan convulsos Napolitano haya logrado ser el único presidente reelegido para un segundo mandato dice mucho de su virtuosismo para lograr consensos, atenuar envidias y aplacar egos.

Los elogios a Napolitano suenan, eso sí es verdad, a elogios fúnebres. No hacia un ser humano, que pese a sus achaques sigue aún vivo, sino hacia una era periclitada. Él, como cabeza sensata de lo que se vino a llamar mejorismo, supo defender la necesidad del reformismo socialdemócrata dentro del PCI más allá del ya de por sí valiente eurocomunismo. Su europeísmo, que todos ahora destacan, no siempre fue sencillo, ni como europarlamentario ni como defensor en Europa de los bandazos de una política interna imprevisible.

Siete décadas en la arena, a veces fango, de la política dan para cometer muchos errores. Y habría que sospechar de quien, tras tanto tiempo habitando las antesalas del poder, no los hubiera cometido. Napolitano, con su merecida fama de intelectual de corte gramsciano amante de la cultura, ha logrado a pesar de todo vadear con honor las sentinas más abyectas, las de la corrupción institucional, la connivencia mafiosa y, a última hora, el populismo berlusconiano y beppegrilliano. Presidentes de la República así quisiéramos todos para nuestro país.

‘Vivir de Europa’: la inflación de informaciones y estudios sobre el continente

Escribo este post con el improbable fin de que las cosas cambien o como una forma de expiación. Lo he titulado, un poco pomposamente, ‘la inflación de estudios sobre Europa’, pero podría simplemente haber escrito ‘la ansiedad descorazonadora de saber que no lo podrás leer todo, así que ve relajándote’.

No hay día que no descubra una nueva página web, publicación, blog o think tank sobre estudios europeos (aquí una lista de los más influyentes). Sé que esta inmersión forma parte del habitual proceso de especialización que cualquier disciplina requiere actualmente. No tengo nada en contra de la especialización, considero que es muy necesaria, pero sí contra la sobreabundancia de información, ese molesto ruido de los datos.

Centro de prensa de la sede del PE en Estrasburgo (N.S).

Centro de prensa de la sede del PE en Estrasburgo (N.S).

La Unión Europea es un complejo entramado institucional que por sí mismo genera una cantidad ingente de información casi diaria. Encuestas, recomendaciones, informes, entrevistas, resoluciones, etc. Además, la lista de temas de actualidad es casi inabarcable: situación económica, ampliación, democratización. Esta sería, por así denominarla, una primera capa.

Luego vendría la información secundaria: los análisis en profundidad que organismos no institucionales (centros de estudios y think tank) elaboran sobre la UE en su conjunto. Se trata de una capa todavía más espesa (y complicada de traspasar) que la primera, pues por un lado fiscaliza el funcionamiento de las instituciones, sus decisiones,  y por otro lado aísla los problemas, anticipa otros nuevos, vaticina soluciones o pone de relieve tendencias.

Sobre estas dos capas se asienta una tercera: los medios de comunicación de masas (que sí, todavía existen). Estos se encargan de recoger y filtrar todo lo anterior de una forma clara, didáctica y lo más objetiva posible. No siempre se consigue, porque la UE está repleta de mecanismos confusos y de términos resbaladizos, pero mal que bien, el propósito de hacer llegar la información a los ciudadanos se consigue.

Hay una última capa, que está formada por personas como yo. Sujetos esponjas que absorben información proveniente de todos los sitios posibles. Tipos omnívoros que exponen, juzgan, sintetizan, discriminan y denuncian (en algunos casos). Gente que también vivimos —de alguna manera— de Europa, que nos acercamos a ella con una precipitada falta de cautela. Que elegimos hablar de esto o de aquello, sabiendo que esto deja fuera todo aquello, y aquello borra de un plumazo todo rastro de esto.

Si Europa asusta es,  las más de las veces, por este componente tumefacto. A diferencia de la mayoría de las adscripciones sentimentales más o menos nacionalistas, autodenominarse ‘europeísta’ implica una carga extra de trabajo y de conocimientos. Dado que no basta con empatizar con una idea abstracta sin más, hay que hacer un esfuerzo mayor de sentido (procesar más volumen de datos) para llegar a su comprensión.

El nacionalismo suele ser visceral y acrítico; el ‘europeísmo’ —que alguien diría, por qué no, que es otra forma de nacionalismo— es racional y esforzado. Pero tanta avalancha informativa (a menudo recuerdo que cuando Europa funcionaba lo hacía sin todo este aparato crítico detrás) no sé si acabará por instalar a los creyentes en la melancolía del esfuerzo sin resultado.

La Unión Europea es una ilusión que los países del sur conjugan solo en pasado

Es decir: casi una desilusión. Desengaño espiritual y fractura ideológica. Dos ingredientes que combinados pueden resultar deletéreos para el proyecto de integración. Este es, a vuela pluma, el diagnóstico de una parte de la élite académica europeísta que el pasado martes se reunió en la sede en Madrid del European Council on Foreign Relation (ECFR) para debatir sobre lo que queda del sur de Europa y presentar el renacer de East, una revista italiana de vocación continental.

Gracias a la amable invitación de @josepiquerm pude asistir —¡y sin pertenecer a la élite!— a este chequeo razonado (y razonable) del enfermo, que sirvió ante todo para diagnosticar con precisión y algo menos de urgencia de lo habitual los males presentes. Fue Andrés Ortega, miembro del consejo del ECFR, el que más se acercó a una explicación última de lo que sucede hoy cuando afirmó que los países del sur del Europa «asumen políticas, pero que no las crean» (somos —precisó— decision takers, no decision makers).

La bandera de la UE y la de Grecia, en la acrópolis de Atenas (ARCHIVO 20MINUTOS)

La bandera de la UE y la de Grecia, en la acrópolis de Atenas (ARCHIVO 20MINUTOS)

«El error de base ha sido no construir una Europa del sur», razonó Ortega, para quien actualmente existen dos divergencias en Europa: la económica y la política. Esta última es la principal, aunque mediáticamente pueda ser la menos visible. Los países del sur confían menos que los del norte en sus propias instituciones, lo que genera todavía más desconfianza hacia las instituciones supranacionales de la UE y repercute en lo que José Ignacio Torreblanca, director del ECFR y presente en el debate, llamó «falta de articulación de la propia integración».

El otro mal presente, más difuso pero aún así perceptible, es la falta de ilusiones realmente embriagadoras. La UE no es que ya no las genere, sino que no consigue renovar las ilusiones del pasado, actualizarlas. En este sentido Giuseppe Scognamiglio, diplomático italiano y vicepresidente de East, resumió breve y diacrónicamene el asunto.

Hasta 1992 la ilusión de los europeos era Maastricht; luego vino la ilusión del euro y, posteriormente, la de la gran ampliación hacia el este. ¿Y ahora? Para Scognamilio Europa vive únicamente de «ilusiones técnicas que no calientan los corazones». Si a esto se le añade, en su opinión, la falta de líderes que estén a la altura que los tiempos demandan, el resultado lógico es esa sensación tan extendida de estancamiento y déficit democrático.

El debate, en el que además de los mencionados tomaron la palabra investigadores y periodistas, también sirvió para poner sobre la mesa los principales asuntos de actualidad europea, como la supremacía perezosa de Alemania, los presupuestos generales, aprobados finalmente esta pasada semana, los comicios de 2014 y la elección directa de candidatos a la CE, todo un hito que emana del Tratado de Lisboa.

Aunque como conclusión diré que no hubo conclusiones, me guardo para un futuro post una reflexión entre pesimista e indulgente, y que no es la primera vez que la escucho en contextos similares: El problema de Europa no es un problema de ideas, la élite europea produce muchas ideas magníficas, simplemente sucede que la gente está a otra cosa.

Encuentros sin (casi ningún) desencuentro en #Parlamentar 2013: el error de no sentar a un euroescéptico a la mesa

Lo extraño hubiera sido que no estuviéramos de acuerdo en todo. Imaginad la situación: un puñado de europeístas convencidos es invitado por la más europeísta de las instituciones (el PE) para debatir sobre el presente del continente en el más europeo de los entornos cercanos a Madrid: la coqueta localidad de La Granja, un Marina D’or apacible e ilustrado.

El europarlamentario popular Pablo Zalba interviene en una de las mesas redondas del encuentro.

El europarlamentario popular Pablo Zalba interviene en una de las mesas redondas del encuentro.

En el horizonte cercano planean las elecciones más democráticas (y esperemos que politizadas) de la historia de la UE. En el ambiente pululan las incertidumbres: la desafección ciudadana, los populismos, la brecha informativa, el desconocimiento del funcionamiento de las instituciones, la ausencia de una masa crítica de votantes… y la presencia de una masa resignada de no votantes (uno de los hallazgos verbales de las jornadas).

De todo lo anterior hablamos duante horas y horas en #Parlamentar2013. El resultado del encuentro fue esperanzador: un debate razonablemente crítico, estupendos análisis sobre el estado de la cuestión y lecciones útiles y pedagógicas sobre comunicación política y nuevas tecnologías. Todo casi perfecto, salvo por un obstáculo quizá insalvable: la endogamia. Todos los allí presentes –periodistas, investigadores, políticos, funcionarios de la UE– éramos y somos firmes creyentes en la cosa europea. Es más: no nos avergonzamos de serlo. Todavía peor: solemos hacer apología de ello a la más mínima oportunidad.

No obstante, fuera de este reducido círculo de convencidos, la realidad es bien distinta. Apenas un mes de blog me ha bastado para darme cuenta: el concepto ‘Europa’ se ha moralizado. No politizado, no: moralizado. El hechizo europeo se ha roto a un nivel que los representantes institucionales del Parlamento Europeo, con toda su buena voluntad y tesón, no alcanzan a comprender. Aquella «solidaridad moral» a la que aspiraba Salvador de Madariaga ha derivado en un burdo e incisivo moralismo.

Lo de menos es que los ciudadanos desconozcan el número de europarlamentarios o asimilen los lugares comunes (cementerio de elefantes, gastos superfluos) con candor acrítico. La cuestión es que muchos de ellos –incluso los más preparados, los jóvenes con estudios, que disfrutaron su Erasmus y siguen con pasión la Champions League– no quieren saber nada de Europa. Su enmienda es a la totalidad. Rechazan un debate racional y moderado porque para ellos no hay nada que debatir.

El Parlamento Europeo confía en nosotros –yo soy un advenedizo y tengo poco que decir, pero los hay que saben muchísimo más: @jjmorante, @PacoLuisGRX, @sllaudes, @josepiquerm, @didacgp y el resto de la feliz tropa– para difundir la palabra. Para convencer a nuestro entorno cercano (y también al mediático) de que las elecciones de 2014 marcarán un punto de inflexión, que sin Europa no avanzamos, que sin ella seríamos mucho más débiles…

Me parece bien. Es un reto ilusionante. Seguro que todos haremos lo posible por cumplir, sin ser la voz de nuestro amo y por amor a Europa. ¿Pero qué pasa con las tinieblas exteriores? ¿Quién se atreve a penetrar en ellas? Deberíamos, a lo Berlanga, sentar a un euroescéptico a la mesa… y ver qué pasa.

PD: Os lanzo la pregunta, seáis o no europeístas. De tener la oportunidad de hablar con representantes, especialistas o funcionarios europeos sobre Europa, ¿qué preguntas os gustaría hacerles? ¿Qué cuestiones consideráis más urgentes en Europa? ¿De qué temas apenas se habla en la UE y sería necesario debatir?

Ignacio Samper: «Todo lo que sale del Parlamento Europeo les afecta a los ciudadanos en su vida cotidiana»

Fue una entrevista en bandeja de plata (me temo) y a salto de malta. En un impersonal escenario de maderas nobles y moqueta omnipresente que casi daba congoja pisar: la antesala del cuestionado hemiciclo de la sede del Parlamento Europeo en Estrasburgo. Cuota simbólica del pasado siglo y peaje metafórico de la construcción europea complicado de explicar hoy.

Alrededor, un discreto trasiego de gentes acostumbradas a vestir con pulcritud oficinesca, que desfilan desenvueltos con ese aire de impenetrabilidad tan propio de quien parece desayunarse a diario con asuntos trascendentes. Rodeados de decenas de pequeños sets de televisión, la quinta esencia domesticada de la sociedad del espectáculo, el director de la oficina en España del PE, Ignacio Samper, contraponía, con un discurso paciente y trabajado, «desafección» y «pedagogía».

(IMPORTANTE: La entrevista, grabada en vídeo, dura aproximadamente 15 minutos. Las respuestas de Samper son precisas y jugosas –sobre todo leídas entre líneas–, pero extensas, y mis preguntas a veces se alargan demasiado. He preferido por tanto transcribir, para no extenderme innecesariamente, las primeras preguntas y a continuación publicar la entrevista grabada al completo. Que la disfrutéis).

¿Cómo interpreta la falta de sintonía entre los ciudadanos y las instituciones europeas?
Nos preocupa mucho esa desafección de la política por parte de los ciudadanos. Creo que hay mucho eurocriticismo. Los ciudadanos no es que sean euroescépticos, son simplemente críticos. Tenemos que hacer una enorme pedagogía para decirles que desde el PE llevamos muchos años ocupándonos de la crisis económica. Y que estamos haciendo legislación –en forma de directivas y reglamentos- que tienen que ver con la crisis. Quizá durante muchos años no hemos explicado bien, hemos informado, pero no explicado bien cómo y quién toma las decisiones. Todo lo que sale de este parlamento les afecta a los ciudadanos en su vida cotidiana. Legislamos para 500 millones de ciudadanos y todos están afectados por nuestras leyes.

¿Y cuáles van a ser específicamente las herramientas con las que quieren trasmitir esa utilidad del PE que los ciudadanos ahora no perciben?
Vamos a hacer una laborar de pedagogía importante en dos ámbitos. Uno en lo que son los valores europeos, que es nuestro ADN europeo (todos los europeos estamos atados por los mismos valores: democracia, derechos humanos, solidaridad…). Y otra nuestra labor legislativa. Demostrarles a los ciudadanos que llevamos legislando desde hace mucho tiempo, sobre todo después del Tratado de Lisboa, y que legislamos en casi todos los órdenes de la sociedad.

¿Qué leyes son sentidas como más europeas por la ciudadanía? ¿Con qué normas emanadas del PE se identifican más los europeos?
Me gustaría que fuera con todas, pero no es así. Pero a las personas a las que les afectan sí las conocen. Por ejemplo, las leyes sobre la Política Agraria Común o la Ley Bancaria son ejemplos de esto. Los ciudadanos están viendo que queremos reactivar la economía. Austeridad tiene que haber, pero también hay que tomar medidas para reactivar la economía: invertir en desarrollo, en redes de transporte transeuropeas, pequeñas y medianas empresas.

Ridruejo y los riesgos de idealizar Europa

ridruejo470A pesar del empeño angustiado, casi angustioso, de algunos por rescatarla, la figura política e intelectual de Dionisio Ridruejo se desvanece como hace casi cuarenta años lo hizo su vida: sin ditirambos ni reverberaciones, solo un desgaste silencioso, como tímido. Hoy es un milagro que alguien menor de 40 años sepa decir quién fue o las razones por las que sigue mereciendo biografías, seminarios, documentales y, por qué no, modestos post como este.

Del inflamado falangista al cabal demócrata sin democracia, del propagandista vehemente al poeta de intimidad casi enfermiza, hay ridruejos para todos los gustos. Yo me quedo con el perfil de hombre frágil y honesto que dibujaba hace unos años Jordi Gracia en una biografía conscientemente parcial, aduladora y, a pesar de todo, deliciosa:

Un iluso tan saturado de razón y fe en su juventud fascista que hubo de aprender a perder ambas para ya no llegar nunca a sentirse dueño absoluto de nada, ni de ilusión fogosa alguna, y hacerse sin más enemigo de la mitología pueril de cualquier final feliz.

Qué tiene que ver, diréis, Ridruejo con Europa. Para ser un español educado en el franquismo, un intelectual público primero de la dictadura y luego del exilio interior, Ridruejo fue un lúcido comentarista –sobre todo en sus últimos años de vida– de la cosa europea. Participó destacadamente en el Congreso del Movimiento europeo en Múnich –para el franquismo, contubernio–, pero hubo bastante más.

Parte de ese bastante más lo leí este verano en un librito titulado Entre literatura y política, editado por Hora H en 1973, dos años antes de la muerte del propio Ridruejo. Digo librito porque se compone de artículos sueltos, aparentemente sin enjundia, con los que el autor confiaba en redimirse de pasadas y fallidas publicaciones, envueltas todas en un maléfico «silencio de consigna», manera sutil de referirse a la censura, que también a él le rondaba.

Los riesgos de idealizar Europa

Dos de esos artículos tratan Europa y de los peligros que le acechan. Ambos lo hacen en el mismo tono preocupado. Ridruejo escribe, y yo que soy un antiguo es algo que agradezco, con un estilo severo, con su poco de old-fashioned castellano y su otro poco de punzante melancolía, que no le abandona ni cuando se encara con sus meditadísimas reflexiones liberales.

Para Ridruejo, los europeos de los años setenta corrían el riesgo de «idealizar» Europa. De, según sus palabras, «llegarse a creer que, al trascenderse las naciones a un ámbito superior, se habrán resuelto sus conflictos internos». Al tiempo que alertaba de esta estetización política, de la que muchos hoy siguen sin darse cuenta, el autor de Diario de una tregua hacía una defensa cerrada Estado nación como «el único instrumento con que cuentan los humildes para reducir a los poderosos».

Ridruejo, que era lo que lo que hoy llamaríamos un europeo-crítico-con-la-deriva-de-la-Europa-realmente-existente, era ya consciente de que un continente unido solo por su economía siempre estaría huérfano de algo. «Una Europa reducida al aparato de su integración económica puede responder al para qué de su subsistencia, pero no responderá a un para qué histórico de mayor alcance».

Por opinones como estas, por haber nacido en una España cainita y por haber soportado con estoicismo el pecado original del franquismo, no hay ni rastro del nombre de Ridruejo en Bruselas. Ningún edificio oficial lleva su nombre (no es un Altiero Spinelli, qué más hubiera querido). Fue un observador lúcido, pero a quien ya nadie cita en ningún debate. Hacemos mal. Nuestro «elaborado escepticismo», que para él era un logro puramente europeo, le debe mucho.

FOTO: Fundación Banco Santander

El segundo rapto de Europa

(Una confesión modestamente audaz: no soy un experto en Europa. Tampoco formo parte de ningún think tank ni estoy a sueldo de grupos de presión, instituciones internacionales o asociaciones de víctimas. Me gustaría poder presentarme como espectador comprometido, a la manera de los muy europeos Albert Camus y Raymond Aron, pero ese es un privilegio que te otorgan siempre los demás, y nunca antes de cumplir 47 años.)

Los europeos somos moralistas y descreídos. Moralistas hacia afuera y descreídos hacia dentro. Nos juzgamos con una severidad impropia de otras civilizaciones (quizá por haber sido los inventores, como recuerda a menudo John Luckacs, de esa mosca cojonera que se conoce como conciencia histórica). Nuestro deporte preferido –fútbol aparte– consiste en indagar día sí y día también sobre la naturaleza brumosa de nuestra incómoda identidad común.

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Montañas de papel a la entrada de la sala de prensa del PE de Bruselas. (N. S)

Tantas preguntas (demasiado a menudo sin respuesta) sobre nosotros mismos, algo a priori inteligente y que revela madurez como pueblo, nos ha conducido a una delicada situación. Europa –y su criatura política, la UE– se han convertido en una corte bizantina, en una profesión (procesión) para (de) especialistas. Algo así como un interminable documento PDF ahíto de tecnicismos, metáforas gastadas y de acceso muy, muy restringido.

Europa ha pasado tantas décadas dormitando en el pesebre de sus propias discusiones ontológicas –la prosperidad y la seguridad parecían a salvo– que ha descuidado una parte importante de la ecuación: sus ciudadanos. Hoy, cuando la historia –es decir, el conflicto– ha regresado al continente, los mitos fundacionales de la Europa moderna parecen frágiles castillos en el aire, inocuidades de privilegiados con demasiado tiempo libre para mirarse en el espejo.

Del confortable qué somos hemos pasado, en muy poco tiempo, al urgente y leninista qué hacemos. Qué hacemos para devolver la confianza a unos ciudadanos desafectos que cada vez sienten menos Europa; qué hacemos para recuperar la solidaridad entre Estados que se ha resquebrajado; qué hacemos para sustituir a una élite que en su momento impulsó la idea de un estados unidos europeo y que ahora languidece.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Mural que representa el mito del Rapto de Europa, situado en la última planta del PE de Bruselas.

Escribir sobre Europa se ha convertido en un vicio circular, casi onanista. Hay pocos textos sobre el continente que no contengan su buen puñado de clichés europeístas (o euroescépticos). Desde un desganado ensayito de Habermas, el intocable, a un pomposo documento del Comité de Sabios, cualquier reflexión está aquejada de los mismos lugares comunes: superficialidad intelectual, inmovilismo institucional y artificiosidad académica. Es el peligro de escribir sobre Europa: uno se siente cómodo no llegando a ningún sitio.

No me engaño ni os engaño: indefectiblemente, cometeré Europa. Caeré alguna vez –espero que pocas– en los defectos arriba mencionados. Seré superficial y banal, en ocasiones; previsible y burocrático, en otras. Seré, ay, un europeo como los que no querría que volvieran a existir jamás.

Ahora mismo, quizá como vosotros que habéis decidido leer esto porque también os importa algo Europa, estoy hecho un lío. La diferencia es que a mí me han ofrecido la oportunidad de escribir sobre mi lío, y de paso sobre el de mis contemporáneos. Me refugio en el dios Montaigne para no emborronarme más: «¿Para qué huir de la servidumbre de la corte si la arrastramos hasta nuestra propia guarida?».