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El Grand Tour, el erasmus de los aristócratas

De aquella exposición sobre los tesoros artísticos del Westmorland solo recuedo la sensación de estar muriéndome de sueño y un primoroso (aunque fugaz en mi mente) grabado romano de Piranesi. Fue en 2002, en un museo de Murcia, cuando volvía de haber visitado Cartagena con la clase del ilustre profesor José María Luzón. Me acompañaba un amigo que recordará todavía menos que yo. Si recuerda.

El Westmorland fue uno de los navíos que transportaba de vuelta a Inglaterra las reliquias, obras de arte y enseres de todo tipo reunidos durante el Grand Tour, un protoerasmus del que gozaron los hijos (solo varones) de la aristocracia europea (inglesa, pero también alemana u holandesa) desde el siglo XVII. Una aventura iniciática, un rito de paso —que podía durar años— en el que jóvenes adinerados completaban su formación intelectual, artística y lingüística.

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

Un óleo de de 1757 Giovanni Paolo Panini en el que se recopilan los tesoros de la antigua Roma (The Metropolitan Museum of Art).

El Westmorland, al contrario que muchos otros buques que sí llegaron a su destino, acabó en un puerto español tras ser asaltado por barcos franceses en 1779. Allí, su valioso contenido fue vendido y se diseminó por España. Aquella exposición de la que os hablaba al comienzo fue el resultado de varios años de investigaciones sobre el patrimonio que albergaba su bodega, y que iba desde cuadros de Mengs a chimeneas.

El Grand Tour está considerado hoy como el origen del turismo moderno. Y en parte es así. Lo más parecido a los paquetes de viajes organizados de nuestros días, pero que en vez de tener como objetivo grupos de jubilados o solteros, eran aprovechados por unos pocos (los que podían pagar la complicada logística: desde cocineros a maletones con libros) para cultivar su espíritu y vivir aventuras civilizadas alejados de la sombra paterna.

Pero el Grand Tour, dejando de lado aquello que lo hacía prohibitivo e impensable para el 99% de los europeos de la época, albergaba una naturaleza profunda que hoy denominaríamos cosmopolita. El reconocimiento de las aportaciones culturales de otros territorios (en un periodo de guerras casi continuas entre los Estados) o la curiosidad por aquello que ahora resulta obvio, pero entonces lo era menos: el pasado compartido del continente.

Algunos de los que hicieron el Gran Tour fueron luego reconocidos hombres de letras, como Goethe o Stendhal, y sus libros son para nosotros patrimonio cultural de todos los europeos sin distinciones. Su aprendizaje sentimental, cultural y civilizatorio debe bastante, además de a su genio personal, a aquellas pintorescas y privilegiadas expediciones.

PD: Me ha sorprendido, no lo conocía, que algunas universidades privadas, como la Antonio de Nebrija, ofrecen la posibilidad —imagino que a los estudiantes que puedan pagárselo, no parece que den becas— de realizar un Grand Tour, de seis meses, un año o de un verano. Quién pudiera.

Erasmus no existe, son (algunos) padres

Erasmus es un rito de paso europeo refinado y paternofilial. El estadio favorable de un continente bañado por la paz. Antes los padres destinaban a sus muchos hijos a combatir en el Milanesado, ahora (cada vez con más esfuerzo) les pagan el avión para que hagan su vida en un campus universitario. Se llama proceso de civilización, y sería injusto añorar otra cosa.

Las autoridades se deberían encargar de apoyar esta emancipación temporal por la vía burocráticamente menos engorrosa y económicamente más generosa. Nada más, pero tampoco menos. Hasta ahora lo han hecho así, y los padres y los hijos de eso que se denominaba con alegría clase media han podido disfrutar —guardando un poquito de aquí y sacando otro poquito de allá— de los beneficios de la democratización del Grand Tour.

erasmusssss

Quien no ha estado alguna vez de Erasmus conoce a alguien que sí lo estuvo, y esto hace complicado reflexionar sin abandonarse a la engañosa evidencia de la experiencia propia. La sobreabundancia de ejemplos también explica que la muy indecente supresión de esta ayuda suscite un rechazo tan universal —cuesta imaginarse titulares a cinco columnas alertando de los recortes en becas de más enjundia académica, como la Ramón y Cajal— seguido de veloces rectificaciones  gatopardianas.

Yo no fui erasmus, pero muchos buenos amigos míos sí (otros tuvieron que resignarse al sedentarismo: sus familias no podían permitírselo). Como debe ser, todos vinieron encantados. Con un idioma nuevo bajo un brazo y con tanto recorrido vital bajo el otro como para escribirse de un tirón un par de bildungsroman.

Los lugares comunes son también a veces —pocas veces— lugares de sentido común: Erasmus ha ayudado a construir Europa, y además ha servido para que los jóvenes se trabajen una biografía íntima (no cambiamos el mundo, pero nos cambiamos a nosotros mismos, que dicen los mejores supervivientes sesentayochistas).

La prensa se ha llenado estos días de relatos en primera persona. Los he analizado como si fueran comentarios de texto. Afortunadamente, no hay rastro en ellos del pringoso mito erasmus. Hay, sí, inteligentes lecciones sobre cómo superar el provincianismo futbolero y aceptar la diversidad cultural. Erasmus es, sobre todo, una conversación. Y no debe ser interrumpida.