Europa inquieta Europa inquieta

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Giorgio Napolitano, el presidente de la república que todos querríamos

Asegura Beppe Grillo, el estrafalario líder del no menos estrafalario Movimiento Cinco Estrellas, que no lamenta la dimisión del casi nonagenario Giorgio Napolitano como presidente —el «peor de la historia», ha dicho— de Italia. Será que él, en su simiesca visión de la política, podría hacerlo mejor. La suya ha sido casi la única nota discordante en una despedida de la vida pública trufada de elogios hacia el cansado excomunista. Tanto en su país como en Europa, Napolitano ha recibido el respaldo que su trayectoria posibilista y responsable merecía.

Napolitano, reflexivo, en 2013. (EFE).

Napolitano, reflexivo, en 2013. (EFE).

A Napolitano, como a cualesquier político de pasado comunista, pueden echársele en cara muchos momentos y alianzas. No va por ahí, y creo que hace bien, Antonio Elorza en su artículo de despedida. Más bien al contrario, se deshace en loas hacia quien «quiso cambiar el mundo desde la democracia». Un papel como el ejercido durante estos años de crisis por Napolitano, y en Italia, es algo así como ascender por la cara sur al K-2 sin oxígeno y en invierno. Un reto casi imposible. Que en tiempos tan convulsos Napolitano haya logrado ser el único presidente reelegido para un segundo mandato dice mucho de su virtuosismo para lograr consensos, atenuar envidias y aplacar egos.

Los elogios a Napolitano suenan, eso sí es verdad, a elogios fúnebres. No hacia un ser humano, que pese a sus achaques sigue aún vivo, sino hacia una era periclitada. Él, como cabeza sensata de lo que se vino a llamar mejorismo, supo defender la necesidad del reformismo socialdemócrata dentro del PCI más allá del ya de por sí valiente eurocomunismo. Su europeísmo, que todos ahora destacan, no siempre fue sencillo, ni como europarlamentario ni como defensor en Europa de los bandazos de una política interna imprevisible.

Siete décadas en la arena, a veces fango, de la política dan para cometer muchos errores. Y habría que sospechar de quien, tras tanto tiempo habitando las antesalas del poder, no los hubiera cometido. Napolitano, con su merecida fama de intelectual de corte gramsciano amante de la cultura, ha logrado a pesar de todo vadear con honor las sentinas más abyectas, las de la corrupción institucional, la connivencia mafiosa y, a última hora, el populismo berlusconiano y beppegrilliano. Presidentes de la República así quisiéramos todos para nuestro país.

Reflexiones históricas (e historiográficas) sobre la caída del Muro de Berlín

Le pedí de nuevo ayuda a la profesora Montserrat Huguet para un artículo pausado sobre la dimensión política e histórica de la caída del Muro de Berlín. El reportaje lo he escrito para el periódico y completa un magnífico especial, empeño feliz de mi compañero Alejandro Herrera, que se publica el viernes que viene. Utilicé las respuestas de Montserrat para perfilar algunos argumentos que por mí mismo no hubiera sabido plasmar con esa brillantez. No me parecía justo, eso sí, dejar el grueso de sus reflexiones en la bandeja de entrada. Espero que os guste este aperitivo del aniversario que viene.

Pregunta: ¿Sigue hoy interpretándose el derribo del Muro de Berlín como un parteluz entre dos periodos diferentes de la historia contemporánea? ¿Por qué sí o por qué no?

Respuesta: Sí, en la mayoría de los textos de Historia del Mundo Actual o de Historia Reciente, la caída del Muro de Berlín sigue siendo un antes y un después por lo que se refiere a las ‘épocas de la Historia Contemporánea. Resulta hasta cierto punto sencillo utilizar una fecha universalmente reconocible, 1989, para señalar un cambio de ‘época. No obstante, al entrar en el discurso sobre la historia del siglo XX e ir viendo la naturaleza de las transformaciones de las sociedades contemporáneas en el ‘último tercio, los historiadores matizan siempre esta fecha, apuntando que la transición social en Occidente corresponde a una década antes, al igual que por ejemplo los cambios tecnológicos que preludian nuestro tiempo. De manera que 1989 puede ser una fecha de referencia para mostrar el punto y final de un tipo de relaciones internacionales marcada por la existencia de dos sistemas enfrentados, el occidental y el comunista, pero no sirve para explicar los procesos de evolución interna en los flancos atlánticos, la evolución de las relaciones entre las antiguas metrópolis y antiguas colonias, ahora potencias emergentes, o los procesos de mundialización, que son previos a 1989 y que hicieron también su trabajo en la caída del muro.

muro

P: 2. ¿Cómo se interpretó la caída del Muro entonces y cómo se reinterpreta hoy a la luz de los nuevos archivos y las nuevas corrientes historiográficas?

R: La Caída del Muro fue interpretada como la Victoria de Occidente o, si se prefiere, como la derrota del experimento comunista. Matices al margen, el liberalismo interpretó 1989 como el fracaso de un experimento que algunos se habían empeñado en llevar adelante y otros, incluida la historia propagandística, en ensalzar. Desde este punto de vista se trataba de la justicia llevada a término, en cuanto con el fin del comunismo casaba el sufrimiento de décadas de opresión, control y hasta terror de millones de personas al otro lado del Telón de Acero. Para los historiadores en general, también aquellos de influencia marxista, solo cabía explicarse razonadamente el porqué de la caída del Comunismo. Algunos hallaron respuestas en las disfunciones internas del sistema y otros optaron por ver en la presión del capitalismo mundializado una especie de tenaza que acabó rompiendo la pieza comunista. Desde luego, a la luz de las nuevas fuentes, archivos documentales, grabaciones y fotografías, etc… ya muchas de ellas accesibles, sobre todo en Alemania, y que permiten a los historiadores ver el Comunismo desde dentro, se puede decir que la Historia del Comunismo y de la Caída del Muro, sobre las que ya se han escrito muchas obras importante, está por rehacer. Desde las historiografías de la postmodernidad pueden añadirse enfoques renovados como los de la Historia Cultural, que seguramente pueden dar resultados excelentes.

P: 3. ¿Políticamente, cómo ha transformado, si lo ha hecho, a la democracia liberal el fin de la ilusión comunista?

R: Durante los años noventa el así llamado fin de la utopía comunista o modelo comunista a secas fue un argumento muy utilizado por los más activos defensores de las virtudes globales del liberalismo, y no solo de la democracia liberal, sino del Sistema del Capitalismo liberal en su forma más moderna, el Neoliberalismo. La omnipresencia de un modelo ‘único, el Capitalista, expresaba a juicio de sus defensores el ‘éxito pleno y definitivo del modelo liberal y del Capital. El Comunismo, en sus diversos modelos nacionales, se mantenía activo sin embargo en países como Cuba, China o Corea del Norte, y los partidos políticos de raíz comunista no desaparecían pese al escaso voto en las urnas. El nacimiento de terceras vías o de movimientos sociales que pretendían denunciar o acabar con los males de los excesos del Capital, fueron opciones recurrentes en la vida pública de todos los países de democracia liberal durante las dos décadas pasadas. De la ilusión comunista apenas parecían quedar resquicios, pero los movimientos sociales de izquierdas y, en algunos países la irrupción de fuerzas populistas de orientación comunista o populista, véase el caso de Venezuela o Bolivia, sugerían que, de una manera u otra, se iba a seguir dando la crítica al modelo de la Democracia Liberal.

P: 4. ¿Fue la caída del Muro el ‘evenement’ por excelencia del siglo? ¿Un hecho de tal magnitud e intensidad que obligó a recuperar el concepto de ‘acontecimiento’ entre los historiadores?

R: Sin duda, la Caída del Muro, no por más deseada fue menos impredecible y sorpresiva. Desde luego, cuando se produjo impacto en la mentalidad de quienes miraban al Este acostumbrados a la existencia del así llamado Mundo Comunista. En los primeros años recibió la condición de Hito, que en historia significa el punto de referencia en el tiempo en torno al que miramos, ordenamos e interpretamos los acontecimientos. La Caída del Muro fue un hito tan relevante para la generación que no había vivido la II Guerra Mundial, como para la generación que había protagonizado los acontecimientos de la Guerra lo fue el día en que se puso fin a la misma, aunque ello fuse sinónimo de que la Guerra había terminado en todos los escenarios a la vez. Pero, como suele suceder, a 1989 le saldría un serio competidor, 2001, y el 11S, cuyos efectos a escala mundial tuvieron un rango parangonable en el sentido de cambiar las estrategias del sistema internacional, resucitando los temores al enemigo y hacienda que se desplegasen las estrategias defensivas del nuevo milenio. Teniendo en cuenta que la generación más joven en buena parte del mundo desconoce siquiera la existencia del Comunismo en la historia del siglo XX, y de conocerla tiene ella unos referentes excesivamente vagos, la caída del Muro pierde cada vez más fuerza en su condición de hito.

IMAGEN: Postdamer Platz, en noviembre de 1989 (igrid Marotz)

El cataclismo oriental: Anne Applebaum y el desconocimiento de la Europa del Este

Esta pseudoguerra fría, con acierto definida por Borja Lasheras, a la que estamos asistiendo un poco estupefactos me vale de excusa para hablaros del libro que me acabo de terminar, y que por infeliz casualidad se titula La destrucción de Europa del Este (1944-1956). Su autora, Anne Applebaum, periodista, historiadora y una gran conocedora de Rusia y de la Europa oriental, ha realizado durante seis años un ingente trabajo de documentación (archivístico y de historia oral) para alumbrar una obra excepcional y necesaria.

Anne Applebaum (A. A)

Anne Applebaum (A. A)

Excepcional por el nivel de detalle ofrecido, que sin perder la visión de conjunto del trauma que supuso la ocupación del Ejército Rojo tras la caída del nazismo, consigue captar la esencia de la vida y la resistencia en las sociedades totalitarias. Y necesario porque, aunque ella no lo diga expresamente, la historia de los países del Este es –a pesar de los esfuerzos de los historiadores por comprenderla y soldarla a la del Oeste– es una terra incognita a nivel popular.

Hay todavía una evidente incomprensión, que quizá sea mutua, entre los ciudadanos de uno y otro lado de Europa, y la raíz de esa incomprensión está en los 50 años que vivieron separados. Una Europa unida pasa, en parte, por la integración coherente, sincera y verídica de esos pasados tan diferentes. Asumiendo la parte de culpa que los países de occidente tuvieron al dejar al albur de los designios de la URSS media Europa y reconciliándonos con quien hoy, más incluso que nosotros, quieren por encima de todo (y a pesar de todo) ser europeos.

El libro de Applebaum comienza con una defensa del uso del término ‘totalitarismo’ como una herramienta de descripción empírica útil. La autora es más precisa al comienzo de la obra: «Intenté llegar a entender el verdadero totalitarismo –no es totalitarismo en teoría, sino en la práctica– y el modo en que determinó la vida de millones de europeos durante el siglo XX». Con esa premisa Applebaum comienza la inmersión en la historia peculiar de ocho países –Polonia, Hungría, Checoslovaquia, Rumanía, Bulgaria, Yugoslavia y Alemania del Este– desde el «falso amanecer» de la liberación soviética, la limpieza étnica, la política, la violencia y la propaganda hasta las diferentes maneras de (sobre)vivir o dejar de hacerlo en los países ocupados.

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

Cabeza de Stalin derribada durante la revolución húngara de 1956. (The American Hungarian Federation)

La ocupación del Este por la URSS fue un terremoto a muchos niveles: la planificación socialista de las ciudades, el estado policial, la prohibición de la música occidental o el cercenamiento de las organizaciones juveniles y religiosas que existían antes de la guerra, y que en gran parte había luchado antes contra la ocupación nazi. Fue un experimento social y económico que pasó por diferentes fases (la ocupación en sí, el momento estalinista y el tenue deshielo posterior) y que, según Applebaum, «demuestra lo frágil que puede llegar a ser la civilización».

No quiero aburriros con nombres propios de unos y otros (una de las bondades del libro es el acercamiento microscópico a las biografías), pero sí hablaros de dos elecciones vitales en sociedades ocupadas, y que podrían aplicarse –salvando las distancias– a otros contextos: la de los «colaboradores renuentes» y la de los «oponentes pasivos». Los primeros fueron aquellos que no cambiaron nada del sistema en el que vivieron y que tampoco «se sintieron responsables de los actos más brutales» del mismo. Los segundos fueron más valientes, pues no hicieron nada voluntariamente por el sistema y conservaron sus creencias, religiosas o democráticas, en contra de lo dictado por el Estado.

Por último, una reflexión que engarza con el presente. Dice Applebaum al final del libro que «los estados poscomunistas a los que les fue mejor son aquellos que consiguieron preservar algunos elementos de la sociedad civil durante el periodo comunista». No soy un especialista en Ucrania, pero quizá vayan por ahí los tiros de la historia reciente del país.

Lou Reed, Václav Havel y la caída del comunismo en los países del Este de Europa

Primero murió el político, en 2011; dos años después lo ha hecho el músico. Entre el dramaturgo disidente de los regímenes del Este y el sultán de la vanguardia cultural neoyorkina hubo una anécdota que merece ser salvada del olvido.

En 1990, Václav Havel  viajó a EE UU. Acaba de ser elegido presidente de Checoslovaquia. El mundo entero estaba pendiente de él y de este pequeño país europeo que dejaba atrás el comunismo de forma incruenta tras décadas de cárceles y exilios. Allí, en el corazón del imperio, se reunió con mucha gente importante, entre ellos el idolatrado Lou Reed. Al parecer, y como recoge el libro Enclycopedia of the Cold War, Havel le soltó al músico: «¿Sabes que soy presidente gracias a ti?».

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La feliz conversación tiene una intrahistoria que desconocía (la descubrí gracias a un reciente artículo publicado en Slate). Havel había bajado a mediados de la década de los sesenta del siglo XX a EE UU. De allí se trajo una grabación de la Velvet Underground —hay dudas si fue o no el White Light/White Heat— que pronto se convirtió en una seña de identidad entre el círculo de los jóvenes (y no tan jóvenes, ahí estaba el venerado filósofo Jan Patocka, hasta que lo mataron) disidentes.

El fervor iniciático con el que se escucha la música de la Velvet —impía más por venir del lado occidental que por sus letras, bastante ininteligibles— llegó a oídos de los jerarcas de la dictadura prosoviética, y algunos de los músicos checos que versionaban sus canciones en conciertos clandestinos fueron detenidos y torturados por el siempre eficiente aparato represor del comunismo.

La oposición interna se organizó. Poco después vendría el manifiesto ‘Carta 77’, la (verdadera) primavera y, tras todo eso, los duros años de cárcel para los defensores del poder de los sin poder, entre ellos el propio Havel, un referente ético e intelectual que pasó varios años entre rejas escribiendo cartas a Olga y sin llegar siquiera a imaginarse que algún día sería presidente.

Que la música es un vehículo que canaliza el descontento social es solo una verdad a medias. No siempre se ha cumplido esta premisa. En el siglo XX la música sirvió tanto para movilizar a las minorías como para desmovilizar a las masas. En Checoslovaquia ocurrió lo primero, y el rock gozó de un maridaje fructífero con la política de base (todo lo que os he contado me recuerda el argumento de aquella obra de Tom Stoppard que recrea el efervescente mundillo cultural de los disidentes checos). Una simbiosis que fue menos habitual de lo que se cree a este lado del telón de acero. Porque aquí, como leí en algún sitio que ahora no recuerdo, la música protestaba por nosotros.

 

La UE no debería sancionar el negacionismo

Negar los crímenes del Holocausto es delito en países como Alemania y Francia. Lo es desde hace años, después de intensos debates en los que participaron juristas, historiadores y víctimas. El tema es apasionante, y para tratarlo con la densidad que merece es necesario manejar con precisión conceptos como verdad jurídica, verdad histórica, derecho de las víctimas al reconocimiento, culpa colectiva y memoria institucionalizada.

Una Decisión Marco de la UE insta —desde el año 2008— a homogeneizar la legislación de los Estados miembros en la lucha contra el racismo y la xenofobia. Una normativa, a la que por cierto España hace evidentes esfuerzos por adaptarse, que obliga a sancionar la «apología pública, la negación o trivialización flagrante» de «crímenes de genocidio», pero sin hacer referencias concretas al Holocausto judío ni a otros episodios igualmente genocidas del siglo XX, como los de Sebrenica o Ruanda.

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Los jefes del campo de de Auschwitz, tomando un refrigerio (Museo del Holocasuto )

Viviane Reding, comisaria de Justicia, se refirió hace pocas semanas a este asunto. Fue por escrito y a propósito de un homenaje a la División Azul que había tenido lugar en mayo en un cuartel de la Guardia Civil de Barcelona. En una carta de respuesta a varios eurodiputados españoles, Reding aseguró que «la exculpación, negación o trivialización pública de los crímenes nazis deben ser sancionables penalmente». Además, la comisaria recordó que, a partir de 2014, la Comisión Europea (CE) podrá iniciar procedimientos de infracción contra los Estados que no condenen estos actos, algo que hoy todavía no puede hacer.

Al margen de la cuestión técnica de cómo ejecutar las sanciones, elevar el negacionismo a delito europeo implica hacer frente a obstáculos espinosos que deben ser recordados. El primero es que, pese a los intentos institucionales por dotar al continente de una memoria histórica compartida, no todos los Estados miembros tienen la misma relación con su pasado totalitario. Hay países donde solo hubo víctimas; otros en los que hubo víctimas y verdugos (y una compleja imbricación entre ellos que aún es objeto de estudio) y unos pocos más fueron esencialmente fabricantes de ejecutores.

El segundo tiene que ver con la naturaleza política y geográfica de la ideología totalitaria. En 2010, un grupo de países del Este europeo solicitó a la CE que incluyera los crímenes perpetrados por el comunismo bajo el mismo paraguas penal que los cometidos por los nazis. La propuesta fue rechazada, si bien la argumentación de los solicitantes era, en esencia, la misma de aquellos que pedían legislar sobre el nazismo: evitar el resurgimiento de las ideas totalitarias. Sobre este punto en concreto pienso que pesó más la habitual displicencia con la que la Europa occidental trata a la oriental que la débil empatía que históricamente suscitaron los crímenes comunistas entre las potencias del oeste.

Esta bienintencionada obsesión por legislar sobre el pasado —una cosa es hacer apología y otra distinta negar o trivializar— es profundamente peligrosa, y no solo para el oficio de historiador (aquí están la razones liberales de Timothy Garton Ash, que suscribo). Tras el recurso al Código Penal está la vana pedagogia y, justo detrás, la tentación de convertir —como escribió Tony Judt en Sobre el olvidado siglo XX— la historia europea en una especie de palacio de la memoria moral. La europea es una sociedad madura que, aunque tiene que resolver aún bastantes cuitas pendientes con su pasado, sabe distinguir la mentira de la verdad histórica. O debería.

En el caso de que se introdujera finalmente esta tipología delictiva, qué sucederá en países como España: ¿Se impondrán penas de cárcel para quien niegue el Holocausto que, a fin de cuentas, no aconteció en su territorio y para el que no existe una tradición negacionista asentada? ¿Será posible trivializar, de forma impune, los crímenes del franquismo o estos también estarían incluidos dentro de las exigencias de Europa?