Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Art déco: la penúltima pretensión europea

El art déco –clasicismo reinventado, lujo urbano, exotismo africano, mobiliario onírico, cartelería imposible– vino a hacer el trabajo sucio de la modernidad. Su esplendor y muerte coincide con el esplendor y muerte de Europa, en concreto de Francia, más en concreto de París, como sujeto regente del siglo XX.

Viene esto a cuento porque tenéis toda la primavera para visitar, en la sede de la Fundación Juan March de Madrid, la exposición sobre este estilo artístico injustamente considerado menor –navegó a medio camino entre la vanguardia y el clasicismo– pero europeísimo hasta la médula, tanto por sus pretensiones como por sus contradicciones.

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié - Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié – Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Denostado por superficial y poco comprometido (en una época en la que el compromiso fue la etiqueta de rigor del arte serio: estamos en los años 20 y 30), el art déco se parece más a nosotros mismos (me viene a la cabeza la parodia que hizo George Perec en Las cosas) que todos aquellos manifiestos chulescos y atribulados de la vanguardia que se siguen estudiando en el colegio con anacrónica obstinación.

Volver al art déco es, quizá, un ejercicio de nostalgia, pero también de aprendizaje cultural. Nuestras ciudades, Madrid en concreto, están repletas de sutiles ejemplos de art déco que nos pasan desapercibidos (este delicado blog da cuenta de ellos). Además, mucho de lo que hoy se regurgita como moderno, es en el fondo una vil copia de los objetos diseñados por los ensembliers para la burguesía consumista, aquella que aspiraba a un refinamiento extravagante, hoy diríamos cool.

En la muestra de la March, excelente como todas las suyas, encontraréis desde biombos lacados a la japonesa a una chaise-longe de Le Corbusier (quien, a regañadientes, también se unió a la moda); bellísimas cubiertas de libros y bólidos relucientes, como recién encerados; bocetos de salones funcionales y refinados tocadores de señora con volutas de fantasía. Aunque lo más importante no son los objetos en sí, sino la mirada que posamos sobre ellos: lo que ese intercambio nos dicen de la Europa de entreguerras y de sus ruinas modernas que aún habitan en nosotros.

PS: Si queréis más información sobre la exposición, aquí tenéis la reseña que mis compañeros de la estupenda sección Artrend publicaron hace unos días en el periódico.

Giacometti y la fragilidad europea

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la expo.

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la muestra.

Giacometti ejerció su arte de vanguardia, desde su mítico y casi místico taller, en la Europa de entreguerras y, sobre todo, en la Europa de después de la caída del nazismo. Sus esculturas conservan cierto espíritu arcaico, y me recuerdan a aquellos divertidos exvotos de las civilizaciones antiguas; sus bocetos a lápiz o a bolígrafo son, por su parte, nerviosos y minimalistas, y aspiran a envolver su mirada triste y perpleja del mundo.

He aparcado, como véis, el círculo de tiza podemístico, que ya empieza a cansar(me). El fin de semana visité —os animo a que lo hagáis, permanecerá hasta el 31 de mayo en Madrid— la exposición sobre Alberto Giacometti que alberga la Fundación Canal. Giacometti, ya sabéis, es el autor de esas figuras alargadas, de una rara fragilidad que las convierte paradójicamente en sólidas. Un clásico.

Si se quiere ver así, su obra es ejemplo de cómo el arte del siglo XX europeo reflejó la desolación de la guerra, la pequeñez del hombre y las tribulaciones del individuo en soledad. Puro patrimonio nuestro. Tan inestables. En la muestra de Canal no están sus esculturas más famosas ni cotizadas, pero sí un selecto puñado de aproximaciones a sus íntimos temas predilectos y alguna pequeña y leve maravilla, como podéis ver en la foto que malamente tomé.

Es curioso, el día que fui a la exposición vi mucha gente y muy interesada en Giacometti y su melancólico magnetismo. Hasta vi a lo que supuse que era un estudiante de Bellas Artes copiando a boli, en una libreta, algunos de los bocetos del suizo. A pesar de su aparente y desganada sencillez, no parece fácil llegar a imitarle.

 

La Comisión Europea, juez y parte en las naves del Matadero de Madrid

En una de las salas del Matadero de Madrid se expuso este verano un conjunto de obras de artistas contemporáneos, la mayoría nacidos en la década de los setenta, que reflexionaban en torno a la primera crisis europea del siglo XXI.

No fui solo a ver la exposición, me acompañó mi padre. Él, por supuesto, no entendió nada, pero confiaba en que yo –quizá porque llevo gafas– le descifrara el significado alegórico de alguna de las instalaciones artísticas: un vídeo de tres minutos en el que unos lobos devoran una bandera (de Italia), un mapa antiguo de Europa tejido con hilos de coser multicolores, otro vídeo más donde unos tipos vacían –simbólicamente, por supuesto– sus mandíbulas en tarros de cristal vacíos…

Exposición-Matadero

No soy crítico de arte, por lo que no juzgo el valor artístico de las obras (la exposición ya acabó, pero curioseando en la web podéis todavía haceros una idea de lo que fue). Que provocaban desazón y hastío era evidente (la innecesaria oscuridad de la nave ayudaba mucho). Otra cosa distinta es que lo provocasen por las razones últimas que pretendían los artistas. Y una tercera cosa, todavía más complicada, es que motivaran una crítica y reflexión coherentes sobre los problemas «extremadamente complejos de la Europa actual», como se aseguraba alegremente en el catálogo de la exposición.

Es ahí precisamente, echando un vistazo al catálogo, donde comienza la crítica política. Empezando por el prólogo de Ana Botella, alcaldesa de Madrid, que habla de «acercar los valores europeos [¿cuáles?] a los madrileños» y terminando por las reflexiones de la comisaria de la exposición, Susanne Hinrichs, sobre lo imprescindible de reforzar la «unión interna» para «construir un ente [sería muy complicado ser menos preciso] con el que puedan identificarse los ciudadanos europeos, a pesar de todas las diferencias».

Pero hay algo más que vana palabrería. La exposición estaba patrocinada –es decir, financiada– por la Embajada de Alemania, la Embajada de Francia, la Fundación Goethe, el Instituto Cultural Rumano y… la Comisión Europea. La pregunta es obvia: ¿Se puede hacer una crítica verdaderamente mordaz, radical, profunda, cuando el mecenas es juez y parte de lo que se quiere denunciar?

Sinceramente, creo que no. Por debajo de la aparente, por simbólica, crítica al sistema, al euro, a las fronteras y al «parque temático» de la identidad (representado, se me escapa la razón, con varios hoyos de minigolf), no había absolutamente nada. Ninguno de los artistas se encaraba con las amenazas verdaderamente peligrosas, como que la falta de solidaridad, las políticas erradas y la pobreza pueden acabar con una Europa en exceso complaciente. Ninguno ironizaba sobre la silente burocracia y la morosa toma de decisiones. Ninguno ponía en duda la complaciente memoria institucionalizada sobre el pasado del continente…

Salí de la exposición con el mismo regusto amargo de cuando leo o participo en debates sobre la UE: un clima de complaciente omertà sobre lo políticamente incorrecto lo invade todo. Mi sensación, una vez más, es que Europa, sus instituciones, sus dirigentes, solo permiten y fomentan las críticas benévolas que digieren con comodidad. Pues buen provecho.

IMAGEN: Jars Jaws, 2010 (Adi Matei)