Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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Europa: esa vieja casa con fantasmas

El porcelánico acuerdo para un tercer rescate a Grecia ha minado de dudas el horizonte. Nunca antes, ni siquiera durante los cinco años de crisis en los que la zona euro caminó sobre el abismo, la sensación de fracaso, la decepción y la desesperanza fueron mayores. Un fantasma recorre Europa, y esta vez no se trata de una ideología, sino de un estado de ánimo.

La frustración es la nueva y única patria común de los europeos. La bandera de todos que nadie, por vergüenza, se atreve a ondear. Un sentimiento general de abatimiento recorre las salas de prensa, los periódicos, las fruterías y los timelines. Esta espiral pesimista (¿en qué lugar del mundo salvo Europa un rescate no provoca euforia sino temores, desasosiego y tristeza?) tiene un nombre: decadencia.

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

Juncker y Merkel, en una reciente reunión. (EFE)

El desenlace agónico de la crisis (¿habrá más actos o habrá sido el último?, se viena a preguntar el infatigable Suanzes en una de sus extraordinarias crónicas) ha fracturado los huesos de un esqueleto ya endeble e inarmónico. Solo un proyecto en fase terminal es capaz de ofrecer niveles de absurdo tan elevados. Estados contra estados, ministros contra ministros y, mientras, una soberanía común que se deshilacha, una ilusión que retrocede varias décadas (la referencia escrita a un ‘Grexit temporal’ será desde ahora una mácula difícil de borrar).

El espectáculo bufonesco de políticos alardeando de que el acuerdo refuerza a Europa cuando la realidad es que en el último mes Europa -con su abstrusa y a la vez ineficaz forma de resolver problemas- ha perdido el remanente de credibilidad que le quedaba, es también un síntoma de decadencia. No de una decadencia spengleriana, orgánica, sino de una decadencia fruto de la tardía o nula corrección de los errores propios, de la falta absoluta de autocrítica, de la brecha entre gobernados y gobernantes y del agotamiento de los motores que condujeron al proyecto europeo al éxito en el pasado.

El nacionalismo de baja intensidad que se ha practicado estos días (así el egoísta referéndum de Tsipras o el encono insolidario de los socios nórdicos) no es la causa del desastre, sino su consecuencia. Cuando no hay voluntad de permanecer juntos (o tan solo hay una voluntad temerosa), cuando la fe originaria en el proyecto se ha perdido, lo que queda es una guerra de guerrillas, un hastío difuso, como al final de una pachanga (Eurogrupo) con dos balones. Es verdad que la UE se ha ido construyendo como resultado de la superación de distintas crisis, pero esa dinámica (esa potra histórica) no durará siempre. Y menos si todos los actores siguen prefiriendo pírricas victorias por separado que arriesgarse a superar juntos los dramas.

Memoria histórica de dos velocidades

Francia revisa su propia mitología sobre la Resistencia con una exposición crítica en pleno París. Alemania, por su parte, recrea en una muestra en Berlín el arte patrio destruido por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En contraste, en otros países europeos como Italia o España, el buen revisionismo histórico, la conjuración de los fantasmas de la memoria, ha progresado muy lentamente en los últimos años.

En este campo, el del pasado y sus reelaboraciones, también se impone una Europa de las dos velocidades (de tres, si incluimos a Rusia). Mientras unos asumen los tabúes del pasado y tratan de superarlos, otros prefieren no remover mucho la historia reciente, demasiado moralizada como para llegar a consensos, más preocupados quizá por este nuestro presente convulso que por aquella, ya lejana, historia dramática.

Merkel y Putin, en un acto en 2014 (EFE)

Merkel y Putin, en un acto conjunto en 2014 (EFE)

En este sentido, por ejemplo, suele ser habitual en España que los impulsos para revisar la memoria de la guerra civil y el franquismo (en algo tan sencillo y banal como la eliminación de la toponimia franquista) choquen con la indiferencia de muchos y la incomprensión de no pocos. «¡Pues anda que no hay cosas que mejorar en este país antes que eso!» suele ser el argumento, no por habitual menos erróneo, en este tipo de discusiones sobre las políticas de la memoria.

No es casualidad, pienso, que en los países más avanzados de Europa se haya alcanzado un consenso más honesto y profundo sobre los episodios oscuros del pasado. Entre otras virtudes, esta desconexión con lo peor de la historia de cada nación facilita que se asimilen con más inteligencia los profundos cambios del presente. Actuar, o pensar que el resto actúa en función de unos prejuicios históricos inmutables es un simplificación que entorpece mucho las cosas.

Viene todo esto a cuento del resultado de las elecciones municipales y autonómicas del 24M. Desde Europa, además de con cierto estupor o nerviosismo, los comicios se han interpretado fundamentalmente como un triunfo histórico de los indignados. Nosotros, los españoles, le hemos añadido a los hechos nuestras guindas épicas y nuestros apriorismos históricos. Que si un cambio tan transcendental como el de 1931. Que si el miedo a un nuevo frente popular o el cainismo secular español que todo lo entorpecerá…

Uno de los puntos del programa de Ahora Madrid para la capital es la eliminación de la simbología de la dictadura de calles y edificios públicos. Básicamente, cumplir con la ley de memoria histórica, que apenas se aplica en según que puntos. Ya se han escuchado voces críticas, que acusan a esta amalgama de partidos que seguramente gobierne Madrid de «reabrir heridas del pasado». Discrepo de estas críticas en la misma medida que discrepo de aquellos ufanamente convencidos de que la democracia solo la trajeron ellos, y exclusivamente ellos, a nuestro país.

El otro día comentaba que el resultado de los comicios nos sitúan por fin en el contexto europeo de pactos. También sería bueno que nos situara en el contexto de los países más avanzados en un tema tan espinoso como el de la memoria colectiva y sus trampas, como diría Todorov. Personalmente, me gustaría estar más del lado de Francia o Alemania, maduros ya por fin respecto a su pasado, que de Rusia, que lo usa como arma ofensiva (contra sí misma y contra ‘el otro’).

La excepción política se llama Alemania

Lo apuntaba hace unos días en una entrevista dominical a El País Romano Prodi, expresidente de la CE y ex primer ministro italiano. Alemania no solo ha logrado esquivar la crisis económica, sino que los seísmos políticos que sacuden a otros socios europeos  en forma de nuevos partidos, por ejemplo han pasado de largo de Berlín. Frente al fantasma de la debacle del sistema de partidos tradicionales, que se ha convertido en un mantra cotidiano en los países del sur, Alemania ha salido ilesa.

El colectivo Politikon lo explica con rigor y claridad en La urna Rota (Debate, 2014), excelente libro que, por cierto, viene de perlas para pertrecharse de elementos de análisis ahora que nos sumergimos en el piélago electoral. Si lo que vemos no es simplemente un trasvase de votos de Gobierno a oposición, como suele suceder siempre en democracia, sino «una transferencia a nuevos partidos, nos encontramos frente a un genuino realineamiento del sistema de partidos«.

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Podemos y Ciudadanos en España; Syriza en Grecia; el Frente Nacional en Francia; el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; los partidos de extrema derecha del norte de Europa, cuyo crecimiento no está directamente relacionado con la situación económica, pero sí con el temor a sus consecuencias… En Alemania, lo más parecido a una amenaza política para la CDU de Merkel fue, en las elecciones de 2014, Alternativa por Alemania (conservadores y euroescépticos), pero al final no obtuvieron representación parlamentaria.

La UE se ha convertido en una Unión Extraña, o en una Unión de Extraños. Mientras el resto de socios experimentan cambios brutales en su fisiognomía, Alemania pasará la década de crisis sin haber experimentado giros bruscos en sus tradiciones políticas. No ha habido propósito de enmienda, ni abismo del que alejarse ni sistema o régimen que tratar de refundar. Tampoco nadie a quien echarle las culpas.

Prodi se preguntaba, en esa misma entrevista a la que aludía al principio, qué tiene Alemania que le hace resistir a las mismas fuerzas a las que otros se doblegan. Y continuaba Il Professore con el argumento, lamentándose de que esa fragilidad del resto hace todavía más poderosa a una nación ya de por sí fortísima. Esa falla entre las experiencias de unos y otros será crucial en el futuro.

Triunfen o no las alternativas al sistema tradicional de partidos en países como Grecia, España o Francia, el riesgo de que Alemania acabe asimilando un relato de estos años antagónico al del resto es evidente. El temor a una Alemania solipsista, insolidaria, aunque es un temor que a día de hoy no se puede sostener con argumentos objetivos, es un temor plausible que deberíamos esforzarnos por neutralizar.

 

La historia de un billete de marco de 1910 y el simbolismo del dinero en Europa

Tengo un billete de 1.000 marcos alemanes de 1910. Descolorido, raído. Sus enormes dimensiones se me antojan muy poco prácticas y no creo que tenga ningún valor hoy en almoneda. Su esforzado dibujo es inútilmente pretencioso y manierista, como si hubieran encargado su diseño a un dibujante obsesionado con lo sagrado y lo vegetal. Me lo regaló mi madre. A ella se lo dio mi abuela, que creo que lo heredó de su padre. Más atrás, bruma.

En una acotación del visionario Calle de sentido único, el diario que Walter Benjamin escribió entre 1924 y 1926, se lee: «En ningún lugar como en estos documentos [se refiere a los billetes de banco] se comporta ya el capitalismo ingenuamente en sacrosanta seriedad. Los inocentes niños que aquí juegan con cifras [en mi billete también los hay], las diosas que sostienen las Tablas de la Ley y los héroes maduros que envainan su espada son un mundo para sí: arquitectura para la fachada del infierno».

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Me gustaría poder desenmarañar la historia de este billete. Desde las manos de mi bisabuelo al empleado de banco que lo entregó por primera vez en una ventanilla, y de aquel a la autoridad física que decidió su emisión. En 1910 gobernaba en Alemania el káiser Guillermo II, y su obsesión imperial y guerrera impregna sin duda la retórica del documento. Este billete sobrevivió a la Gran Guerra, a la hiperinflación de la república de Weimar, cuando valdría menos que la tinta que lo imprimaba, y al nazismo. No sé cuándo se retiró de circulación y en qué condiciones salió de Alemania. Tampoco sé quién era el abajo firmante que daba al trozo de papel que ya otra cosa no es el sello de autenticidad.

Me acordé de él este martes, cuando el BCE dio a conocer el nuevo billete de 20 euros, uno de los más usados en el día a día. «Los billetes de euros afectan a la vida de todos y eso nos une aún más», dijo un complacido Mario Draghi, nuestro banquero jefe en la presentación, en la que al parecer también aludió a la inclusión de la figura mitológica de Europa, que da nombre a nuestro continente, «porque que demuestra que la región se basa en su historia común».

Pese a estas exhibiciones, los ciudadanos cada vez prestamos menos atención al relato que se nos quiere vender en el dinero, tan acostumbrados como estamos a los miles mensajes e imágenes que nos llegan por todos los lados y a las nuevas formas de pago (que nos sustraen al contacto visual con la autoridad, que no es poco). Su capacidad de seducción disminuye irremisiblemente, pese a los muchos colorines y la enumeración un tanto complaciente de las sofisticadas técnicas para evitar su falsificación. Y aunque el simbolismo del dinero será de los últimos vehículos de propaganda que se extingan en Europa, aquel ya nunca podrá igualar la seriedad que emana del billete de 1.000 marcos del II Reich.

Alemania o la nueva Atenas

Las comparaciones históricas, tratándose de un continente saturado de historia como Europa, nos ofrecen visiones cruzadas elegantes del pasado… y de nuestras preocupaciones presentes. Hace unos días, uno de mis mejores amigos, historiador especialista en protohistoria e historia antigua, me estuvo explicando el paralelismo que le venía a a la cabeza al leer sobre la deriva actual de la UE y su locomotora, Alemania. Remontándose al siglo V a. de C., a la alianzas y enemistades de la Grecia clásica, Sergio Remedios que así que llama mi amigo me puso sobre aviso de los lazos comunes entre dos épocas separadas por eones de tiempo y de política. Como él lo iba a explicar mucho mejor que yo, le animé a que escribiera un breve texto. Accedió y aquí está. Espero que lo disfrutéis porque merece la pena.

periclesLa historia nos aporta claros ejemplos de hacia dónde podemos marchar si no corregimos el rumbo a tiempo. Y la Unión Europea, como es lógico, no escapa a esta norma no escrita de las instituciones políticas creadas por la humanidad. No, no se asusten, no voy a hablar de IV Reich, ni de guerras mundiales aproximándose (eso no quiere decir que no pudiera), la historia va mucho más allá del corto siglo XX. Además como Grecia está en el foco europeo, creo conveniente buscar el paralelo en su historia. Quizá no haya cosa más apropiada que remontarnos a la mítica Atenas de Pericles para ver hacia donde se dirige Europa sino cambia su rumbo.

La UE se parece cada día más a la liga ático-délica que formaron muchas ciudades-estado griegas tras las guerras médicas (s. V a. C.). No les voy a aburrir con una clase de historia, pero creo que un breve resumen no les hará daño. Tras expulsar de Grecia a las tropas persas, los griegos viendo el excelente resultado que les proporcionó aliarse y combatir juntos, decidieron crear una confederación de ciudades para seguir luchando contra los persas y liberar a las ciudades griegas de Asia Menor, así como reconstruir económicamente unas tierras desoladas por años de guerra.

Atenas lideró esa liga, cuya sede fue la isla de Delos; y Esparta, la otra gran ciudad griega en la lucha contra los persas, decidió quedarse fuera y aislarse junto a sus aliados. Lo que en un principio constituyó una alianza beneficiosa para todos los miembros (seguridad en las rutas comerciales, unificación de pesos y medidas para facilitar ese comercio, instauración de una aportación solidaria para cubrir los gastos militares y económicos, etc…), pronto se tornó en la ley del más fuerte. Atenas paulatinamente, debido a su poder marítimo y militar, fue imponiendo sus condiciones a todos los miembros. Y poco a poco más que una liga de ciudades iguales, la confederación se tornó en una suerte de múltiples pactos bilaterales desiguales en los que Atenas siempre salía ganando. Las ciudades perdieron la libertad en muchas materias políticas y económicas, e incluso dejaron de tener la opción de abandonar la liga. Cuando la primera ciudad lo intentó, Naxos, fue brutalmente sojuzgada, y Atenas empezó también a obligar a otras polis a entrar en la confederación en contra de su voluntad. Como no podía ser de otra forma, todo acabó estallando, y cuando la guerra contra Esparta empezó, muchas ciudades acabaron traicionando a Atenas y se marcharon con su enemigo.

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Pues bien, creo que de esta historia se pueden sacar conclusiones y paralelos interesantes. Ver en Alemania a Atenas y en la UE a la liga ático-délica no me parece descabellado. El parecido llega a los niveles de que incluso la confederación encabezada por Atenas enviaba una especie de troika (episkopoi) para controlar fiscalmente a las ciudades aliadas. El problema es que ya hemos visto en que derivaron todos los abusos atenienses respecto a sus ‘socios’. ¿Conseguirá Alemania, de seguir su intransigencia, que algunos socios se lancen desesperados a los brazos de Esparta? ¿Es Esparta Rusia o lo es China? Esa ya es otra historia.

Al igual que la liga de Delos, la UE tuvo su origen en la inestabilidad y la destrucción que generó una gran guerra y se hizo con la intención de hacer algo común y beneficioso para todos, así como mantener unidos a los que previamente habían estado enfrentados. Pero en las circunstancias actuales, los miembros más desfavorecidos de la UE ven cada vez más claro que, al igual que en la liga ático-délica, la confederación responde cada vez menos a las necesidades de todos y cada vez más a los intereses del líder de la coalición. Además, Atenas se volvió tan ambiciosa que empezó a inmiscuirse en la esfera de influencia de Esparta y creyéndose más poderosa no le importó finalmente entrar en conflicto con ella. Pues bien, Alemania también parece seguir en ese camino, esperemos que cambie de rumbo a tiempo y no despierte al ‘oso ruso’ que parece empezar a desperezarse. Porque, algo que si tengo claro, es que por mucho que la UE pueda ser la liga de Delos, y Alemania represente el papel de Atenas, Merkel no es ni mucho menos Pericles.

PEGIDA: «Somos el pueblo»… y queremos impedir que otros lo sean

En uno de los vídeos subidos a YouTube apenas se aprecian rasgos de tribu alguna. Una masa de gente heterogénea. Jóvenes, jubilados, trabajadores, precisa en su crónica Luis Doncel, corresponsal de El País. Eso parece, y eso al parecen son, con alguna llamativa excepción. Gritan, como hace 25 años, «somos el pueblo». Con la diferencia que no lo gritan para constituirse en sujeto político –como lo hacían entonces sus compatriotas de la DDR– sino para impedir que otros opten también a ser ciudadanos de pleno derecho.

Miles de personas participan en la novena manifestación semanal convocada por Pegida (PEGIDA).

Miles de personas participan en la novena manifestación semanal convocada por Pegida (PEGIDA).

Son alemanes y se dicen patriotas. Se manifiestan todas las semanas desde hace unos meses, con puntualidad germánica, en algunas ciudades del país para denunciar «que no cabe un extranjero», que «las autoridades nos traicionan» y algunas consignas más sacadas del prontuario xenófobo… que paradójicamente no conoce fronteras. Bajo el acrónimo de PEGIDA, los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente amalgaman los miedos viscerales de parte de la sociedad a la inmigración y la pluralidad religiosa y los traducen en marchas a mayor gloria de la cultura doméstica, «la nuestra».

No se sabe demasiado sobre quiénes forman PEGIDA. Aquí, aquí y aquí tenéis varias crónicas sobre lo que estos días ha pasado en Dresde y otras ciudades; también detalles de la formación, que no es un partido político de extrema derecha, pero que tampoco se niega a recibir apoyos aunque estos provengan de rincones turbios. No exhiben la tradicional estética paramilitar, nostálgica del nazismo, que provoca rechazo instintivo en Alemania. Se presentan como eso, como El Pueblo, lo que hace más complicado aún su desactivación.

Hermann Tertsch escribe en ABC que el «problema no es PEGIDA», sino «el brutal islamismo bélico en expansión». Es una forma de verlo. Yo también estoy en contra de la islamización de occidente… y de la cristianización también, y de la runnerización si es necesario. Faltaría más. El «no leímos a Voltaire para acabar así» y todo eso. Pero el bueno de Hermann no lleva razón. Lo que pretenden los manifestantes de PEGIDA no es luchar contra el fanatismo religioso, sino impedir todos los fanatismos salvo el suyo. Dicen defender las raíces de Europa y en realidad no hacen más que arrancarlas de cuajo, atrincherarse en el pozo de su añorada weltanschauung.

PS: Me llama la atención, no sé a vosotros, el sintagma «patriotas europeos». No porque no lo sean, sino porque me hace pensar, con  tristeza, en que los ciudadanos europeos que no somos ni xenófobos ni ultras ni fanáticos hemos desistido de considerarnos patriotas. Hemos abandonado, por omisión, el concepto ‘patriota europeo’ en manos de gente que no se merece tal calificativo, y que usa y abusa de él a mayor gloria de su visión cainita de la sociedad.

PS2: Espero poder contaros algo «nuevo» sobre PEGIDA cuando vayan conociéndose datos, filiaciones y lea análisis de especialistas (que de momento no he encontrado). Mientras tanto, os dejo con este vídeo que me ha pasado mi compi Guillermo sobre la manifestación del lunes.

Martí Font: «La caída del Muro de Berlín no acabó con Europa, sino que la rehízo»

— Alemania quiere ser Suiza

En un tono jovial, de café y sobremesa céntrica en Madrid, J. M. Martí Font reflexiona sobre los 25 últimos años de historia del país de sus desvelos. Alemania es hoy una nación satisfecha y apática, orgullosa de su pasado reciente y a la vez temerosa de su excesivo poder. Un pueblo que se dice a sí mismo, con algo de pesadumbre: «¡Y lo bien que estábamos nosotros sin liderar!».

— Me decía un embajador estadounidense que, cuando alternaba con diplomáticos y políticos alemanes, les solía advertir: «Ya veréis cuando os toque liderar, ya veréis»

La paradoja del éxito de Alemania es que, tras la caída del Muro de Berlín y la reunificación, su papel rector en Europa viene más forzado por la coyuntura exterior que por la voluntad interior. El alemán es un pueblo que ama el proyecto europeísta como pocos, pero aunque puede, no siente la urgencia de encabezarlo. Es algo profundamente trágico cuando se tiene que hacer de líder a regañadientes. Que se lo digan a Obama.

Martí Font sabe de lo que habla. Y de lo que escribe. Ahora libros, antes crónicas de corresponsal para El País. París y, sobre todo, Berlín, la «Pompeya del siglo XX». Despedido de Prisa, ha escrito un par de libros sobre Alemania, pues tuvo la fortuna —que también hay que buscarla— de estar en el centro del mundo un 9 de noviembre de 1989. El muro cayó y con los años él escribió una obrita de título revelador: El día que terminó el siglo XX (Anagrama, 1999). Ahora, a propósito del aniversario del colapso de la RDA, regresa con otra (Después del Muro, publicada en Galaxia-Gutenberg) en la que aborda las últimas dos décadas y media.

— 1989 es el punto que nos marca el presente, es un antes y un después. El gran error es pensar que el mundo real era el mundo de la Guerra Fría, cuando en realidad ese mundo era irreal, estaba congelado. Europa antes de la caída del Muro era un engendro raro occidental, y Europa no es occidental.

—  Claro, esa fecha significó la reconciliación de las dos Europas

—  No solo eso, es que el error es pensar que había dos Europas. Dile a un checo o un húngaro que estaban en otra Europa, a ver con qué cara te mira

© I. Montero Peláez

Cuesta ponerse en la piel de un periodista español en la Alemania aún dividida. Más todavía desde este presente aniquilado para la profesión, en el que salir de una redacción un día es más improbable que peregrinar a Tombuctú. Pero Martí Font cuenta las anécdotas justas para iluminar el relato de los hechos, y nada más. Su propósito es fundamentalmente ensayístico. Ni una concesión al «yo estuve allí» tan recurrente en los momentos estelares de la humanidad.

— Cuando pensamos que Alemania es un país pacífico, yo no recuerdo así aquellos primeros años de la unificación. El atentado contra el hoy todopoderoso ministro Schäuble, o contra Oskar Lafontaine en Colonia, que estuvo a milímetros de ser degollado en un mitin en el que yo estaba presente

Martí Font escribe en su libro, y confirma de palabra, que «Alemania es la campeona del mundo del recuerdo». Y es verdad. Aunque todavía no está del todo en paz consigo misma (¿qué país lo está realmente?), los alemanes están razonablemente satisfechos de cómo han superado los traumas de su historia reciente. Nunca más la culpa colectiva (por el Holocausto) ni el dichoso ‘muro mental’.

— España debería aprender…

— Y Polonia, por ejemplo, que tiene problemas parecidos, también

— Por supuesto. Además, ahora Polonia y Alemania viven en una luna de miel permanente. En el pasado se odiaron, pero ya no

Ese es uno de los grandes logros de Alemania, recuperar la influencia sobre su hinterland sin resultar odiosamente avasalladora. Tan plácidamente es aceptada su hegemonía entre los países vecinos que algunos, como la misma Polonia, temen menos su poder que su inactividad. Hay ciudades del Este de Alemania, Font lo cuenta en un capítulo, que han pasado del despoblamiento sobrevenido tras el fin del comunismo a vivir una segunda juventud gracias a los miles de polacos que cruzan la frontera para establecerse en ellas. Es el caso de Löcknitz, un pequeño pueblo de la región de Mecklemburgo-Pomerania, situado a escasos 20 minutos de la frontera polaca y donde el precio de la vivienda es cinco veces inferior.

— Hay un dato muy importante que ejemplifica la normalidad con la que Alemania ha asumido la unificación, y es que desde hace ya dos años el flujo de personas de Este a Oeste es el mismo que de Oeste a Este. Alemania tiene problemas (demográficos, de falta de fuerza de trabajo especializada, etc.), pero el proceso de unificación, salvo en pequeñas dosis y para ciertas personas, se ha completado del todo

— Quizá por eso, en parte, los alemanes están satisfechos con sus gobernantes

— Sí, ellos, al contrario que en España o Francia, creen en sus representantes, se sienten de verdad representados. En Alemania no existe la desafección con el sistema político. Los ciudadanos conocen a sus gobernantes, es un poco como sucede en Estados Unidos con la política local

— Además, está Merkel

— Lo de ‘mamá Merkel’ es digno de estudio. Llegó muy débil al poder, pero se ha ido construyendo a sí misma una vez alcanzado este. Merkel no hace promesas, sino que dice «voy a cuidar de las cosas» y luego actúa.

— ¿Y cómo sobrevive un político si no hace promesas?

— Pues a través de la buena gestión

Esto, la buena gestión, es quizá lo primero que le viene a la cabeza a cualquiera que piense en lo que hoy es Alemania: un país desmilitarizado, desinteresado del liderazgo global, receptor de inmigración sobradamente preparada y felizmente reconciliado. Un país todavía impregnado de las bondades del pietismo, pero que parece demasiado grande para Europa y demasiado pequeño para el mundo.

– Y a todo esto, ¿Francia?

– Los alemanes empiezan a no fiarse de Francia…

 

 

El debate sobre el pasado en Europa del Este se parece bastante al nuestro

Comentaba el otro día que las comparaciones son casi más paralizantes que odiosas. Y mientras escribía el post recordé un libro que había leído este verano que lo pone en duda. El libro se titula En busca del significado perdido. Y su autor es el mítico Adam Michnik. Publicado por la editorial Acantilado en 2013, se trata de una recopilación de artículos del intelectual polaco en los que analiza el pasado reciente de Polonia y las contradicciones, decepciones y frustraciones de los países del Este de Europa.

Son las suyas reflexiones que los españoles deberíamos atender, porque salvando todas las distancias, las cuitas de los polacos con su propio pasado (la dictadura comunista) son muy parecidas a las que tenemos nosotros con el nuestro (la dictadura franquista). Tanto que, cuando leía el libro, ví con claridad que España –tradicionalmente ajena de lo que sucede más allá de la frontera de Francia con Alemania– tiene en determinados aspectos más en común con los las naciones del Este del continente que con los países vecinos.

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Presos, en 1942, en las obras de construcción de la cárcel de Carabanchel. (E. Amberley).

Polonia, como España, está inmersa en un debate profundo y antipático sobre la interpretación de su pasado. Ambas sociedades salieron, cada una a su modo, de largas dictaduras de signo contrario. Ambas sociedades, además, no han terminado de resolver satisfactoriamente las connivencias, las cesiones, las alianzas oportunas y las disidencias que se produjeron durante los años finales de cada régimen. Leyendo a Michnik uno se da cuenta de que existen lugares comunes y figuras que emergen siempre que una nueva generación revisa el pasado.

«He observado que, por regla general, los que se indignan no son las auténticas víctimas, sino los que se han arrogado los derechos de éstas», dice en un pasaje especialmente lúcido Michnik. Por decir algo parecido a propósito de los que ponían el grito en el cielo cuando derribaron la madrileña cárcel de Carabanchel, Fernando Savater fue menospreciado y acusado de blando con la dictadura (él, que estuvo preso allí por cuestiones políticas). «Su memoria viene de la ideología, no de la experiencia», decía al final de aquel memorable artículo.

De algo parecido le han acusado a Michnik en Polonia por decir con bastante sensatez, y en un proceso que parece repetirse en toda Europa tarde o temprano, que «resulta significativo que entre los partidarios de la revancha haya un número tan escaso de auténticos próceres de la oposición democrática». Una carencia que aquí en España, con tanto antifranquista criado a posteriori ocupando puestos de responsabilidad no deja de tener su parte casi económica…

El recuerdo del pasado en Polonia (y en España) está monopolizado por lo que Michnik llama la figura del ‘lustrador’. Un tipo o tipa con prédica en la opinión pública, que se dedica a ejercer de policía moral, de inquisidor, rastreando en las biografías de aquellos que se comprometieron en el tránsito hacia la democracia para buscarles cualquier mínima complicidad con el enemigo (franquista o comunista).

La escurridiza figura del ‘lustrador’, lejos de ser una guía para comprender mejor el pasado reciente, es un síntoma de que la lectura histórica está condicionada por adscripciones viscerales, demasiado tajantes y moralistas. Como dice, y creo que dice bien, Cees Nooteboom en una entrevista publicada este domingo en El País: «Alemania superó bien su pasado, España aún no». Los próximos años, con las sorpresas políticas que bien podrían llegar, parece que comienza a surgir un tiempo nuevo en España, con nuevas reglas tanto para el presente como, espero, para el pasado. Mientras tanto, tengamos en cuenta las experiencias polacas.

 

El fútbol europeo: la otra crisis continental

El escaparate de una tienda de cigarrillos electrónicos por la que ayer pasé de camino a la redacción vende su humo falso con la etiqueta «calidad europea». Un aviso subliminal de que me ha llegado el fatídico momento de escribir sobre fútbol, la pena máxima. Así me está pidiendo la afición —tan escasa como fiel— y así se lo he hecho saber Raúl, que me ha dado su docto permiso y prometido, como si estuviéramos mercadeando con la emisión de gases de efecto invernadero, el trasvase de 10.000 visitas de su blog al mío. Usuarios al contragolpe.

Ni la crisis de la deuda soberana ni el déficit democrático. El verdadero drama europeo es la crisis de su modelo futbolístico y su déficit de goles. Una tras otra, las selecciones nacionales van siendo eliminadas del Mundial de Brasil con el mismo inexorable y fatal ritmo que la Unión Europea pierde peso geoestratégico en el concierto internacional. Primero fue la abúlica España, luego la melancólica Inglaterra, más tarde la anémica Portugal (que aún puede obrar el milagro) y ayer la inesperada Italia. Tres PIGs y un país con un pie fuera del charco de la UE: ¿lo tenemos merecido?

Pirlo, durante un entrenamiento de Italia en el Mundial (EFE)

Pirlo, durante un entrenamiento de Italia en el Mundial (EFE)

Nuestro envidiado ‘poder blando’ se derrite al otro lado del Atlántico: solo Francia y Alemania (también Holanda, Grecia, Bélgica y quizás Suiza, pero bah) parecen aguantar el tipo, lo que lejos de ser un alivio es una nueva fuente de problemas. ¿A quién apoyar? ¿A los súbditos de Frau Merkel, implacable el castigo a los países del Mediterráneo, o a los frívolos gabachos, que un día animan a Benzema y otro votan al Frente Nacional? Un homenaje oportuno, en el aniversario de la Gran Guerra, a la jugosa y antigua querella entre germanófilos y aliadófilos.

La decadencia europea reflejada en el deporte que ella misma inventó —ya ocurrió en la primera fase de Sudáfrica, hace cuatro años, pero entonces España se encargó de rescatar el orgullo continental—. Da la impresión que celebramos los pocos triunfos con hastío y nos entristecemos de las muchas derrotas con fatalidad. Los aficionados latinoamericanos, por el contrario, aclaman a sus héroes con una exultación casi evangélica, como si acabaran de abrirse a los misterios de un nuevo culto mesiánico. Si todos buscan la gloria en Brasil, los europeos lo hacen con borceguíes de plomo, con mentalidad cerebral: de la soberbia del etnocentrismo a la mala conciencia del occidentalismo.

Y en la prórroga: los europeos somos unos traidores infames. Analicemos nuestro caso. Primero vamos con España —por el mito del ‘tica-taca’, por nacionalismo o por tradición familiar, lo mismo da—. Pero en cuanto nos eliminan, tardamos segundos en invocar plagas contra las selecciones vecinas y apoyar de corazón, infartados, a los combinados que representan a países lejanos. No hay un demos europeo, como no hay un sentimiento futbolístico europeo. Adoramos a los Pirlo e Iniesta, pero como átomos solitarios, como genios en formol del Renacimiento… y entonces, ay, enseguida volvemos a nuestro habitual centrocampismo (cainismo).

¿Por qué los llamamos ‘inmigrantes’ europeos cuando son ‘ciudadanos’?

Estadística y sociológicamente lo son, sí. Inmigrantes europeos. Cualquiera. Los franceses que vienen a España o los irlandeses que deciden marcharse a Italia. Pero esta denominación, con apariencia de locución aséptica, resulta un absoluto desprecio hacia los ciudadanos de los Estados que componen Europa.

Lo digo a propósito de esto. Alemania se plantea limitar el acceso de los ‘inmigrantes’ europeos a las prestaciones sociales y restringir sus permisos de residencia. Una barbaridad, de consumarse la idea. Porque, entre otras cosas, estos llamados inmigrantes son, en realidad, ciudadanos de la Unión Europea de pleno derecho, inclusive el derecho a la libre circulación.

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

Un grupo de rumanos coloca su equipaje en un autobús que los llevará desde Bucarest hasta Bélgica (EFE).

¿Por qué entonces se les denomina, les denominamos, en los medios de comunicación, inmigrantes? Quizá porque son rumanos y búlgaros (desde enero, iguales a nosotros), y en el imaginario colectivo de las sociedades occidentales no se termina de aceptar que ellos son ciudadanos de un mismo Todo, lo mismo que lo somos los españoles o los portugueses.

El asunto del léxico sobre la inmigración es peliagudo. Las palabras pesan, y  a menudo las usamos sin tener en cuenta la carga de demonización que portan para un colectivo naturalmente frágil. La preocupación deontológica es, en este caso, justa, y las recomendaciones al respecto, bienvenidas (la deontología periodística no siempre lo es).

Por eso, creo, habría que tratar de evitar estas denominaciones, también cuando nos refiramos a personas que proceden de otros territorios de la UE que no son el nuestro. Hay una invisible carga eufemística al hablar de ‘inmigrantes europeos’, pues lo que viene a continuación, la posible sustracción de un derecho, se justifica gracias a esa imprecisión semántica que atenúa la solidaridad.

Parece que un titular que diga ‘Alemania estudia expulsar a los inmigrantes europeos si llevan seis meses sin trabajo’ nos resulta menos agresivo para la conciencia que otro que dijera ‘Alemania estudia expulsar a los ciudadanos europeos si llevan seis meses sin trabajo’. Pero no debiera.