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William Saroyan y la cultura ‘armericana’

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

Tenía dos opciones. Un wikiresumen del párnaso cultural armenio o hablaros del único (¿mejor?) escritor de origen armenio que he leído. Mi norma es escribir sólo de lo que conozco (más o menos) bien, por lo que he optado por la segunda. Llegué a William Saroyan (California, 1908-1981) a través de la poderosa autobiografía de Iván Tubau, Matar a Víctor Hugo (Espasa, 2002), donde lo define como «una persona asequible y vanidosa rebosante de generosidad». Más tarde supe que Acantilado venía reeditando desde hacía años casi todas sus novelas. Las compré. Las leí.

También fui a librerías de viejo. Rebuscando encontré alguna joya ajada, baratísima, por ejemplo Respirando en el mundo (Plaza, 1963). En  su última página escribe Saroyan, con vocación antropológica, sobre su encuentro con otro armenio:

Y en seguida, las significativas gesticulaciones armenias. Las palmadas en las rodillas. Las carcajadas. Los juramentos. La sutil mofa del mundo y de sus grandes ideas. El mundo en armenio, las miradas, los gestos, las sonrisas, y a través de todo eso el rápido resurgir de la raza, fuerte y por encima del tiempo a pesar de los años pasados, de las ciudades destruidas, de los padres, hermanos e hijos muertos, de los lugares olvidados, de los sueños atropellados, de los vivientes corazones ennegrecidos por el odio. Me gustaría ver si algún poder del mundo es capaz de destruir esa raza, esa pequeña tribu de gentes sin importancia, ese pueblo cuya historia ha terminado, cuyas guerras se han perdido, cuya literatura no se lee, cuyas plegarias ya no se pronuncian.

Hay dos palabras que definen la obra de Saroyan: mundo y comedia. Se resumen en la siguiente exclamación de Me llamo Aram (Acantilado, 2005), un breve libro de relatos sobre un niño de origen armenio que despierta a la vida en el valle de San Joaquín, California, cuna de la diáspora en EE UU: «¡Estas locas y maravillosas criaturas de este loco y maravilloso mundo!». Para Saroyan el mundo es bello y digno de ser celebrado a cada momento en un ambiente de comedia intrascendente. Nada sucede. O muy poco. Más que el fluir apasionado de las estaciones y, de vez en cuando, la nostalgia, que aflora en personajes que añoran con melancolía el esplendor de la raza.

Visión humanística, intenso humor cotidiano y búsqueda del ideal. Así definía su magisterio literario Nona Balakian, antigua crítica del New York Times ya fallecida. Saroyan era profundamente armericano (dedicó Respirando en el mundo «al idioma americano, a la tierra de América y al espíritu de Armenia»). Saroyan vivió la Gran Depresión, década negra que paradójicamente lo encumbró. Antes había dejado los estudios y se había nutrido de todas las lecturas posibles de los clásicos. Su conocimiento de la literatura y del paisaje americanos eran fenomenales; y el recuerdo de Armenia Saroyan es hijo de los exiliados que llegaron a EE UU después de la primera gran matanza, la de 1896 brota en su escritura de una forma tímida, inexplicada y fortuita.

Saroyan es todavía hoy el escritor armenio más leído, el que de una manera más sutil e inteligente habló del pueblo armenio. En EE UU le concedieron un Pulitzer que él rechazó; en Francia fue una institución (aventuro: el tono melancólico y feliz de su obra comulga a la perfección con el espíritu francés); en España sus novelas eran bestsellers que se vendían por 25 pesetas en los quioscos. Lo saroyanesco, como escribe uno de sus biógrafos, John Leggett, fue un adjetivo muy usado en su tiempo para describir la ternura de la niñez, la evocación de la soledad y la inocencia del mundo.

Aunque también sabía mostrarse desafiante Saroyan:

Id y destruid esa raza. Repetid lo de 1915. Emprended una guerra en el mundo. Ved si lo podéis lograr. Expulsad a los armenios al desierto. Negadles el pan y el agua. Quemad sus casas y sus iglesias. Y veremos si no reviven.

Jaume Vallcorba, una educación europea

Lo mío con Acantilado fue amor a primera lectura, aunque luego pasó bastante tiempo antes de atreverme a comprar una de sus ediciones. Las miraba, las deseaba, pero a mi huraña condición de maniático ahorrador (porque euros para libros sí tenía, para fundar una editorial no, pero para libros sí) le dolía gastarse un dineral en cada uno de aquellos volúmenes primorosos. Después lo he racionalizado diciéndome que quería posponer el momento.

Dos títulos de Acantilado que andan por casa. (N.S).

Dos títulos de Acantilado que andan por casa. (N.S).

Era falso: por aquel entonces los sacaba y leía de la biblioteca, algo ajados y ya profanado ese papel color hueso que tanto placer da aprisionar. En fin, que tardé bastante en tener mi primer Acantilado (¡afán de posesión!), pero cuando llegó –La filial del infierno en la tierra, qué maravilla– ya no paré… hasta llegar a pensar, con cierta satisfacción, que trabajaba únicamente para poder comprar los libros editados por Jaume Vallcorba.

Porque mi educación europea, mi cortísima erudición, le debe casi todo a los autores que Vallcorba publicaba y que ya no hará más. Me alegra observar que es un pensamiento común, que no estoy solo. He leído homenajes agradecidos que destacan en este hecho: los libros de Acantilado nos abrieron a lo mejor de la república de las letras que ha dado nuestro continente en 500 años. Así lo escribe, por ejemplo, Ramón González Férriz en su cariñoso elogio del finado en Letras Libres, y así lo afirmo también yo, aunque sea algo peor y algo más tarde.

¿No sabéis por dónde empezar y queréis una selección de libros? Os daré la mía, aunque itinerarios haya tantos como lectores. A todos los Joseph Roth, claro, y a todos los Zweig, por supuesto, añado un poquito de Danilo Kis, otro poquito de Montaigne (un mucho, en realidad), otra cucharada de Philippe Ariès, Tucholsky (la cita que encabeza el blog la extraje de un compendio de sus crónicas), Fumaroli, Schnitzler o Zbigniew Herbert. Ensayo, novela, poesía. A todos ellos, y a muchos más, los leí con una emoción inédita y guardo su forma y su fondo como un tesoro íntimo. Aunque ya lo dicho, lo estupendo, lo que más reconforta, es saber que no soy el único.

A Santos Segurado, que tanto los habría disfrutado.