Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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El doble rasero de la Comision: fuerte con los débiles y débil con los fuertes

Fuerte con los débiles y débil con los fuertes. Una forma de conducirse por la vida bastante mezquina que, extrapolada al ámbito político, produce monstruos como el de hoy. La Comisión ha aumentado el plazo dos años para que Francia reduzca su abultado déficit público y, además, ha decidido no hacer nada en el caso de la extraordinaria deuda pública que soportan Bélgica e Italia (de las más elevadas de la zona euro).

Matteo Renzi (EFE)

Matteo Renzi (EFE)

Lo contrario a las medidas tomadas hubiera sido que la Comisión, otrora exigente en esto de cumplir con los compromisos macroeconómicos por parte de los Estados, optara por sancionar –o amenazar con sancionar– a los malos alumnos. No se ha hecho. Han preferido apostar por esperar a las reformas y evitar el conflicto. Es decir, la Comisión ha actuado más política que económicamente. Lo que no está mal, ojo, si siempre fuera así.

Contrariamente a la draconiana austeridad que le caracteriza, la CE se ha mostrado benigna con estos países, concediendo más plazo y dando vía libre a reformas antes que sacar a relucir los objetivos del pacto de estabilidad. Un alivio para François Hollande en un momento en que Francia (bueno, Francia lleva arrastrando datos negativos de déficit desde hace más de un lustro…) está en horas bajas, y también para Italia, donde las reformas de Matteo Renzi no terminan de despegar.

Estas decisiones económicas del ejecutivo de la UE, aunque supongo que podrán ser explicadas y matizadas desde una visión posibilista, son muy complicadas de explicar a la ciudadanía (e incluyo a los medios de comunicación). Un doble rasero que castiga a los países débiles, exprimiéndoles hasta ponerles entre la espada y la pared, y relaja la presión sobre los socios potentes que lo están pasando mal… en aras, supongo, de equilibrar el poder alemán en la Unión.

Giacometti y la fragilidad europea

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la expo.

Una de las tallas de Giacometti que fotografié en la muestra.

Giacometti ejerció su arte de vanguardia, desde su mítico y casi místico taller, en la Europa de entreguerras y, sobre todo, en la Europa de después de la caída del nazismo. Sus esculturas conservan cierto espíritu arcaico, y me recuerdan a aquellos divertidos exvotos de las civilizaciones antiguas; sus bocetos a lápiz o a bolígrafo son, por su parte, nerviosos y minimalistas, y aspiran a envolver su mirada triste y perpleja del mundo.

He aparcado, como véis, el círculo de tiza podemístico, que ya empieza a cansar(me). El fin de semana visité —os animo a que lo hagáis, permanecerá hasta el 31 de mayo en Madrid— la exposición sobre Alberto Giacometti que alberga la Fundación Canal. Giacometti, ya sabéis, es el autor de esas figuras alargadas, de una rara fragilidad que las convierte paradójicamente en sólidas. Un clásico.

Si se quiere ver así, su obra es ejemplo de cómo el arte del siglo XX europeo reflejó la desolación de la guerra, la pequeñez del hombre y las tribulaciones del individuo en soledad. Puro patrimonio nuestro. Tan inestables. En la muestra de Canal no están sus esculturas más famosas ni cotizadas, pero sí un selecto puñado de aproximaciones a sus íntimos temas predilectos y alguna pequeña y leve maravilla, como podéis ver en la foto que malamente tomé.

Es curioso, el día que fui a la exposición vi mucha gente y muy interesada en Giacometti y su melancólico magnetismo. Hasta vi a lo que supuse que era un estudiante de Bellas Artes copiando a boli, en una libreta, algunos de los bocetos del suizo. A pesar de su aparente y desganada sencillez, no parece fácil llegar a imitarle.

 

El efímero europeísmo de Podemos

Hasta yo estoy un poco hasta el gorro de Podemos, pero hay momentos en que la ubre da demasiada leche como para mantenerse apático. Vaya por delante que este será el último post sobre ellos que escriba hasta las elecciones de marzo. Primero, porque creo que tanta elevación a los altares (para el elogio o para el sacrificio, tanto da) no es positiva para nadie, y segundo porque como escribía Savater el otro día, cualquiera puede ser hoy politólogo, otra cosa más difícil es ser filósofo de la política…

Creo que esta vez el post tiene una justificación europeísta bastante elevada. Digamos que la más elevada que puede haber. Si en verdad debiera establecerse una regla de oro para las elecciones europeas, esta debería ser la de que ningún candidato puede, una vez ha sido elegido para el Parlamento Europeo, dejar sus funciones en mitad de la legislatura (o incluso peor: ni a un año de haber empezado esta) para labrarse un futuro en la política nacional.

Pablo Echenique, el último eurodiputado de Podemos en anunciar que se presenta en España. (EFE)

Pablo Echenique, el último eurodiputado de Podemos en anunciar que se presenta en España. (EFE)

Cierto es que se suele acusar, con bastante acierto, sobre todo en el pasado, a los políticos de usar Bruselas y Estrasburgo como cementerio de elefantes. Pero también es igual de sancionable, creo yo, cuando el Europarlamento es utilizado de trampolín, de forma descarada, para regresar allí de donde en realidad nunca quisiste moverte. Bruselas como un pañuelo de usar y tirar, bien para el jubiloso retiro tras años en la cúspide, bien como indisimulado pasaporte hacia la ansiada fama interna.

Es una falta de respeto a los votantes que haya políticos que presuman de europeísmo, de querer ser elegidos para hacer cosas por Europa, y que a la mínima oportunidad cojan el avión de vuelta a su país para no regresar allá más que de visita… y casi por obligación. Así está sucediendo con los cinco eurodiputados de Podemos que fueron elegidos en mayo del año pasado. Del quinteto inicial, y tras las sucesivas postulaciones a diferentes cargos en España, tan solo Lola Sánchez seguirá a buen seguro como eurodiputada. El resto, Pablo Iglesias incluido, habrán dejado un rastro efímero en la bancada del Grupo de la Izquierda Unitaria al que pertenecen.

No hay que pecar de ingenuos. El programa de Podemos para las Europeas de 2014 era muy poco Europeo, y su lectura, tal vez única lectura posible, había que hacerla (se hizo) en clave nacional (instrumental). Pero visto lo visto, creo que es preciso recordar que sus representantes fueron elegidos para un mandato de cinco años en un parlamento supranacional con cada vez más atribuciones legislativas y desde el cual podrían luchar la mar de bien, si ellos quisieran, contra las políticas de austeridad que son la norma en el continente. Mejor altavoz para su reivindicación, creo yo, no tendrían.

(Hasta que la clase política, los medios de comunicación y los ciudadanos no asumamos que aspirar a europarlamentario es la aspiración más alta, mucho más que soñar con un cargo nacional, que existe en política, estaremos equivocando el tiro).

¿Cómo seguir siendo europeísta si Grecia sale del euro y de la Unión Europea?

La posibilidad no es tan remota: existe. Y como tal, la pregunta sobre cómo seguir creyendo en nuestro proyecto al día siguiente es legítima. Aunque, claro, desesperanzadora. Si Grecia sale del euro más allá de quién tenga la responsabilidad última del fracaso, aunque, es una opinión particular, el fracaso sería sobre todo de quien guarda celosamente los triunfos en medio de la partida los europeístas lo tendremos bastante más complicado para defender nuestro credo.

Celebración de la victoria de Syriza en las elecciones Griegas (EFE)

Celebración de la victoria de Syriza en las elecciones Griegas (EFE)

Simplificar los argumentos que Grecia pague sus deudas vs. toda la culpa es de la troika no ayuda en nada, como se está viendo estos días de negociaciones menos diplomáticas de lo que todos quisieran. Más allá de las implicaciones económicas, legales, políticas, relativas a los tratados y al funcionamiento de los bancos, las instituciones, etc, todas ampliamente comentadas ya, lo fundamental es, creo, el abismo narrativo que produciría el abandono de Grecia.

Y no porque Grecia represente los valores simbólicos de la democracia y blablaba (basta con leer algunos de los libros del Kaplan viajero para darse cuenta que Grecia lleva viviendo de las rentas, en la mente de los ilustrados europeos, desde hace un par de siglos), sino porque si cae Grecia con ella caerá el principal argumento para sostener el proyecto europeo: la solidaridad entre los Estados y sus ciudadanos.

Leo en Twitter que hay quien se preocupa por los hijos, por la pedagogía. Por cómo les explicarán, cuando toque, que forman parte de una unidad que dejó despeñarse hacia el abismo a uno de sus miembros.  No es un tema menor. Hasta hace muy poquito, incluso hasta hoy, la UE es una historia de éxito. Pueden contarse fracasos, exageraciones, autoengaños, pero hasta los más críticos aciertan a encontrar bondades. Ese es el mayor activo, como se dice hoy, con el que cuenta Europa. Si se arrincona a Grecia, habrá que asumir un coste mayor: perder para la causa a las nuevas generaciones.

Podemos y la engañosa ilusión de haber pasado a la Historia antes de hacerla

Hay una diferencia enorme entre estar haciendo historia y creer que ya se ha pasado a ella. Lo primero es movimiento afirmativo, incompleto, probable pero no seguro; lo segundo, un pecado de hybris. El sábado, en la Puerta del Sol, la vanguardia de Podemos volvió a repetir algo que cualquiera con oído atento les habrá escuchado ya más de una vez: «Esta foto se va a ver en todos los libros de texto». Algo parecido dijeron allá por octubre en Vista Alegre, durante su mitin fundacional. Y antes, incluso, cuando su inesperado éxito en las Europeas. «Esta campaña electoral se estudiará en las facultades», proclamaron entonces los líderes-profesores.

Errejón, durante el el mitin en Sol del sábado (EFE).

Errejón, durante el el mitin del sábado (EFE).

Esta vana creencia que afirma haber pasado a la Historia incluso antes de haber hecho historia no es nueva. Pasó también durante el 15-M. Recuerdo que poco después, muy poco después, de aquellas jornadas ya se anunciaban exposiciones antológicas con los lemas más coreados. Tampoco faltaron documentales de factura rápida que querían proyectar un sentido definitivo de acontecimientos todavía recientes, todavía inflamados de actualidad, y por lo tanto oscuros al análisis sereno.

Quizá esta urgencia por pasar a la Historia constituya un acto de reafirmación grupal, una manera de ejercer la autoconfianza profiláctica («si finalmente no ganamos no importará, ya hicimos historia antes»); o quizá, también, es un signo más de los tiempos, donde las palabras pesan cada vez menos y la sucesión fulminante de acontecimientos obliga a levantar acta notarial a cada paso. O al cabo, por último, es tan solo una exaltación verbal fruto de la conjunción del lenguaje mediático (que es un Moloch insaciable) con la formación teórica, mandarina y universitaria, de sus líderes (tanto de Podemos como del 15-M).

Sé que esta es una reflexión marginal, que esta semana los titulares de la prensa van por otro lado. Los medios se han contagiado un tanto acríticamente de la grandilocuencia de Podemos y de su retórica maximalista. Supongo que es legítimo (y rentable): al fin de al cabo, crean o no crean en ellos, vender, venden y dar visitas, dan. Pero precisamente por eso quería alejarme un poco de lugares comunes y poner el foco en una parte pequeña del fenómeno, la más triunfalista, pero que entre tanto discurso mejor o peor trabado pasa desapercibida. Pasar la Historia, los que nos hemos formado como historiadores lo sabemos bien, es muy complicado, y casi nunca depende de las ganas de uno, sino de la voluntad de los otros. Además, es un arma de doble filo: puede que se pase a los manuales –o a lo que sea que en el futuro usen los estudiantes– como lo contrario por lo que quisiste ser recordado.

Por qué nunca visitaré Auschwitz

Guardo en casa un tríptico en tres idiomas sobre Auschwitz. Lo encontré una noche mientras caminaba por una coqueta calle de Prenzlauer Berg. En Berlín pasan pasaban esas cosas extraordinarias. En el suelo, junto a un portalón de madera todo pintarrajeado, alguien había dejado una montaña de libros y papeles. Husmeé, es mi costumbre. Y allí estaba, como si fuera un catálogo de los Museos Vaticanos, la guía útil para acceder a los secretos del mayor campo de exterminio nazi. Auschwitz es el lugar de memoria más importante de la Europa contemporánea. Basta el detalle de los centenares de artículos que se han escrito en el 70 aniversario de la liberación para comprender la magnitud de un fenómeno que trasciende los esquemas habituales de lo que se entiende como memoria colectiva.

Auschwitz

Exprisioneros de Auschwitz dentro de los muros del campo (EFE).

Sobre Auschwitz, al contrario que sobre otros hitos del horror contemporáneo, no hay fisuras. Y si alguna hay, es completamente marginal. Sobre Auschwitz, además, se han escrito algunos de los mejores libros de Historia y algunas de las mejores obras literarias del siglo XX. No, no es necesario visitar Auschwitz para comprender el nazismo. Basta leer a Primo Levi. Las imágenes, los restos arqueológicos, algunos de tal terrible belleza que anulan su misma pretensión de denuncia, no dan la medida exacta. Son los textos de los sobrevivientes los que se acercan más a la descripción del mal radical; son las reflexiones de los historiadores las que mejor logran penetrar en la escurridiza zona gris que siempre es la más difícil de relatar y que los discursos oficiales arrinconan.

Os decía que guardo en casa ese tríptico y que lo he hojeado alguna vez, tampoco muchas. Explicaciones turísticas de una bondad pedagógica inestimable, pero sumamente inservibles. Auschwitz es un lugar de peregrinaje, la primera parada (y con frecuencia, la última) del universo concentracionario. La identidad alemana y europea moderna se funda sobre la sombra de sus hornos crematorios. Pero yo jamás iré. No me espanta la banalización turística, ni tampoco que los visitantes se tomen selfies delante del Arbeit Macht frei como si estuvieran celebrando la Champions. Pero jamás iré por una razón compleja y sencilla a la vez: no le veo ningún futuro a esta sacrilización del pasado. Además, tal y como yo lo he asumido, el horror del Holocausto debe decantarse en la intimidad, en una ascesis labrada a golpe de lecturas. Ir y ver y volverme sin más me resultaría una traición, como aprobar un examen sin haber estudiado.

Al final de su Ensayo sobre la casa de los muertos, incluido en Posguerra, Tony Judt escribe lo que sigue. La verdad que no he leído nunca una explicación mejor a todo este inmenso lío de la memoria, el nazismo, la conmemoración y la identidad europea:

[El] Riesgo que corremos al entregarnos a un excesivo culto a la conmemoración al desplazar la atención tanto hacia los verdugos como hacia las víctimas. Por una parte, en principio no hay límite para la memoria y para las experiencias que merecen recordarse. Por otra, conmemorar el pasado mediante edificios y museos también es una forma de contenerlo e incluso de desdeñarlo, haciendo que la responsabilidad recaiga sobre los otros. Quizá esto no tenga importancia mientras existan hombres y mujeres que recuerden lo sucedido por haberlo vivido personalmente. Pero ahora, como recordaba con ochenta y un años Jorge Semprún a otros supervivientes durante el sexagésimo aniversario de Buchenwald, ocurrida el diez de abril de 2005, «el ciclo de la memoria activa se está cerrando». Aunque Europa pudiera de alguna manera aferrarse indefinidamente a una memoria vívida de los crímenes del pasado –que eso es lo que se pretende, por deficiente que sea la empresa, al concebir monumentos y museos-, la cuestión no tendría mucho sentido. La memoria es intrínsecamente polémica y sesgada: lo que para unos es reconocimiento, para otros es omisión. Además, es una mala consejera en lo que al pasado se refiere. La primera Europa de postguerra se levantó sobre una memoria deliberadamente errónea: el olvido como forma de vida. Por su parte, desde 1989, el continente se ha construido, a modo de compensación, sobre un excedente de memoria: un recuerdo público institucionalizado en los mismos cimientos de la identidad colectiva. La primera no podía durar, pero tampoco la segunda. Cierto grado de abandono e incluso de olvido es necesario para la salud pública.

PS: Por cierto, la fotografía que acompaña al texto es conmovedora. Varios exprisioneros volvieron hoy al campo de la muerte. Es difícil no emocionarse con algo así, con el testimonio de los pocos que siguen vivos. Pero la pregunta de hasta cuándo se podrá seguir conmemorando de esta forma y, sobre todo, cómo se conmemorará luego, cuando la memoria vívida no exista, sigue presente.

Europa y EE UU: dos maneras de informar sobre la masacre de ‘Charlie Hebdo’

Suele argumentarse, para explicar esa brecha que a veces separa Europa de Estados Unidos, que nosotros los europeos somos de Venus y ellos, los americanos, son de Marte. Es decir, su mentalidad es guerrera mientras que la nuestra tiende hacia un pacificismo intelectualizado. Pero estas convenciones, como tales convenciones, no siempre se cumplen. Ayer sin ir más lejos.

Sorprende la diferente reacción de los medios estadounidenses y europeos a la masacre de París. Los que la seguimos en directo, por trabajo o por puro interés horrorizado, asistimos a un fenómeno curioso: mientras las webs de los periódicos europeos se llenaban a un tiempo de información sobre el atentado y de caricaturas y portadas de Charlie Hebdo, los grandes medios estadounidenses informaban del ataque, pero sin reproducir las viñetas que todos damos por hecho que fueron el motivo de fondo del mismo.

Una de las portadas de 'Charlie Hebdo'.

Una de las portadas de ‘Charlie Hebdo’.

No es un fenómeno nuevo, pero sí una traslación de una práctica común. La habitual profilaxis que los medios estadounidenses aplican a las imágenes de los atentados terroristas es llevada aquí un paso más allá. ¿Autocensura? Es lo primero que uno piensa. Pero no es del todo cierto. Periódicos como NYT o WSJ han optado por describir con palabras a sus lectores los dibujos, lo que en una sociedad tan condicionada por la imagen puede parecer una osadía, pero es una decisión meditada y respetable.

Esta diferencia en el tratamiento puede explicarse, imagino, por las diferencias puramente profesionales de los medios en EE UU y en Europa (y por la cercanía del crimen y la amenaza, claro). Es decir, desde cómo se hace periodismo aquí y allí. Pero creo que en este caso esos matices académicos no son tan relevantes, porque se quedan cortos. El asunto es complejo y va más allá de la libertad de expresión y de su defensa: que cada uno la defienda según dicte su conciencia, su práctica y su costumbre. Ahí no hay mucho más que decir.

El fondo de la cuestión de esta brecha de sentido es, creo, de raíz sociológica. En Europa vivimos como si dios y la religión ya no existieran, y todos estos choques entre nuestro laicismo ilustrado y el fanatismo de origen religioso, nos producen urticaria. En EE UU, en cambio, la sociedad sigue tratando a la religión como un «hábito del corazón», por decirlo con Tocqueville. Esto explicaría, por ejemplo, por qué el ruidoso movimiento ateo estadounidense –los Dennett, Harris, Hitchens, etc– son contemplados por nuestros ateos como ingenuos: su ateísmo combativo es menos elegantemente filosófico, más de trazo grueso, de batalla.

Un europeo se sentiría insultado si su periódico de cabecera no trajese hoy las portadas de Charlie Hebdo en su edición. Es más, casi que ni se plantea que algo así no suceda. Un ciudadano americano, en cambio, no ve tan urgente aquello de ser intolerante con la intolerancia, y cuestiona lo oportuno de la blasfemia del hecho religioso, aunque no sea su hecho. Los europeos creen que a la religión, en general, le anima lo que Michel Onfray llama «pulsión de muerte». Todas compartirían el mismo desprecio hacia la libertad y la vida. La impía ateología de Onfray no tendría público en EE UU.

PEGIDA: «Somos el pueblo»… y queremos impedir que otros lo sean

En uno de los vídeos subidos a YouTube apenas se aprecian rasgos de tribu alguna. Una masa de gente heterogénea. Jóvenes, jubilados, trabajadores, precisa en su crónica Luis Doncel, corresponsal de El País. Eso parece, y eso al parecen son, con alguna llamativa excepción. Gritan, como hace 25 años, «somos el pueblo». Con la diferencia que no lo gritan para constituirse en sujeto político –como lo hacían entonces sus compatriotas de la DDR– sino para impedir que otros opten también a ser ciudadanos de pleno derecho.

Miles de personas participan en la novena manifestación semanal convocada por Pegida (PEGIDA).

Miles de personas participan en la novena manifestación semanal convocada por Pegida (PEGIDA).

Son alemanes y se dicen patriotas. Se manifiestan todas las semanas desde hace unos meses, con puntualidad germánica, en algunas ciudades del país para denunciar «que no cabe un extranjero», que «las autoridades nos traicionan» y algunas consignas más sacadas del prontuario xenófobo… que paradójicamente no conoce fronteras. Bajo el acrónimo de PEGIDA, los Patriotas Europeos contra la Islamización de Occidente amalgaman los miedos viscerales de parte de la sociedad a la inmigración y la pluralidad religiosa y los traducen en marchas a mayor gloria de la cultura doméstica, «la nuestra».

No se sabe demasiado sobre quiénes forman PEGIDA. Aquí, aquí y aquí tenéis varias crónicas sobre lo que estos días ha pasado en Dresde y otras ciudades; también detalles de la formación, que no es un partido político de extrema derecha, pero que tampoco se niega a recibir apoyos aunque estos provengan de rincones turbios. No exhiben la tradicional estética paramilitar, nostálgica del nazismo, que provoca rechazo instintivo en Alemania. Se presentan como eso, como El Pueblo, lo que hace más complicado aún su desactivación.

Hermann Tertsch escribe en ABC que el «problema no es PEGIDA», sino «el brutal islamismo bélico en expansión». Es una forma de verlo. Yo también estoy en contra de la islamización de occidente… y de la cristianización también, y de la runnerización si es necesario. Faltaría más. El «no leímos a Voltaire para acabar así» y todo eso. Pero el bueno de Hermann no lleva razón. Lo que pretenden los manifestantes de PEGIDA no es luchar contra el fanatismo religioso, sino impedir todos los fanatismos salvo el suyo. Dicen defender las raíces de Europa y en realidad no hacen más que arrancarlas de cuajo, atrincherarse en el pozo de su añorada weltanschauung.

PS: Me llama la atención, no sé a vosotros, el sintagma «patriotas europeos». No porque no lo sean, sino porque me hace pensar, con  tristeza, en que los ciudadanos europeos que no somos ni xenófobos ni ultras ni fanáticos hemos desistido de considerarnos patriotas. Hemos abandonado, por omisión, el concepto ‘patriota europeo’ en manos de gente que no se merece tal calificativo, y que usa y abusa de él a mayor gloria de su visión cainita de la sociedad.

PS2: Espero poder contaros algo «nuevo» sobre PEGIDA cuando vayan conociéndose datos, filiaciones y lea análisis de especialistas (que de momento no he encontrado). Mientras tanto, os dejo con este vídeo que me ha pasado mi compi Guillermo sobre la manifestación del lunes.

Apuntes socialdemócratas: de la ‘edad dorada’ en Europa a la crisis de hoy

La crisis de la socialdemocracia tiene casi más años que yo, que voy a cumplir 34 el mes que viene. Su agonía es la más anunciada y prolongada de la historia universal de las agonías. Más de uno la habréis estudiado en manuales, leído en libros y analizado en artículos. Es casi un lugar común de la historia y la ciencia política. Y está siempre presente en la prensa.

Pero a lo que voy. Más de una persona en el trabajo y fuera de él me ha preguntado por la socialdemocracia, ahora que en España con el auge de Podemos, y en otros países con sus particularidades, se vuelve a hablar y mucho del modelo socioeconómico óptimo para mejorar nuestra vida en común.

He caído en la cuenta de que cuando se asegura, por ejemplo,  que tales o cuales políticas son «claramente socialdemócratas» a menudo el significado de tal afirmación queda un tanto oscuro, y no digamos ya el origen histórico concreto de tal significado. Con voluntad pedagógica, os dejo estos párrafos.

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

Olof Palme, líder de la socialdemocracia sueca, asesinado en 1986 (DN.SE)

La socialdemocracia es, como el eurocomunismo o el neoliberalismo, un concepto político del siglo pasado. Es importante recalcar esto cuando hoy se habla, con bastante ligereza, de «nuevas formas de hacer política» sin tener en cuenta que la base para estas se cimentó hace mucho. La socialdemocracia fue, en su origen, un intento de conciliar la industrialización y el auge del capitalismo con la protección (la denominada ‘cuestión social’) de los trabajadores.

Frente a la revolución permanente de los partidos comunistas, los socialistas trataron de conciliar lo mejor del capitalismo industrial con lo mejor de las ideas marxistas. Obviamente, estoy simplificando, pero la socialdemocracia fue, en la Europa de entreguerras, algo así como el justo medio de la política. El fracaso de las democracias liberales en este periodo, el ascenso de los totalitarismos y la destrucción del continente en la Segunda Guerra Mundial, dieron pie a una reformulación de la socialdemocracia.

Desde 1945 y hasta 1973, Europa vive su ‘edad dorada’. El Estado de bienestar, asociado a la socialdemocracia como garante de la protección social y la intervención y la planificación estatales de la economía, se tomó como la base de un consenso mayor que evitara el resurgimiento de opciones políticas radicales. Aunque, como recuerda Tony Judt y en contra una creencia general hoy, el Estado de bienestar «no fue, fundamentalmente, excepto en Escandinavia, obra de los socialdemocrátas».

Esto quiere decir, para que os hagáis una idea, que los partidos democratacristianos europeos (lo que hoy llamaríamos conservadores a secas) fueron los que desarrollaron en gran medida los supuestos de un Estado intervencionista que corrigiera los desmanes del capitalismo (ahora hablaríamos de los ‘mercados’). Digamos que durante tres décadas, el consenso tanto a nivel teórico como práctico era incuestionable: el modelo de un país con un Estado fuerte, donde sus ciudadanos estuvieran protegidos por diferentes subsidios (sistemas públicos de salud, desempleo, pensiones, etc.) era incuestionable. La izquierda y la derecha (en Europa, pero también en EE UU) puede decirse que estaban entonces de acuerdo en que el Estado provindencial era no solo bueno, sino necesario.

Este paradigma, por decirlo con una término que no me gusta demasiado, cambió con la irrupción de la llamada Nueva Derecha, la revolución que también lo fue, porque la revolución no es patrimonio solo de la izquierda neoliberal. A mediados, pues, de los años 70 el consenso se rompió. Para esos nuevos conservadores, el Estado no era un mal menor o un aliado, sino un inconveniente para el progreso económico, un molesto hacedor de trabas a la liberación del comercio y la globalización en ciernes. El Estado, para esta derecha rediviva, debía adelgazarse hasta quedar reducido a la mínima expresión porque por su propia naturaleza era ineficiente, ineficaz, malgastador y cercenador de la libertad.

¿Qué hizo entonces la socialdemocracia, es decir, la izquierda partidiaria del Estado providencia combinado con las libertades individuales y los derechos inherentes a la democracia? Pues tratar de refundarse sobre ese supuesto, aceptando algunos de los dogmas de la derecha thatcheriana. Así, la Tercera vía de Tony Blair (y Anthony Giddens, su sociólogo de cabecera) o las políticas de Schroeder en Alemania (reformando el capitalismo renano, fuertemente igualitarista y protector hacia los trabajadores) fueron dos intentos de conciliar ese nuevo paradigma que parecía que la sociedad demandaba (menos Estado) con la defensa de algunas líneas rojas (sobre todo identitarias) de la izquierda tradicional.

¿Reactualizar el discurso o volver a 1945?

Desde entonces, la crisis de la socialdemocracia con crisis quiero decir: falta de rumbo, incertidumbre filosófica, incoherencias teóricas y debilidades cotidianas es casi una cuestión permanente. Sorprendentemente, además, la crisis económica y financiera que comenzó en 2008 no ha sido ningún revulsivo. Como analiza Borja Barragué, profesor de Derecho en la UAM, los partidos socialdemócratas han perdido 19 elecciones. Ante esta sangrante pérdida de poder, los partidiarios de la socialdemocracia se han escindido en dos, grosso modo. Por un lado, los que como dice Barragué ven la necesidad de actualizar el discurso socialdemócrata una vez más; por otro, aquellos que quieren volver a las esencias perdidas, es decir, a 1945.

Y aquí es donde entran las nuevas formas de hacer política, los nuevos partidos y planteamientos. Cuando Podemos el último Podemos, el que ha suavizado sus propuestas dice que es socialdemócrata, se está diciendo en realidad que quiere recuperar las esencias de la socialdemocracia, con un Estado muy intervencionista. Y cuando se dice, por otro lado, que el PSOE u otros partidos socialistas pretenden una nueva socialdemocracia lo que se está diciendo es que quieren trascender su propio modelo, que ya habían en parte abandonado durante las últimas décadas.

Cierro con una reflexión (que da pie a seguir reflexionando) de Judt extraída de uno de sus grandes libros, Sobre el olvidado siglo XX: «La idealización del mercado, con el supuesto concomitante de que, en principio, todo es posible, encargánose las fuerzas del mercado de determinar qué posibilidades se harán realidad, es la más reciente (si no la última) ilusión moderna: que vivimos en un mundo de potencial infinito en el que somos dueños de nuestro destino. Los partidarios del Estado intervencionista son más modestestos y escépticos».

Datos y opiniones críticos sobre la lotería: muy regresiva y con poco retorno

Europa tiene muchas cosas de las que avergonzarse. Por ejemplo, ser el continente que inventó la lotería moderna. Para los que no jugamos nunca se trata de una batalla perdida, pero no está de más –ahora que llegan días en los que los medios de comunicación se vuelcan en dar cobertura acrítica a todo tipo de azares navideños– comentar cómo está el asunto de la lotería en la Unión Europea y en el mundo.

Cada vez se gasta más dinero en lotería. El informe anual de la Word Lottery Association referente a 2013 (quizá el compendio estadístico más fiable y de los pocos actualizados y disponibles) confirma un incremento de la actividad económica en el sector del 3,8% respecto al año 2012. Europa es, de todos, el continente que más gasta, y en concreto España el país de la UE que más lotería consume y que mayor gasto per cápita presenta (más de 100 euros cuando la media europea en 2011 estaba en 69, según el anexo de la European Lotteries).

Chema Moya / EFE

Chema Moya / EFE

Más allá del sentimentalismo obsceno al que apelan los anuncios, la lotería en Europa (y España no es una excepción) tiene un carácter «marcadamente regresivo», como me explica por correo electrónico el sociólogo Roberto Gavia, profesor de la Carlos III y autor del libro Fortuna y virtud (Sílex, 2013). Es cosa sabida la relación entre renta y gasto en lotería, aunque no muy publicitada: «Los sectores más desfavorecidos son los que más boletos compran», asegura Fernando Ramos, economista de la Universidad de Olavide en su artículo La Lotería Nacional en España, 1850-2000: Perfil Histórico del consumidor de loterías.

Según la World Lottery Association, de cada dólar gastado en lotería en el mundo, solo 28 céntimos retornan a la sociedad. El resto no. Pero no es solo eso, sino que el dinero que se destina a ‘buenas causas’ no suele tener ningún efecto cuantitativo sobre las mismas. Me lo explicaba también Gavia: «Las transferencias de ingresos de loterías a obras sociales no tienen efecto porque inmediatamente se detrae de otros fondos públicos lo que se transfiere a través de loterías, con lo que el resultado neto para estos programas no varía».

Por ejemplo, y siempre según la WLA, del total de ingresos anuales de Loterías y Apuestas del Estado en España, 8,5 millones van a parar a la Hacienda pública y 1,5 a actividades sociales (no detalladas). En Francia sucede algo parecido con la Française de Jeux. Allí, 12 millones de euros acaban en el Tesoro y 2,8 van a ‘buenas causas’, y concretamente todo sin excepción a promocionar el deporte. En Rumanía, el ratio es más equilibrado, aunque la recaudación de su lotería nacional también es mucho menor. Así, 319 mil euros van al Estado (que como en los otros casos no se detalla qué hace este con él) y 40 mil a causas sociales, en el caso rumano todo el monto se dedica a actividades culturales.

Son tres ejemplos de cómo los Estados administran el dinero que ingresan por los juegos de azar que ellos mismos sustentan. Un negocio tan redondo como los bombos mismos del sorteo de Navidad en España. Hace unos años, The Guardian publicó datos que venían a confirmar los indicios de que los beneficios sociales de la Lotería Nacional en Reino Unido no se distribuían de manera justa, lo que hace sospechar que aquí en España, y en el resto de Europa, pueden darse problemas similares. Es un buen tema para eso que ahora se llama periodismo de datos, ¿no? En cualquier caso y para terminar, siguiendo esta línea os dejo con el genial monólogo contra la lotería que se largó John Oliver en su programa hace poco (que descubrí gracias a @suanzes).  Sus dardos apuntaban a las loterías de EE UU, pero no hay mucha diferencia.

PS. Los investigadores, sociólogos y economistas, llevan años tratando de aprehender las razones por las que se juega a lotería y por qué se da esa correlación entre clases sociales más desfavorecidas y mayor gasto. Si queréis saber cómo está el estado de la cuestión os recomiendo leer Why the poor play the pottery. Sociological approaches to explaining class-based lottery play. Se trata de un artículo de 2013 de dos investigadores del Instituto Max Planck que viene a cubrir la falta de una explicación general al tema. Además de un repaso a los diferentes enfoques racionalista, utilitarista, etc. apuntan a que las estructuras sociales deberían ser un factor cada vez más a tener en cuenta para explicar ciertos comportamientos de la población respecto al juego.