Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

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¿Hacia una nueva Guerra Fría?

Clichés retóricos que emergen del pasado. Movimientos de tropas y armamento que escenifican antiguas polarizaciones. Amenazas y sanciones. Alineaciones ideológicas que, sin estar del todo claras, perpetúan concepciones políticas con décadas de recorrido. En nuestro intento compulsivo por ordenar los acontecimientos mundiales reluce un concepto caduco, que se dio por amortizado y ahora vuelve. Los politólogos y los expertos lo han bautizado como nueva Guerra Fría.

En un reciente artículo en el esperado y prometedor diario Ahora (todavía está en beta), Ramón González Férriz expone su preocupación por nuestro lenguaje político, dominado por los caducos clichés de la Guerra Fría. González Férriz demanda un nuevo lenguaje para una nueva realidad. Herramientas de pensamiento novedosas para enfrentarnos a problemas que también lo son. Coincido con él. El debate público está repleto de tics políticos de un pasado que ya no se nos parece (‘fascista’, ‘comunista’… son reliquias que exhumamos para hacer frente a nuestros enemigos, pero de poco más nos sirven).

Pero existe un matiz. Quizá la realidad también conspira (y no solo nuestro perezoso cerebro) para inducirnos a pensar sobre la base de esquemas mentales del pasado. Es un hecho que la Rusia de Putin se ha lanzado a una carrera contra Occidente. También sabemos que todos nos espiamos compulsivamente, incluso entre aliados. Es cierto, por último, que hay regiones del planeta donde la lucha por los recursos y la geoestrategia son el pan nuestro de cada día. Claro que hay otros factores de desestabilización, y también de esperanza, pero se dan condiciones objetivas para hablar de un revival del teatro mundial de la segunda mitad del siglo XX.

Rusia

El conflicto ucraniano ha sido el detonante final, pero los mimbres venían tejiéndose desde tiempo atrás. De Gorbachov a Chomsky, el término ha hecho fortuna entre políticos, analistas y comentaristas varios. Aquí está la completa entrada de Wikipedia, que data de 2014. Y si queréis saber más, el blog Guerras Posmodernas lleva unos meses dedicándole una sección muy interesante, donde entre otras cosas se analizan algunas contradicciones y se matizan otras, como por ejemplo su naturaleza incomprendida: «La ausencia de una ideología fuerte en el bando anti-occidental es lo que quizás haya impedido que el concepto de Nueva Guerra Fría sea entendido».

El otro día Pew Research publicó un estudio significativo. Iba sobre la visión de la política y la economía de la Administración Obama fuera de EE UU. Los resultados refrendan el comportamiento bipolar del mundo. Los países de la Unión Europea siguen considerando satisfactorias las políticas de Obama (aunque, curiosamente, España es el país donde menos valoración tienen: ¿nuestro secular antiamericanismo?), pero en Rusia el vuelco es descomunal (ver gráfico) hacia lo negativo. También sucede algo parecido en países alineados con Rusia y en Oriente Medio (aunque aquí me remito al entrecomillado del anterior párrafo).

Esta conspiración de hechos y esta voluntad de pensamiento global (parece que es más sencillo pensar en términos de grandes bandos en permanente enfrentamiento que de multipolaridad) dejan a Europa en un lugar delicado. En plena crisis (todavía) de modelo, la UE se puede ver sin potencia ni decisión para servir de nexo entre potencias y discursos rivales. La nueva guerra fría pilla a Europa, después de todo, ensimismada en sus propias cavilaciones.

 

Treinta años de España en la Unión Europea: una celebración agridulce

La magnitud de la celebración de un aniversario no depende tanto de lo que supuso entonces un acontecimiento, sino de lo que en realidad supone hoy para los que se ven en la obligación de celebrarlo. Hace 30 años España firmaba el Tratado de Adhesión a la CEE. España dejaba de ser un verso sin estrofa, una anomalía europea, y se integraba en la modernidad.

Hasta ahí, el relato es sencillo y asumible para la mayoría adulta del país. Los beneficios materiales que conllevo la adhesión ayudaron, además, a disimular el escaso conocimiento, más allá de un puñado de tópicos, de la opinión pública ¡y de los propios políticos! sobre lo que significaba ser realmente europeo. Fue más un acoplamiento material que una unión sentimental.

Felipe González firma el documento de Adhesión en 1985 (FUENTE: Ministerio de Exteriores)

El presidente del Gobierno Felipe González firma el documento de Adhesión en 1985 (FUENTE: Ministerio de Exteriores)

El relato se empezó a truncar hace menos de una década, y precisamente por su lado más frágil: la juventud. Se da la contradicción que la generación más vinculada al continente viajes baratos, Erasmus, idiomas, etc. es al mismo tiempo la que hoy ejerce la bandera si no del antieuropeísmo, sí al menos del europeísmo crítico… barnizado a veces de franco pesimismo.

Los que hoy tienen 30 años han heredado el discurso optimista (también algo paternalista) sobre Europa en el marco de una realidad que no lo refrenda. Es decir: los jóvenes, que son los que deberían recoger el testigo de los pioneros que nos llevaron a Europa, no se creen no nos creemos: yo sigo siendo aún joven hasta los 36, según decía JGB que Europa sea capaz de proporcionarles la misma estabilidad e ilusión.

No es casualidad que haya sido El País, muy vinculado a ese primer impulso europeísta de los años ochenta, el único gran periódico nacional que se ha guardado tiempo, espacio y firmas para recordar el 30 aniversario. El resto, con involuntario desdén, ha preferido reservarse el derecho de celebración. En un fugaz vistazo a las firmas que incluye el diario, uno echa en falta precisamente ese impulso desde abajo de la edad.

Se recuerda estos días la frase de Ortega que nos enseñaron en el colegio: «España es el problema, Europa la solución». Se evoca, incluso, para darle la vuelta. Pero hay otro pensamiento orteguiano que le viene mejor a la fase que ahora experimentamos: «El esfuerzo inútil conduce a la melancolía». Decía Jane Kramer, la histórica corresponsal del New Yorker, que la idea de Europa avanzaba en la medida en que nadie sufriera o creyera sufrir a causa de ella. Si en España el progreso de la idea se ha estancado, es muy problablemente por esa incómoda razón.

Ampliación: He realizado una pequeña selección de temas a través de Twitter que tratan el aniversario. Merecen la pena.

Donde el asco era un lujo: Mauthausen, el campo de los españoles, en tres libros

Antes de que los rescoldos del aniversario de su liberación se apaguen, me gustaría traer Mauthausen. El campo de concentración nazi donde más presos españoles vivieron (casi 8.000) y murieron (la mitad no sobrevivió). Uno de los lugares más atroces del universo concentracionario alemán. No puedo competir con las buenas historias que estos días pasados se han ido publicado. Pero puedo compartirlas. Esta sobre los tuits desde el infierno. O este relato sereno y conmovido de Cuartango, visitante por un día. También puedo traer varios libros, muy recientes.

El primero de un historiador, Benito Bermejo. El segundo de un periodista, Carlos Hernández de Miguel, sobrino de un deportado que sobrevivió al cautiverio. El fotógrafo del terror (RBA, 2015), el primero de ellos, rescata la biografía y el legado de Francisco Boix, preso socialista que logró sustraer miles de fotografías que documentan las atrocidades de Mauthausen. Fotografías tomadas por los propios alemanes. Un testimonio que sería clave en Nuremberg, aunque Boix murió poco después, a los 31 años, con lo que su memoria y su coraje fueron amputados de los fastos en décadas futuras.

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

Miembros del Comité Internacional de Mauthausen, en los exteriores del que fuera campo de extermino nazi. (ARCHIVO / 20MINUTOS)

El segundo libro es Los últimos españoles de Mauthausen (Ediciones B, 2015). Una historia oral que recoge el testimonio de españoles supervivientes algunos ya centenarios y que recopila la memoria de los presos, la mayoría excombatientes republicanos de la guerra civil española. Pero hay un tercer libro, una novela en concreto, mucho más antigua que los otros dos. Se titula K. L. Reich (Libros del Asteroide, 2014) y la escribió Joaquim Amat-Piniella. Sobre él me extenderé más. Lo acabo de leer y me gustaría contribuir con razones, aunque lo haga peor que otros, a que vosotros también lo disfrutéis.

K. L. Reich es milagrosamente atípico. Una novela escrita en el siglo pasado… ¡publicada en los años sesenta en España! Toda una hazaña viniéndose de donde se venía: un régimen, el franquista, que hasta hacía nada había sido valedor de la Alemania hitleriana. Una novela testimonio que contiene universales humanos trágicamente similares a los de obras más conocidas (y quizá de mayor poso literaria).

Piniella, preso él mismo en Mauthausen, no es Jorge Semprún o Primo Levi, de acuerdo, pero su escritura más sencilla y menos elaborada, sobre todo comparada con la del autor de La escritura o la vida regurgita con más efectividad lo que fue la experiencia concentracionaria. En K. L. Reich reluce, con toda su tragedia a cuestas, la ‘culpa del superviviente’ (la sensación de haber conservado la vida cuando lo suyo era morir: «¿Estaré realmente estigmatizado?»). También otras vivencias clásicas de los campos: como las zonas grises alrededor de los kapos, la desinhibición fisiológica («el asco es un lujo aquí») o la renuncia mental («O te acostumbras o te mueres»).

Este año de conmemoraciones redondas (70 años) merece la pena pararse a leer un libro así. Un libro doble: un testimonio de primera mano y al mismo tiempo un ‘producto’ que sufrió las caprichosas contingencias de su tiempo. Es significativo, aunque el relato oficial lo obvie, las dificultades y el olvido que muchos testigos sobrevivientes padecieron para lograr publicar sus experiencias de muerte. Nadie, o pocos, les hacían caso. No tocaba. No estaba de moda. Hoy parecería que Europa tuvo una reacción instintiva e inmediata de protección y honra hacia ellos, pero no fue así para nada. Y en el prólogo del propio Piniella se percibe este desdén (y la sombra de la censura) cuando escribe:

No es nuestra la culpa de que este libro no haya salido hasta ahora, y si se edita pese a la mengua de actualidad que el tema ha experimentado es por creer que antes de olvidar una cosa es necesario haberla conocido.

NOTA: Espero que este texto os sirva a modo de recomendaciones indirectas para la Feria del Libro, a la que este año no le he dedicado un post específico, para desazón de mi amigo @raulnash.

 

Diez años de la no Constitución: el fracaso que inauguró una década convulsa para la construcción europea

Han pasado diez años del referéndum que nos otorgaría una Constitución para Europa, que no europea (en aquella extraña sintaxis se escondía la trampa). Tengo dos recuerdos premonitorios del desastre final, posterior en unos meses a la pírrica victoria en España: en mi facultad, los debates para discutir el texto tuvieron menos repercusión que un congreso de Paleografía medieval. Y entre mis amigos, el interés estaba más en la ya cercana primavera que en la cubierta azul de ese corpus legal de buenas intenciones.

Los entonces príncipes de Asturias, votando en el referéndum constitucional. (EFE)

Los entonces príncipes de Asturias, votando en el referéndum constitucional. (EFE)

Confieso que yo fui de los que hizo apología. Mi primera y quizá única acción como europeísta fue ir a la sede en Madrid del Parlamento Europeo y hacerme con un puñado de ejemplares para repartir entre amigos y conocidos. Por ello me gané bromas a izquierda y derecha del espectro ideológico: siervo de Zapatero para unos; de las multinacionales para otros. El ulterior ‘no’ francés de mayo cuyos ecos todavía resuenan me hizo aparecer como un paria ingenuo a ojos de la mayoría.

He preguntado a varias personas cómo recuerdan todo aquello de la Constitución. No recuerdan. La amnesia sobre aquel hito negativo para la construcción europea es total, definitiva. Un sueño que se trocó en pesadilla en Francia y Holanda. Hoy, las instituciones pasan de puntillas y a quien más quien menos aún le dura la resaca. Una década después, la paradoja es que lo que no logró la Constitución la aceleración del proceso de integración lo consiguió, a regañadientes, la crisis económica.

En realidad, la fallida Constitución fue pionera del gran debate posterior en la UE sobre la falta de legitimidad del proyecto y el ‘déficit democrático’. Ya entonces, en 2005, muchos advertían de que la palabra Constitución era quizá demasiado excelsa para un demos europeo tan pequeño. Una forma de decir que los europeos no estábamos preparados para tanto… y que, en realidad, las instituciones tampoco lo estaban. Y así se demostró.

Los años posteriores al no constitucional, y hasta que irrumpió la crisis económica, fueron un tiempo de dudas, de escepticismo y de parálisis. Las élites europeas dirigistas habían fracasado en otorgar una carta magna al arinoso pueblo europeo. Y los ciudadanos, desconectados de los debates y la retórica de Bruselas, habían pasado página con total tranquilidad. No es que Europa retrocediera aquel 2005, sino que no avanzó, lo que viene ser, para este ente tan extraño, una forma de retroceso.

Carteles pidiendo el 'No' a la Constitución Europea en Francia en 2005 (WIKIPEDIA)

Carteles pidiendo el ‘no’ a la Constitución Europea en Francia en 2005 (WIKIPEDIA)

El Tratado de Lisboa, farragoso y apto solo para iniciados, incluye casi el 100% de lo planteado en aquel tratado constitucional. Entró en vigor en 2009, otorgando más poder al Parlamento, a los tribunales de Justicia de la UE, etc. Todo lo que ya más o menos nos sabemos. Pero lo que no ha conseguido Lisboa es eliminar los recelos que dieron origen al fracaso de 2005. Las instituciones europeas han querido sustituir el apego sentimental a Europa por la eficacia en la toma de decisiones.

El gran problema, y quizá la gran mala suerte de estos años, ha sido que las turbulencias económicas han dificultado esa ilusión de eficacia. Donde antes, hace una década, solo había un problema de desapego, legitimidad y falta de sintonía con los ciudadanos, en unos años hay todo eso, multiplicado exponencialmente, y además miedo al futuro económico y la pérdida de la sacrosanta prosperidad.

Los Le Pen: unidos en banalizar el pasado y demonizar el presente

No es la primera vez que el patriarca Jean Marie Le Pen se siente traicionado. Tampoco la primera que el partido que fundó, el Frente Nacional, sufre una escisión traumática. La diferencia es que hoy, el marginado el públicamente humillado ha sido él. Hace 17 años, y también el mismo día de mayo en que la extrema derecha honra a Juana de Arco, Bruno Mégret, fiel lugarteniente de Jean Marie, dejó las filas lepenistas para fundar un nuevo partido. La aventura acabó pronto.

Pero aquella alta traición de tintes romanos (así la calificó el propio Le Pen) dejó una huella profunda, familiar e ideológica, en un partido de altibajos electorales y perpetua mala prensa. Hoy Le Pen es un apestado, simboliza un pasado que su hija Marine quiere condenar al olvido. ¿Pero tan diferentes son el FN de Marine y el que fundó su padre? ¿De qué quiere exactamente alejarse la hija? Para comprender las declaraciones («El Holocausto fue un detalle de la Historia») que han condenado al ostracismo a Le Pen, hay que bucear en la historia de la extrema derecha francesa y europea en el siglo XX.

José Luis Rodríguez Jiménez, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos, es especialista en movimientos fascistas y neofascistas en Europa. En un completo artículo académico repasaba hace unos años la evolución de la extrema derecha en Francia, desde los grupúsculos posfascistas de los años cuarenta, el auge y caída del pujadismo en los cincuenta y la unificación en el seno del Frente Nacional en los años setenta.

Jean Marie Le Pen supo en su día canalizar las diferentes tendencias de la marginal aunque resistente ultraderecha francesa en un partido aceptable para el establishment. Le Pen encontró, en la crítica pesimista del presente (la crisis económica y social, la presencia inmigrante) y en la relativización calculada del pasado (la Francia nazi, el colaboracionismo), el cóctel perfecto para ganar votos e influir en la política nacional.

En palabras de Rodríguez Jiménez: «Le Pen era consciente de la necesidad de introducir cambios sustanciales en el discurso y en la estrategia de la extrema derecha. En su opinión no debería tratarse tan sólo de rehabilitar a Petain y revisar la visión histórica de la II Guerra Mundial o de agitar la calle, sino que era necesario agrupar a todos los descontentos, establecer una buena red de relaciones y participar en las instituciones».

Jean Marie y Marine Le Pen, antes de la ruptura (GTRES)

Jean Marie y Marine Le Pen, antes de la ruptura (GTRES)

Así pues, Le Pen fue desde el principio de su carrera un posibilista, tal y como lo es su hija ahora. Hasta ahí, pocas diferencias. Le Pen había crecido en la extrema derecha francesa clásica obsesionada con la identidad nacional, la violencia, la decadencia de Francia y la pérdida de las colonias (Argelia) pero al contrario que muchos de sus correligionarios no negaba los crímenes cometidos por sus compatriotas ni el colaboracionismo; ‘simplemente’ los banalizaba.

A Le Pen se refiere Tony Judt en Posguerra, situándolo en ese mismo contexto de renacimiento de la extrema derecha en Europa: «A pesar de los propios vínculos de Le Pen con la tradición ultraderechista basada en su apoyo juvenil a los poujadistas, su paso por enigmáticas organizaciones de extrema derecha durante la guerra de Argelia y su defensa, cuidadosamente articulada, de Vichy y de la causa pétenista, su movimiento, al igual que sus homólogos en todo el continente, no podía ser rechazado únicamente calificándolo de reedición atávica y nostálgica del pasado fascista europeo».

Aunque sus referencias al gobierno de Vichy nunca dejaron indiferentes a la justicia francesa. En su biografía rezan varias condenas por ello. En 1997, por decir que las cámaras de gas fueron un «detalle de la Historia», y años antes por declaraciones públicas similares. Cuando estos exabruptos, su hija Marine ya estaba en el partido y era mayor de edad. Nunca se quejó. Hasta ahora. Es muy posible que entonces no le viniera bien. Nonna Mayer, profesora emérita del CNRS, publicó un estudio en 2012 en el que demuestra que no hay diferencias sociales e ideológicas sustanciales entre aquellos que apoyaban al padre y los que apoyan a la hija (gran parte, clase trabajadora que antes votaba al PCE).

La única diferencia observable, asegura Mayer, y aquí reside una de las claves del repudio de Le Pen padre, es que el liderazgo de Marine alcanza a una audiencia femenina que antes era reacia a simpatizar con el FN. Por decirlo rápido, la extrema derecha francesa fue siempre, durante el siglo XX, un territorio exclusivamente de hombres. Un liderazgo como el de Marine Le Pen hubiera sido hace dos décadas algo impensable. Algo tiene que cambiar, para que todo siga igual.

La retórica de Marine Le Pen es un calculado corta y pega de los discursos de su padre (Este artículo de Politico es bastante clarificador en este sentido), solo que puliendo sus toscas maneras y dándole una pátina de moderación que en el fondo sus políticas proteccionismo, rechazo a Europa y a la multiculturalidad no tienen. Marine quizá no banalice tantísimo el pasado como lo hace su padre (aunque se haya criado en ese ambiente comprensivo hacia el crimen de estado), pero sus argumentos políticos son los mismos que los de su progenitor. Marine no ha matado al padre, lo ha maquillado.

Karen Mardanyan: «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte»

Su deseo era Francia, la gran tierra europea de acogida para el exilio armenio desde los años veinte del siglo pasado, pero las implacables leyes migratorias lo impidieron (*). Cruzaron entonces a España. Viajaban con un hijo recién nacido y poco dinero. Tuvieron fortuna, y aquí siguen viviendo, en un barrio de una localidad del sur de Madrid, desde hace dos décadas. Karen Mardanyan es fuerte, de tez morena, nariz ganchuda y rostro ancho y simétrico. «La gente me pregunta si soy ruso», bromea, «y yo les digo que no, soy armenio». Metaksya Petrosyan podría pasar por una mujer del Este. Es rubia, corpulenta, sonríe casi como pidiendo perdón y, aunque se une a nosotros sigilosamente y con la conversación avanzada, pronto alcanza un tono más sentimental que el de su marido.

Lo primero que hicieron Karen y Metaksya al poco de establecerse en España fue comprar una antena parabólica. Encienden la televisión. Un domingo por la tarde los canales armenios emiten la misma programación monótona que los españoles. Pero lo que llega a través de la pantalla una película de época, un programa de variedades sirve bien a la nostalgia. Además, contribuye a que sus hijos Hayk y Mikayel acostumbren el oído a la lengua y las tradiciones armenias.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 26 en Madrid.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 23 en Madrid.

El genocidio también contribuye a esta educación y a aquella nostalgia, y pronto la charla deriva hacia el tema. Karen es un almacén de cifras y de líneas fronterizas, que desgrana con paciencia y pedagogía. A Metaksya no le interesan tanto los datos. Confunde el nombre de los tratados o no le importan demasiado. Qué más da París que Sevrès. Todos conmemoran una sucesión de traiciones a su nación. Metaksya sigue desconfiando de los turcos. Lo expresa sin rubor. Hay una maldad intrínseca en ellos, asegura. Jamás podrá tener amigos turcos.

Tanto Karen como Metaksya sienten un orgullo indisimulado hacia su menguante pueblo, estabulado entre naciones poderosas («Si tuviéramos petróleo…»), de credos enfrentados y poblaciones herederas de aquellas que asesinaron a sus antepasados. Karen es ingeniero técnico. Estricta formación soviética, aunque con matices: en su colegio se permitía estudiar armenio sin problemas, siempre y cuando no se mencionara el genocidio. El genocidio era un tema tabú. Lo fue hasta la década de los ochenta. Entonces la URSS se desintegraba y ya no prestaba tanta atención a las peculiaridades de sus satélites. Armenia fue una de aquellas repúblicas caucásicas: insignificante en cuanto a población, pero privilegiada en lo geoestratégico. Había una central nuclear y buen regimiento militar del Ejército Rojo. El nacionalismo armenio resurgió en ese momento. Y con él los problemas, que Karen sufrió en primera persona.

En España Karen ha sido de todo hasta ser lo que es ahora: autónomo. Tiene una furgoneta y un par de ayudantes. Se dedican a arreglar maquinaria hidráulica. Con la ayuda de un amigo llegó a inventar una máquina elevadora. Pero el proyecto nació muerto: los chinos construían casi lo mismo y más barato. Ahora Karen, que preside una asociación de armenios en España, sueña con hacer tímidos pinitos en política. Este verano toda la familia se irá a Armenia. En verano, en Yerebán hace mucho calor, pero desde cualquier ventana se ven las cumbres nevadas del monte Ararat, cuna sagrada para el pueblo armenio y hoy propiedad turca. La mujer de Karen sueña todavía con que les sea devuelto. «Me conformaría casi con eso», dice. Karen en cambio sonríe y mira el mastodóntico atlas de Armenia extendido sobre la mesa, trufado de tratados incumplidos y fronteras imaginarias. La Historia no parece dispuesta a darles una segunda oportunidad.

Karen y Hayk, en la manifestación de Madrid.

Karen y Hayk en la misma manifestación.

No hace tanto tiempo del genocidio armenio. No es como aquellos viejos relatos bíblicos, paleocristianos, que se pierden en la bruma de los tiempos. Solo cien años. Turquía sigue sin reconocer que el origen de su Estado moderno está manchado con la sangre del primer asesinato étnico del siglo XX. Karen y Metaksya guardan historias.

El abuelo de Metaksya sobrevivió al genocidio gracias a que se disfrazó de mujer. No fue el único, aunque estos engaños efímeros no siempre servían para despistar a la muerte, que al final se las arreglaba para llegar a todos los pueblos. Por fases: primero los soldados, luego la inteligencia, más tarde los civiles, los niños. Y más. Los turcos arrancaban los fetos de las embarazadas, los degollaban en presencia de sus madres y luego acababan con ellas. Hay fotografías. Testimonios. Memorias. Karen y Metaksya guardan en papel casi todas.

Los armenios en España no son ni mucho menos una comunidad tan poderosa como en Estados Unidos, Francia o Argentina. Apenas hay descendientes de la diáspora. Casi todos, unos 20.000, la mayoría en Valencia y Barcelona, vinieron a España poco después de que Armenia se convirtiera en un país independiente. Karen vivió los años convulsos de la caída de la URSS. Había que construir un país y se puso a ellos con energía juvenil. Pero una década después, ya sin trabajo y sin esperanzas, se lanzó a la aventura. Por eso España. Como él, los armenios que viven en nuestro país aspiran al reconocimiento simbólico por el Estado de aquella masacre fundacional del siglo. En «cinco o diez años», calculan, «habrán construido un lobby poderoso «como para poder aspirar a que su pasado sea tratado como lo es en otros países. España sigue siendo un socio poderoso de Turquía y España no es Francia, por lo que una ley que condene la negación del genocidio armenio sería una quimera aquí. «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte», dice Karen.

Karen y Metaksya compran alcohol armenio por Internet, comentan la actualidad política armenia, exhiben el sempiterno óleo del Ararat en el recibidor de casa y de vez en cuando organizan fiestas con comida y bebida armenias. España es una especie de segunda tierra prometida, pero como dice Metaksya, su casa siempre estará allí. Los pueblos más bonitos, las vistas más alucinantes, los mejores melocotones, granadas y albaricoques, no como los de los mercados de Madrid, puntualiza, que saben a nada. Karen y Metaksya están felices en España. Un mismo credo, un clima similar, costumbres parecidas. Solo de vez en cuando Metaksya se enfada. Alguien le pregunta por su origen, y cuando contesta «Armenia», le responden con una ignorancia ofensiva: «¿Ah, entonces eres de África? ¿Musulmana?». Como muchos pueblos acostumbrados a la persecución, habituados a ir sobreviviendo mutilados, el armenio ha adquirido una conciencia elevada y trágica de su patriotismo.

(*) Este es el relato de una tarde de domingo del pasado mes de marzo que pasé en la casa de Karen y Metaksya. Gracias a su paciencia y generosidad aprendí mucho de Armenia y de los armenios que viven entre nosotros. Shat Shnorhakal em.

Imágenes: K.M.

José Antonio Gurriarán: «Si Erdogan reconociera el genocidio armenio, no duraba ni media hora en el poder»

image1Habla en susurro de su pasado de reportero, de su atentado y de su obsesión: una periodística y hasta poética desviación del síndrome de Estocolmo. José Antonio Gurriarán (Orense, 1939) no sabía absolutamente nada del genocidio armenio cuando una tarde de diciembre de 1980 una bomba, colocada por la banda terrorista armenia ASALA en el centro de Madrid, casi acaba con su vida.

Se recuperó, y con la curiosidad espoleada se propuso saberlo todo sobre Armenia. «Si me hubiera enfrascado en el odio lo hubiera pasado muy mal», reconoce. Gurriarán encontró una causa casi ignota y la magnificó. El resultado: tres décadas dedicadas a la investigación y a hacer pedagogía del genocidio: «Gracias a él me salvé mentalmente». (El testimonio de su salvación es La bomba, el libro autobiográfico en el que relata el atentado, y que acabó regalando en mano a sus verdugos).

Gurriarán me recibe en su chalet de Valdemorillo, en Madrid. La primavera desborda de lilas la terraza y un mastín patrulla en silencio por el jardín. Pelo blanco, cascos para amplificar la voz cansada, ropa cómoda de jubilado, curiosidad de adolescente avispado. «Los medios de comunicación no le han dado a lo del papa la importancia que merece», se lamenta. Hace unos días Francisco dijo ge-no-ci-dio, con todas las letras, en público. Un hito. «Un momento importantísimo», dice Gurriarán, de natural escéptico a fantasear con que algún día Turquía reconozca el genocidio. «Si lo hiciera, Erdogan no duraría ni media hora en el poder», vaticina.

Hará más de diez años Gurriarán escribió un libro, hoy tristemente descatalogado: Armenios, el genocidio olvidado. Aquella obra, trufada de testimonios de una plasticidad y hondura encomiables, le convirtió en referencia para los armenios de la diáspora y para los armenios del interior. «Con las dos comunidades armenias, la del interior y la del exterior», explica, «pasaba como con el PSOE en nuestra Transición, que no se entendían: estaban en momentos diferentes». «Hoy en cambio», explica, «el antiguo Consejo Nacional Armenio es irrelevante políticamente». No tiene el poder ni la iniciativa ni el dinero necesarios para mantener el vigor de la causa. Y algo más importante: Armenia es desde hace dos décadas un país independiente, y la lucha por el reconocimiento del genocidio es un monopolio suyo.

Gurriarán, en el monumento al genocidio en Ereván, capital de Armenia.

Gurriarán salta de un asunto a otro con cadencia de ciclista veterano. A cada vez, pregunta con una timidez reconfortante si lo que dice de verdad interesa. Lo mismo recuerda el papel de la Iglesia armenia en la configuración del Estado democrático que carga contra el histórico desdén judío aunque no de todos los judíos hacia la reivindicación armenia («una contradicción y una pena», se lamenta). Gurriarán lo sabe todo, y aplica la paciencia de entomólogo a la causa. Repite una y otra vez los apellidos armenios para que el interlocutor se entere. «Me han propuesto escribir otro libro», dice, «pero eso es algo que requiere mucho tiempo y otro enfoque». De momento ha dicho no. Él mismo está reeditando con Amazon los libros sobre los que ha recuperado los derechos. Y escribiendo, pero sobre otras latitudes.

Gurriarán, inmóvil a la fuerza, tiene en Internet una «ventana». Abre Facebook y enseña con orgullo la cantidad de armenios que le siguen como a un padre, que comentan sus artículos y le piden docta opinión en estos días agitados, intensos, de la conmemoración oficial del centenario. Presentar una película, perfilar una conferencia, rematar un artículo. Tiene un verano intenso de trabajo en el que su mujer Helena, fotógrafa portuguesa a la que conoció en la prehistoria de su corresponsalía en Lisboa, estará a su lado. Gurriarán parece tan frágil como la causa que defiende. Pero igual de terco y entusiasta.

Gurriarán, regalando el libro que escribió sobre el atentado a los terroristas que lo perpetraron.

Gurriarán, regalando el libro del atentado a los terroristas que lo perpetraron.

 

¿Por qué ha de importarnos el genocidio armenio que ocurrió hace hoy 100 años?

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Durante los últimos días esta pregunta ha sido mi monte Ararat: imposible fingir que no está ahí e improbable abordarla con éxito sin una larga preparación. Tras meses pensando en armenio, documentándome y entrevistando a armenios, debería de ser fácil de responder. Pero no lo es. No soy muy amigo de celebrar los aniversarios periodísticos. Desconfío de su esfericidad y de las excusas caprichosas con las que exhumamos, justo ahora, los pasados. Hay aniversarios complacientes, como el de la Primera Guerra Mundial: es que ya no están moralizados. Nadie lo siente ya como una acusación íntima cuando se escribe sobre aquel horror. Otras fechas, en cambio, siguen agriando la convivencia. Así el genocidio armenio.

Hace 100 años los jóvenes turcos ebrios de modernidad y de Europa masacraron a un millón y medio de armenios que vivían dentro del Imperio Otomano. La matanza, que se sabe programada más allá de toda duda fáctica, supuso el bautismo de sangre con el que Turquía entró en la Edad Contemporánea. El primer genocidio del siglo XX se perpetró muy cerquita de Yevroba (Europa), en el fragor de la Gran Guerra y ante la mirada atónita de los dignatarios extranjeros. Aunque sin la precisión quirúrgica del futuro Holocausto, el número de víctimas apabulla a la razón la mayoría murieron degollados o en inhumanos desplazamientos por el desierto y las fotografías que lo atestiguan constituyen una siniestra prefiguración de la Shoah.

No me voy a extender en detalles. He escrito este artículo en el periódico recordando casi todas las aristas del tema. Desde el hecho en sí, su contexto bélico, el debate historiográfico y jurídico, la memoria de la diáspora, el negacionismo turco, etc. Casualidad, o quizá síntoma de que la cuestión no es un tema enterrado, hace unas semanas el papa se refirió al genocidio por su nombre. Ha sido el primer pontífice de la historia en hacerlo. Quizá no es un detalle menor que Francisco sea argentino, el tercer país con la comunidad armenia más numerosa del mundo. Turquía ha reaccionado como suele reaccionar cuando algún actor de la comunidad internacional menciona el asunto: llamando a consultas al embajador. Reavivando el conflicto diplomático, vaya.

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Fosa común con armenios.

Volviendo a la pregunta inicial, y esbozando un amago de respuesta, os diré que el genocidio armenio importa, por encima de cualquier consideración geopolítica, porque hay personas, varios miles, cientos de miles, cuyas raíces familiares fueron destruidas por aquel crimen, y que todavía hoy se educan en comunidad recordando a sus muertos no honrados. La diáspora armenia, aunque haya quedado relegada a cierto olvido por el macabro éxito de la diáspora judía, contiene casi todos los ingredientes de su siglo y también del nuestro: limpieza étnica, deportaciones en masa, fanatismo religioso, persistencia de la memoria histórica, lucha por el reconocimiento de la verdad, olvido de Europa, sentimiento colectivo de pertenencia a un pueblo…

Aquí no termino. He escrito varios post que iré publicando durante esta semana y la próxima. A esta presentación (o justificación) de hoy se sumará una entrevista con una familia armenia que vive desde hace años en Madrid, un post sobre cultura armenia centrado principalmente en la figura y la obra del escritor William Saroyan y, para terminar, otra entrevista, esta vez con José Antonio Gurriarán, el periodista español que más sabe de Armenia. Espero que el menú, a falta de granadas y albaricoques que lo endulcen, sea de vuestro agrado.

Desaparecidos en los Balcanes: presente de una guerra que terminó hace 20 años

Manifestantes en diciembre del año pasado pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

Manifestantes, en diciembre de 2014, pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

La pequeña e industriosa ciudad bosnia de Tuzla, situada a 120 km de Sarajevo, alberga uno de los laboratorios principales de identificación de restos humanos de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Tuzla, que trepó de forma efímera a los titulares de la prensa hace un año por ser el epicentro de duras protestas obreras, está también cerca unos 100 km de Srebrenica. Pero nada de lo anterior, ni las algaradas de 2014 ni su puntero centro de secuenciación de ADN, tiene cabida en la breve entrada que Wikipedia le dedica.

En Tuzla, bajo condiciones no siempre favorables, se sigue tratando de identificar a las víctimas de una guerra que terminó hace 20 años. Hay un injusto desequilibrio entre el espacio-tiempo que dedicamos a informar de las guerras y el que concedemos a las posguerras. Los conflictos bélicos son todavía rentables: a los periódicos les reportan titulares y a los (ya pocos) reporteros, prestigio y fama. Pero lo que viene justo después de la paz acostumbra a permanecer en un incómodo claroscuro que solo vuelve a iluminarse si regresan las hostilidades.

La vida tras una guerra, con sus miserias, escaseces y contradicciones se desarrolla en un escenario secundario, en un microteatro espantoso y sin apenas público. La así llamada comunidad internacional va poco a poco perdiendo interés, y los periódicos recolocan a sus contados corresponsales en lugares donde la sangre aún está fresca. La dificultad de proseguir con las identificaciones de los muertos de la guerra en los Balcanes la reconoció hace muy poco la misma directora del ICMP, Kathryne Bomberger: «Muchos políticos creen que la presión de la opinión pública para que se siga buscando a los desaparecidos ha disminuido». En las fosas comunes localizadas, y en las aún ignotas, se calcula que quedan unas 8.000 personas por identificar.

Al desinterés de las autoridades locales (su disponibilidad es directamente proporcional a la rentabilidad que vayan a obtener) hay que añadir la desbandada de los medios de comunicación, que apenas dan cuenta ya de un trabajo, el de la identificación de desaparecidos, lento, exigente y complejo. Por suerte, hay a quien todavía se interesa por aquello que ya no interesa. W. L. Tochman es un periodista polaco que en 2002 viajó a Bosnia y Herzegovina para relatar la vida cotidiana en la posguerra. Ahora, más de una década después, el libro que recoge aquella experiencia va ser publicado en español. Como si masticaras piedras: sobrevivir al pasado en Bosnia (Libros del K.O., 2015) es una crónica escrita en un lenguaje seco, casi notarial, en la que se va tasando el desgarro y la incredulidad de los supervivientes de aquel conflicto. He tenido la suerte y el privilegio de leerla antes de que salga al mercado (queda ya poquito), y no quería dejar pasar la oportunidad de hablaros de ella.

Por encima de sus virtudes estilísticas, que las tiene, Como si masticaras piedras es bonita y necesaria porque se interesa por los vivos que sobrevivieron a tanta muerte. Por las viudas y las madres que esperan con fortaleza indómita a que los despojos de hijos y maridos emerjan del magma anónimo de las fosas para enterrarlos con dignidad. Por la heroica dedicación de los especialistas forenses que, pese a la escasez de medios y el aire insano que fluye de las heridas sin cerrar, buscan la verdad escondida en la doble hélice. Por el estupor que produce en las víctimas que los verdugos de tus seres queridos no solo campen a sus anchas sino que además ocupen tu casa, usen tu vajilla, duerman en tu cama.

Estos zarpazos de incómodo realismo que la vida cotidiana deja sobre la piel de los tratados de paz son los que Tochman salva para la posteridad. Europa, pese a su refinada capacidad de autocrítica, a veces excesiva y paralizante, sigue mostrándose extrañamente ausente de los lugares de memoria donde se puso a prueba sus virtudes civilizatorias. Los esfuerzos del ICMP por identificar a los desaparecidos, el trabajo en la sombra de cientos de especialistas y el desconocimiento general es lo que hacen que este libro, aunque refiera historias de hace una década, sea un documento espléndido para expiar (explicar) el pasado. Y el incierto presente.

Art déco: la penúltima pretensión europea

El art déco –clasicismo reinventado, lujo urbano, exotismo africano, mobiliario onírico, cartelería imposible– vino a hacer el trabajo sucio de la modernidad. Su esplendor y muerte coincide con el esplendor y muerte de Europa, en concreto de Francia, más en concreto de París, como sujeto regente del siglo XX.

Viene esto a cuento porque tenéis toda la primavera para visitar, en la sede de la Fundación Juan March de Madrid, la exposición sobre este estilo artístico injustamente considerado menor –navegó a medio camino entre la vanguardia y el clasicismo– pero europeísimo hasta la médula, tanto por sus pretensiones como por sus contradicciones.

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié - Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié – Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Denostado por superficial y poco comprometido (en una época en la que el compromiso fue la etiqueta de rigor del arte serio: estamos en los años 20 y 30), el art déco se parece más a nosotros mismos (me viene a la cabeza la parodia que hizo George Perec en Las cosas) que todos aquellos manifiestos chulescos y atribulados de la vanguardia que se siguen estudiando en el colegio con anacrónica obstinación.

Volver al art déco es, quizá, un ejercicio de nostalgia, pero también de aprendizaje cultural. Nuestras ciudades, Madrid en concreto, están repletas de sutiles ejemplos de art déco que nos pasan desapercibidos (este delicado blog da cuenta de ellos). Además, mucho de lo que hoy se regurgita como moderno, es en el fondo una vil copia de los objetos diseñados por los ensembliers para la burguesía consumista, aquella que aspiraba a un refinamiento extravagante, hoy diríamos cool.

En la muestra de la March, excelente como todas las suyas, encontraréis desde biombos lacados a la japonesa a una chaise-longe de Le Corbusier (quien, a regañadientes, también se unió a la moda); bellísimas cubiertas de libros y bólidos relucientes, como recién encerados; bocetos de salones funcionales y refinados tocadores de señora con volutas de fantasía. Aunque lo más importante no son los objetos en sí, sino la mirada que posamos sobre ellos: lo que ese intercambio nos dicen de la Europa de entreguerras y de sus ruinas modernas que aún habitan en nosotros.

PS: Si queréis más información sobre la exposición, aquí tenéis la reseña que mis compañeros de la estupenda sección Artrend publicaron hace unos días en el periódico.