Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de mayo, 2015

Memoria histórica de dos velocidades

Francia revisa su propia mitología sobre la Resistencia con una exposición crítica en pleno París. Alemania, por su parte, recrea en una muestra en Berlín el arte patrio destruido por los aliados en la Segunda Guerra Mundial. En contraste, en otros países europeos como Italia o España, el buen revisionismo histórico, la conjuración de los fantasmas de la memoria, ha progresado muy lentamente en los últimos años.

En este campo, el del pasado y sus reelaboraciones, también se impone una Europa de las dos velocidades (de tres, si incluimos a Rusia). Mientras unos asumen los tabúes del pasado y tratan de superarlos, otros prefieren no remover mucho la historia reciente, demasiado moralizada como para llegar a consensos, más preocupados quizá por este nuestro presente convulso que por aquella, ya lejana, historia dramática.

Merkel y Putin, en un acto en 2014 (EFE)

Merkel y Putin, en un acto conjunto en 2014 (EFE)

En este sentido, por ejemplo, suele ser habitual en España que los impulsos para revisar la memoria de la guerra civil y el franquismo (en algo tan sencillo y banal como la eliminación de la toponimia franquista) choquen con la indiferencia de muchos y la incomprensión de no pocos. «¡Pues anda que no hay cosas que mejorar en este país antes que eso!» suele ser el argumento, no por habitual menos erróneo, en este tipo de discusiones sobre las políticas de la memoria.

No es casualidad, pienso, que en los países más avanzados de Europa se haya alcanzado un consenso más honesto y profundo sobre los episodios oscuros del pasado. Entre otras virtudes, esta desconexión con lo peor de la historia de cada nación facilita que se asimilen con más inteligencia los profundos cambios del presente. Actuar, o pensar que el resto actúa en función de unos prejuicios históricos inmutables es un simplificación que entorpece mucho las cosas.

Viene todo esto a cuento del resultado de las elecciones municipales y autonómicas del 24M. Desde Europa, además de con cierto estupor o nerviosismo, los comicios se han interpretado fundamentalmente como un triunfo histórico de los indignados. Nosotros, los españoles, le hemos añadido a los hechos nuestras guindas épicas y nuestros apriorismos históricos. Que si un cambio tan transcendental como el de 1931. Que si el miedo a un nuevo frente popular o el cainismo secular español que todo lo entorpecerá…

Uno de los puntos del programa de Ahora Madrid para la capital es la eliminación de la simbología de la dictadura de calles y edificios públicos. Básicamente, cumplir con la ley de memoria histórica, que apenas se aplica en según que puntos. Ya se han escuchado voces críticas, que acusan a esta amalgama de partidos que seguramente gobierne Madrid de «reabrir heridas del pasado». Discrepo de estas críticas en la misma medida que discrepo de aquellos ufanamente convencidos de que la democracia solo la trajeron ellos, y exclusivamente ellos, a nuestro país.

El otro día comentaba que el resultado de los comicios nos sitúan por fin en el contexto europeo de pactos. También sería bueno que nos situara en el contexto de los países más avanzados en un tema tan espinoso como el de la memoria colectiva y sus trampas, como diría Todorov. Personalmente, me gustaría estar más del lado de Francia o Alemania, maduros ya por fin respecto a su pasado, que de Rusia, que lo usa como arma ofensiva (contra sí misma y contra ‘el otro’).

España se incorpora a la cultura política europea donde gobernar es pactar

Los muy malos ya hablan de «inestabilidad». Pero es que incluso los muy buenos desempolvan el pseudoargumento de la «tradición cainita» de España y alertan de que los resultados electorales del 24M pueden «incrementar las ya muy considerables tensiones sociales».

Unas más elaboradas que otras, pero todas falacias. Los pactos y las coaliciones no conducen necesariamente a la inestabilidad. Más bien al contrario. Y apelar a rasgos culturistas, al parecer eternos e inmutables de los españoles, es en nuestros días una opinión que no se sostiene empíricamente (por no decir algo peor).

IMAGEN: GTRES

IMAGEN: GTRES

Frente a ese pesimismo más sentimental que racional, un hecho: España se incorpora a la cultura política europea donde para gobernar hay que pactar. Nuestro país era hasta ahora una anormalidad en el contexto de la UE, donde las transacciones son la regla de oro habitual entre partidos. Donde pactar no es sinónimo de debilidad, sino de consenso y progreso fruto de la diversidad.

Lo escribía hace unos días en un magnífico artículo (Elogio de la fragmentación política) Víctor Lapuente: «El cambio tectónico de una política fundamentalmente bipartidista a otra multipartidista es en general una bendición. Sobre todo en tiempos de crisis, los Gobiernos débiles producen resultados más robustos. Son más reformistas, menos corruptos y más progresistas». Hay poco más que añadir a esto.

En Europa, como recordaba acertadamente ayer mismo el investigador Álvaro Imbernón, de los 28 Estados miembro, 23 de ellos están gobernados por una coalición. Creo que haríamos muy bien todos, periodistas y políticos, si en vez de echar la vista atrás y comparar los resultados del domingo con las elecciones del 31 que trajeron la Segunda República, asumimos que la pureza ideológica es un demérito caduco y anacrónico. Hay que aprender a ser Europa también en esto.

Dos ficciones sobre Europa: entre la dictadura fascista y el islam crepuscular

¿Qué es más probable, una ciudadanía activa, combativa, que luche por las injusticias que se cometen en Europa o un conjunto de individuos cínicos, marchitados en la torre de marfil de sus saberes, cansados de todo, incluso de la novedad, incluso de la revolución? Os hablo de libros menos de lo que me gustaría, así que aquí va un dos por uno. En apenas una semana he leído un par de novelas proyectadas sobre la Europa del futuro. No creo que sea casualidad.

Una —París 2041 (Ediciones B, 2015)— es una distopía situada en la Francia gobernada por un régimen neofascista. Un planteamiento orwelliano, donde el poder es omnímodo y las oportunidades para resistir, mínimas. La firma el vicedirector de Amazon Europa, Ezequiel Szafir. La otra, supongo que era de rigor que así fuera, es Sumisión (Anagrama, 2015), de Michel Houellebecq, más que una novela, un casi ensayo crepuscular. De ambas he escrito reseñas aquí y aquí, por lo que no voy a profundizar demasiado en las tramas ni en los detalles literarios.

Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

Michel Houellebecq, en una imagen reciente (EFE)

El punto de unión entre ambas es la Francia futura. Aunque con diferencias. Szafir plantea de partida un escenario donde un partido fascista, después de una nueva guerra, ha alcanzado el poder. Los musulmanes viven recluidos en un gueto y el orden social y político recuerda, salvando distancias tecnológicas, al del París de la Ocupación. En cambio Houellebecq, que sitúa la acción en un futuro más próximo (comicios de 2022), plantea una situación diferente, menos simbólicamente canónica. Un partido islamista moderado se juega en segunda vuelta alcanzar el Elíseo. Su rival, el Frente Nacional. Los musulmanes logran el poder gracias a la alianza con socialistas y la derecha moderada e imponen su credo.

Estas diferencias de planteamiento, empero, no son lo decisivo. Lo realmente significativo es que las dos novelas sugieren —y de alguna manera logran representar— las dos visiones sobre Europa que están hoy en conflicto. Por un lado, una visión optimista dentro del caos. Un punto de vista humanista, o que sigue creyendo en el humanismo, que en este caso vendría representado por Szafir. Él dibuja un continente negro, donde el nacionalismo y la exclusión son de nuevo las señas de identidad. Pero lo hace con una vocación pedagógica, con una intención clara de exorcizar los fantasmas que pudieran conducir, de nuevo, a aquella Europa. Aunque ambientada en el futuro, su hilo conductor viene marcado por el pasado, y hasta cierto punto por un pasado victorioso (la lucha contra el totalitarismo) que habría que invocar de nuevo.

En cambio, Houellebecq representa en su novela —y quizá en sí mismo, aunque eso ya se me escapa— la antítesis del optimismo utópico. En Sumisión no hay rastro de la fraternidad colectiva de la resistencia que tanto elogia Szafir para hacer renacer a Europa de sus cenizas. Hay, eso sí, mucho nihilismo, aceptación pasiva de los hechos consumados, decadentismo, individualismo erigido en la única certeza moral. La novela de Szafir parece escrita para ser leída como una advertencia; la de Houellebecq, como un escarmiento. Szafir cree en la civilización; Houellebecq la trasciende. Ambas posturas coexisten hoy en nuestra Europa de no ficción. Son fuerzas complementarias. Idealistas y realistas. Martin Schulz y David Cameron. Hay veces en que la suma de ficciones ofrecen la oportunidad de resumir, siendo un poco rimbombantes, el espíritu de la época, y tanto París 2041 como Sumisión se deben leer también de esta manera.

Los Le Pen: unidos en banalizar el pasado y demonizar el presente

No es la primera vez que el patriarca Jean Marie Le Pen se siente traicionado. Tampoco la primera que el partido que fundó, el Frente Nacional, sufre una escisión traumática. La diferencia es que hoy, el marginado el públicamente humillado ha sido él. Hace 17 años, y también el mismo día de mayo en que la extrema derecha honra a Juana de Arco, Bruno Mégret, fiel lugarteniente de Jean Marie, dejó las filas lepenistas para fundar un nuevo partido. La aventura acabó pronto.

Pero aquella alta traición de tintes romanos (así la calificó el propio Le Pen) dejó una huella profunda, familiar e ideológica, en un partido de altibajos electorales y perpetua mala prensa. Hoy Le Pen es un apestado, simboliza un pasado que su hija Marine quiere condenar al olvido. ¿Pero tan diferentes son el FN de Marine y el que fundó su padre? ¿De qué quiere exactamente alejarse la hija? Para comprender las declaraciones («El Holocausto fue un detalle de la Historia») que han condenado al ostracismo a Le Pen, hay que bucear en la historia de la extrema derecha francesa y europea en el siglo XX.

José Luis Rodríguez Jiménez, profesor de Historia Contemporánea en la Universidad Rey Juan Carlos, es especialista en movimientos fascistas y neofascistas en Europa. En un completo artículo académico repasaba hace unos años la evolución de la extrema derecha en Francia, desde los grupúsculos posfascistas de los años cuarenta, el auge y caída del pujadismo en los cincuenta y la unificación en el seno del Frente Nacional en los años setenta.

Jean Marie Le Pen supo en su día canalizar las diferentes tendencias de la marginal aunque resistente ultraderecha francesa en un partido aceptable para el establishment. Le Pen encontró, en la crítica pesimista del presente (la crisis económica y social, la presencia inmigrante) y en la relativización calculada del pasado (la Francia nazi, el colaboracionismo), el cóctel perfecto para ganar votos e influir en la política nacional.

En palabras de Rodríguez Jiménez: «Le Pen era consciente de la necesidad de introducir cambios sustanciales en el discurso y en la estrategia de la extrema derecha. En su opinión no debería tratarse tan sólo de rehabilitar a Petain y revisar la visión histórica de la II Guerra Mundial o de agitar la calle, sino que era necesario agrupar a todos los descontentos, establecer una buena red de relaciones y participar en las instituciones».

Jean Marie y Marine Le Pen, antes de la ruptura (GTRES)

Jean Marie y Marine Le Pen, antes de la ruptura (GTRES)

Así pues, Le Pen fue desde el principio de su carrera un posibilista, tal y como lo es su hija ahora. Hasta ahí, pocas diferencias. Le Pen había crecido en la extrema derecha francesa clásica obsesionada con la identidad nacional, la violencia, la decadencia de Francia y la pérdida de las colonias (Argelia) pero al contrario que muchos de sus correligionarios no negaba los crímenes cometidos por sus compatriotas ni el colaboracionismo; ‘simplemente’ los banalizaba.

A Le Pen se refiere Tony Judt en Posguerra, situándolo en ese mismo contexto de renacimiento de la extrema derecha en Europa: «A pesar de los propios vínculos de Le Pen con la tradición ultraderechista basada en su apoyo juvenil a los poujadistas, su paso por enigmáticas organizaciones de extrema derecha durante la guerra de Argelia y su defensa, cuidadosamente articulada, de Vichy y de la causa pétenista, su movimiento, al igual que sus homólogos en todo el continente, no podía ser rechazado únicamente calificándolo de reedición atávica y nostálgica del pasado fascista europeo».

Aunque sus referencias al gobierno de Vichy nunca dejaron indiferentes a la justicia francesa. En su biografía rezan varias condenas por ello. En 1997, por decir que las cámaras de gas fueron un «detalle de la Historia», y años antes por declaraciones públicas similares. Cuando estos exabruptos, su hija Marine ya estaba en el partido y era mayor de edad. Nunca se quejó. Hasta ahora. Es muy posible que entonces no le viniera bien. Nonna Mayer, profesora emérita del CNRS, publicó un estudio en 2012 en el que demuestra que no hay diferencias sociales e ideológicas sustanciales entre aquellos que apoyaban al padre y los que apoyan a la hija (gran parte, clase trabajadora que antes votaba al PCE).

La única diferencia observable, asegura Mayer, y aquí reside una de las claves del repudio de Le Pen padre, es que el liderazgo de Marine alcanza a una audiencia femenina que antes era reacia a simpatizar con el FN. Por decirlo rápido, la extrema derecha francesa fue siempre, durante el siglo XX, un territorio exclusivamente de hombres. Un liderazgo como el de Marine Le Pen hubiera sido hace dos décadas algo impensable. Algo tiene que cambiar, para que todo siga igual.

La retórica de Marine Le Pen es un calculado corta y pega de los discursos de su padre (Este artículo de Politico es bastante clarificador en este sentido), solo que puliendo sus toscas maneras y dándole una pátina de moderación que en el fondo sus políticas proteccionismo, rechazo a Europa y a la multiculturalidad no tienen. Marine quizá no banalice tantísimo el pasado como lo hace su padre (aunque se haya criado en ese ambiente comprensivo hacia el crimen de estado), pero sus argumentos políticos son los mismos que los de su progenitor. Marine no ha matado al padre, lo ha maquillado.

Shock británico en el Día de Europa

David Cameron roza la mayoría absoluta. Lo logre o no, es un grandísimo resultado. Gobernará, y con una holgada mayoría. El Partido Conservador británico no solo ha derrotado a los laboristas de Ed Miliband, quien ya está haciendo las maletas, sino también a las encuestas previas y al estado general de la opinión pública… continental.

El triunfo de Cameron es un dolor de cabeza para Bruselas. Las primeras reacciones entre los parlamentarios europeos, recogidas por Politico, expresan sorpresa y resignación. Sorpresa por unos resultados que pocos esperaban y resignación porque el temido Brexit está hoy mucho más cerca que ayer. Quedan dos años para el prometido referéndum, y nos vamos a hartar de debatir.

Cameron y Merkel en 2014.

Cameron y Merkel en 2014.

Escribía el a menudo perspicaz Timothy Garton Ash antes de las elecciones que estos comicios iban a ser profundamente europeos. Europeos, decía, por el escenario de pactos y alianzas que se proyectaba en el horizonte. El resultado ha borrado de un plumazo la posibilidad de asistir a ese juego de alianzas, pero no el carácter europeo de los comicios, aunque en un sentido perverso.

El nacionalismo a pesar de la derrota del derechista y eurófobo Nigel Farage (UKIP) ha ganado la partida en las islas, lo mismo que está haciendo en gran parte del continente. El egoísmo, en gran medida injusto, que se atribuye a los políticos y al electorado británicos no es muy diferente, en esencia, del que se acumula y difunde por Europa (Francia, Grecia, Hungría…). No hay excepción británica aquí.

El habitual ensimismamiento de Bruselas ante los hechos sobrevenidos no augura una respuesta contundente a la altura del reto. Quizá la velocidad, en un asunto tan complejo y con tantas aristas como las relaciones entre Reino Unido y la UE, no sea buena consejera, pero Europa necesita más que nunca moverse y disipar las dudas sobre el proyecto. El Día de Europa no ha empezado demasiado bien para casi nadie a este lado del canal.

Karen Mardanyan: «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte»

Su deseo era Francia, la gran tierra europea de acogida para el exilio armenio desde los años veinte del siglo pasado, pero las implacables leyes migratorias lo impidieron (*). Cruzaron entonces a España. Viajaban con un hijo recién nacido y poco dinero. Tuvieron fortuna, y aquí siguen viviendo, en un barrio de una localidad del sur de Madrid, desde hace dos décadas. Karen Mardanyan es fuerte, de tez morena, nariz ganchuda y rostro ancho y simétrico. «La gente me pregunta si soy ruso», bromea, «y yo les digo que no, soy armenio». Metaksya Petrosyan podría pasar por una mujer del Este. Es rubia, corpulenta, sonríe casi como pidiendo perdón y, aunque se une a nosotros sigilosamente y con la conversación avanzada, pronto alcanza un tono más sentimental que el de su marido.

Lo primero que hicieron Karen y Metaksya al poco de establecerse en España fue comprar una antena parabólica. Encienden la televisión. Un domingo por la tarde los canales armenios emiten la misma programación monótona que los españoles. Pero lo que llega a través de la pantalla una película de época, un programa de variedades sirve bien a la nostalgia. Además, contribuye a que sus hijos Hayk y Mikayel acostumbren el oído a la lengua y las tradiciones armenias.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 26 en Madrid.

Metaksya, segunda por la izquierda, de negro sosteniendo una pancarta en la marcha del pasado día 23 en Madrid.

El genocidio también contribuye a esta educación y a aquella nostalgia, y pronto la charla deriva hacia el tema. Karen es un almacén de cifras y de líneas fronterizas, que desgrana con paciencia y pedagogía. A Metaksya no le interesan tanto los datos. Confunde el nombre de los tratados o no le importan demasiado. Qué más da París que Sevrès. Todos conmemoran una sucesión de traiciones a su nación. Metaksya sigue desconfiando de los turcos. Lo expresa sin rubor. Hay una maldad intrínseca en ellos, asegura. Jamás podrá tener amigos turcos.

Tanto Karen como Metaksya sienten un orgullo indisimulado hacia su menguante pueblo, estabulado entre naciones poderosas («Si tuviéramos petróleo…»), de credos enfrentados y poblaciones herederas de aquellas que asesinaron a sus antepasados. Karen es ingeniero técnico. Estricta formación soviética, aunque con matices: en su colegio se permitía estudiar armenio sin problemas, siempre y cuando no se mencionara el genocidio. El genocidio era un tema tabú. Lo fue hasta la década de los ochenta. Entonces la URSS se desintegraba y ya no prestaba tanta atención a las peculiaridades de sus satélites. Armenia fue una de aquellas repúblicas caucásicas: insignificante en cuanto a población, pero privilegiada en lo geoestratégico. Había una central nuclear y buen regimiento militar del Ejército Rojo. El nacionalismo armenio resurgió en ese momento. Y con él los problemas, que Karen sufrió en primera persona.

En España Karen ha sido de todo hasta ser lo que es ahora: autónomo. Tiene una furgoneta y un par de ayudantes. Se dedican a arreglar maquinaria hidráulica. Con la ayuda de un amigo llegó a inventar una máquina elevadora. Pero el proyecto nació muerto: los chinos construían casi lo mismo y más barato. Ahora Karen, que preside una asociación de armenios en España, sueña con hacer tímidos pinitos en política. Este verano toda la familia se irá a Armenia. En verano, en Yerebán hace mucho calor, pero desde cualquier ventana se ven las cumbres nevadas del monte Ararat, cuna sagrada para el pueblo armenio y hoy propiedad turca. La mujer de Karen sueña todavía con que les sea devuelto. «Me conformaría casi con eso», dice. Karen en cambio sonríe y mira el mastodóntico atlas de Armenia extendido sobre la mesa, trufado de tratados incumplidos y fronteras imaginarias. La Historia no parece dispuesta a darles una segunda oportunidad.

Karen y Hayk, en la manifestación de Madrid.

Karen y Hayk en la misma manifestación.

No hace tanto tiempo del genocidio armenio. No es como aquellos viejos relatos bíblicos, paleocristianos, que se pierden en la bruma de los tiempos. Solo cien años. Turquía sigue sin reconocer que el origen de su Estado moderno está manchado con la sangre del primer asesinato étnico del siglo XX. Karen y Metaksya guardan historias.

El abuelo de Metaksya sobrevivió al genocidio gracias a que se disfrazó de mujer. No fue el único, aunque estos engaños efímeros no siempre servían para despistar a la muerte, que al final se las arreglaba para llegar a todos los pueblos. Por fases: primero los soldados, luego la inteligencia, más tarde los civiles, los niños. Y más. Los turcos arrancaban los fetos de las embarazadas, los degollaban en presencia de sus madres y luego acababan con ellas. Hay fotografías. Testimonios. Memorias. Karen y Metaksya guardan en papel casi todas.

Los armenios en España no son ni mucho menos una comunidad tan poderosa como en Estados Unidos, Francia o Argentina. Apenas hay descendientes de la diáspora. Casi todos, unos 20.000, la mayoría en Valencia y Barcelona, vinieron a España poco después de que Armenia se convirtiera en un país independiente. Karen vivió los años convulsos de la caída de la URSS. Había que construir un país y se puso a ellos con energía juvenil. Pero una década después, ya sin trabajo y sin esperanzas, se lanzó a la aventura. Por eso España. Como él, los armenios que viven en nuestro país aspiran al reconocimiento simbólico por el Estado de aquella masacre fundacional del siglo. En «cinco o diez años», calculan, «habrán construido un lobby poderoso «como para poder aspirar a que su pasado sea tratado como lo es en otros países. España sigue siendo un socio poderoso de Turquía y España no es Francia, por lo que una ley que condene la negación del genocidio armenio sería una quimera aquí. «En España estamos dando ahora los pasos que los armenios dieron en Francia en los años veinte», dice Karen.

Karen y Metaksya compran alcohol armenio por Internet, comentan la actualidad política armenia, exhiben el sempiterno óleo del Ararat en el recibidor de casa y de vez en cuando organizan fiestas con comida y bebida armenias. España es una especie de segunda tierra prometida, pero como dice Metaksya, su casa siempre estará allí. Los pueblos más bonitos, las vistas más alucinantes, los mejores melocotones, granadas y albaricoques, no como los de los mercados de Madrid, puntualiza, que saben a nada. Karen y Metaksya están felices en España. Un mismo credo, un clima similar, costumbres parecidas. Solo de vez en cuando Metaksya se enfada. Alguien le pregunta por su origen, y cuando contesta «Armenia», le responden con una ignorancia ofensiva: «¿Ah, entonces eres de África? ¿Musulmana?». Como muchos pueblos acostumbrados a la persecución, habituados a ir sobreviviendo mutilados, el armenio ha adquirido una conciencia elevada y trágica de su patriotismo.

(*) Este es el relato de una tarde de domingo del pasado mes de marzo que pasé en la casa de Karen y Metaksya. Gracias a su paciencia y generosidad aprendí mucho de Armenia y de los armenios que viven entre nosotros. Shat Shnorhakal em.

Imágenes: K.M.