Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de abril, 2015

William Saroyan y la cultura ‘armericana’

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

William Saroyan, retratado por Paul Kalinian en 1976.

Tenía dos opciones. Un wikiresumen del párnaso cultural armenio o hablaros del único (¿mejor?) escritor de origen armenio que he leído. Mi norma es escribir sólo de lo que conozco (más o menos) bien, por lo que he optado por la segunda. Llegué a William Saroyan (California, 1908-1981) a través de la poderosa autobiografía de Iván Tubau, Matar a Víctor Hugo (Espasa, 2002), donde lo define como «una persona asequible y vanidosa rebosante de generosidad». Más tarde supe que Acantilado venía reeditando desde hacía años casi todas sus novelas. Las compré. Las leí.

También fui a librerías de viejo. Rebuscando encontré alguna joya ajada, baratísima, por ejemplo Respirando en el mundo (Plaza, 1963). En  su última página escribe Saroyan, con vocación antropológica, sobre su encuentro con otro armenio:

Y en seguida, las significativas gesticulaciones armenias. Las palmadas en las rodillas. Las carcajadas. Los juramentos. La sutil mofa del mundo y de sus grandes ideas. El mundo en armenio, las miradas, los gestos, las sonrisas, y a través de todo eso el rápido resurgir de la raza, fuerte y por encima del tiempo a pesar de los años pasados, de las ciudades destruidas, de los padres, hermanos e hijos muertos, de los lugares olvidados, de los sueños atropellados, de los vivientes corazones ennegrecidos por el odio. Me gustaría ver si algún poder del mundo es capaz de destruir esa raza, esa pequeña tribu de gentes sin importancia, ese pueblo cuya historia ha terminado, cuyas guerras se han perdido, cuya literatura no se lee, cuyas plegarias ya no se pronuncian.

Hay dos palabras que definen la obra de Saroyan: mundo y comedia. Se resumen en la siguiente exclamación de Me llamo Aram (Acantilado, 2005), un breve libro de relatos sobre un niño de origen armenio que despierta a la vida en el valle de San Joaquín, California, cuna de la diáspora en EE UU: «¡Estas locas y maravillosas criaturas de este loco y maravilloso mundo!». Para Saroyan el mundo es bello y digno de ser celebrado a cada momento en un ambiente de comedia intrascendente. Nada sucede. O muy poco. Más que el fluir apasionado de las estaciones y, de vez en cuando, la nostalgia, que aflora en personajes que añoran con melancolía el esplendor de la raza.

Visión humanística, intenso humor cotidiano y búsqueda del ideal. Así definía su magisterio literario Nona Balakian, antigua crítica del New York Times ya fallecida. Saroyan era profundamente armericano (dedicó Respirando en el mundo «al idioma americano, a la tierra de América y al espíritu de Armenia»). Saroyan vivió la Gran Depresión, década negra que paradójicamente lo encumbró. Antes había dejado los estudios y se había nutrido de todas las lecturas posibles de los clásicos. Su conocimiento de la literatura y del paisaje americanos eran fenomenales; y el recuerdo de Armenia Saroyan es hijo de los exiliados que llegaron a EE UU después de la primera gran matanza, la de 1896 brota en su escritura de una forma tímida, inexplicada y fortuita.

Saroyan es todavía hoy el escritor armenio más leído, el que de una manera más sutil e inteligente habló del pueblo armenio. En EE UU le concedieron un Pulitzer que él rechazó; en Francia fue una institución (aventuro: el tono melancólico y feliz de su obra comulga a la perfección con el espíritu francés); en España sus novelas eran bestsellers que se vendían por 25 pesetas en los quioscos. Lo saroyanesco, como escribe uno de sus biógrafos, John Leggett, fue un adjetivo muy usado en su tiempo para describir la ternura de la niñez, la evocación de la soledad y la inocencia del mundo.

Aunque también sabía mostrarse desafiante Saroyan:

Id y destruid esa raza. Repetid lo de 1915. Emprended una guerra en el mundo. Ved si lo podéis lograr. Expulsad a los armenios al desierto. Negadles el pan y el agua. Quemad sus casas y sus iglesias. Y veremos si no reviven.

José Antonio Gurriarán: «Si Erdogan reconociera el genocidio armenio, no duraba ni media hora en el poder»

image1Habla en susurro de su pasado de reportero, de su atentado y de su obsesión: una periodística y hasta poética desviación del síndrome de Estocolmo. José Antonio Gurriarán (Orense, 1939) no sabía absolutamente nada del genocidio armenio cuando una tarde de diciembre de 1980 una bomba, colocada por la banda terrorista armenia ASALA en el centro de Madrid, casi acaba con su vida.

Se recuperó, y con la curiosidad espoleada se propuso saberlo todo sobre Armenia. «Si me hubiera enfrascado en el odio lo hubiera pasado muy mal», reconoce. Gurriarán encontró una causa casi ignota y la magnificó. El resultado: tres décadas dedicadas a la investigación y a hacer pedagogía del genocidio: «Gracias a él me salvé mentalmente». (El testimonio de su salvación es La bomba, el libro autobiográfico en el que relata el atentado, y que acabó regalando en mano a sus verdugos).

Gurriarán me recibe en su chalet de Valdemorillo, en Madrid. La primavera desborda de lilas la terraza y un mastín patrulla en silencio por el jardín. Pelo blanco, cascos para amplificar la voz cansada, ropa cómoda de jubilado, curiosidad de adolescente avispado. «Los medios de comunicación no le han dado a lo del papa la importancia que merece», se lamenta. Hace unos días Francisco dijo ge-no-ci-dio, con todas las letras, en público. Un hito. «Un momento importantísimo», dice Gurriarán, de natural escéptico a fantasear con que algún día Turquía reconozca el genocidio. «Si lo hiciera, Erdogan no duraría ni media hora en el poder», vaticina.

Hará más de diez años Gurriarán escribió un libro, hoy tristemente descatalogado: Armenios, el genocidio olvidado. Aquella obra, trufada de testimonios de una plasticidad y hondura encomiables, le convirtió en referencia para los armenios de la diáspora y para los armenios del interior. «Con las dos comunidades armenias, la del interior y la del exterior», explica, «pasaba como con el PSOE en nuestra Transición, que no se entendían: estaban en momentos diferentes». «Hoy en cambio», explica, «el antiguo Consejo Nacional Armenio es irrelevante políticamente». No tiene el poder ni la iniciativa ni el dinero necesarios para mantener el vigor de la causa. Y algo más importante: Armenia es desde hace dos décadas un país independiente, y la lucha por el reconocimiento del genocidio es un monopolio suyo.

Gurriarán, en el monumento al genocidio en Ereván, capital de Armenia.

Gurriarán salta de un asunto a otro con cadencia de ciclista veterano. A cada vez, pregunta con una timidez reconfortante si lo que dice de verdad interesa. Lo mismo recuerda el papel de la Iglesia armenia en la configuración del Estado democrático que carga contra el histórico desdén judío aunque no de todos los judíos hacia la reivindicación armenia («una contradicción y una pena», se lamenta). Gurriarán lo sabe todo, y aplica la paciencia de entomólogo a la causa. Repite una y otra vez los apellidos armenios para que el interlocutor se entere. «Me han propuesto escribir otro libro», dice, «pero eso es algo que requiere mucho tiempo y otro enfoque». De momento ha dicho no. Él mismo está reeditando con Amazon los libros sobre los que ha recuperado los derechos. Y escribiendo, pero sobre otras latitudes.

Gurriarán, inmóvil a la fuerza, tiene en Internet una «ventana». Abre Facebook y enseña con orgullo la cantidad de armenios que le siguen como a un padre, que comentan sus artículos y le piden docta opinión en estos días agitados, intensos, de la conmemoración oficial del centenario. Presentar una película, perfilar una conferencia, rematar un artículo. Tiene un verano intenso de trabajo en el que su mujer Helena, fotógrafa portuguesa a la que conoció en la prehistoria de su corresponsalía en Lisboa, estará a su lado. Gurriarán parece tan frágil como la causa que defiende. Pero igual de terco y entusiasta.

Gurriarán, regalando el libro que escribió sobre el atentado a los terroristas que lo perpetraron.

Gurriarán, regalando el libro del atentado a los terroristas que lo perpetraron.

 

¿Por qué ha de importarnos el genocidio armenio que ocurrió hace hoy 100 años?

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Una familia armenia (foto cedida por J. A. Gurriarán).

Durante los últimos días esta pregunta ha sido mi monte Ararat: imposible fingir que no está ahí e improbable abordarla con éxito sin una larga preparación. Tras meses pensando en armenio, documentándome y entrevistando a armenios, debería de ser fácil de responder. Pero no lo es. No soy muy amigo de celebrar los aniversarios periodísticos. Desconfío de su esfericidad y de las excusas caprichosas con las que exhumamos, justo ahora, los pasados. Hay aniversarios complacientes, como el de la Primera Guerra Mundial: es que ya no están moralizados. Nadie lo siente ya como una acusación íntima cuando se escribe sobre aquel horror. Otras fechas, en cambio, siguen agriando la convivencia. Así el genocidio armenio.

Hace 100 años los jóvenes turcos ebrios de modernidad y de Europa masacraron a un millón y medio de armenios que vivían dentro del Imperio Otomano. La matanza, que se sabe programada más allá de toda duda fáctica, supuso el bautismo de sangre con el que Turquía entró en la Edad Contemporánea. El primer genocidio del siglo XX se perpetró muy cerquita de Yevroba (Europa), en el fragor de la Gran Guerra y ante la mirada atónita de los dignatarios extranjeros. Aunque sin la precisión quirúrgica del futuro Holocausto, el número de víctimas apabulla a la razón la mayoría murieron degollados o en inhumanos desplazamientos por el desierto y las fotografías que lo atestiguan constituyen una siniestra prefiguración de la Shoah.

No me voy a extender en detalles. He escrito este artículo en el periódico recordando casi todas las aristas del tema. Desde el hecho en sí, su contexto bélico, el debate historiográfico y jurídico, la memoria de la diáspora, el negacionismo turco, etc. Casualidad, o quizá síntoma de que la cuestión no es un tema enterrado, hace unas semanas el papa se refirió al genocidio por su nombre. Ha sido el primer pontífice de la historia en hacerlo. Quizá no es un detalle menor que Francisco sea argentino, el tercer país con la comunidad armenia más numerosa del mundo. Turquía ha reaccionado como suele reaccionar cuando algún actor de la comunidad internacional menciona el asunto: llamando a consultas al embajador. Reavivando el conflicto diplomático, vaya.

fotos genocidio 001 (3)

Fosa común con armenios.

Volviendo a la pregunta inicial, y esbozando un amago de respuesta, os diré que el genocidio armenio importa, por encima de cualquier consideración geopolítica, porque hay personas, varios miles, cientos de miles, cuyas raíces familiares fueron destruidas por aquel crimen, y que todavía hoy se educan en comunidad recordando a sus muertos no honrados. La diáspora armenia, aunque haya quedado relegada a cierto olvido por el macabro éxito de la diáspora judía, contiene casi todos los ingredientes de su siglo y también del nuestro: limpieza étnica, deportaciones en masa, fanatismo religioso, persistencia de la memoria histórica, lucha por el reconocimiento de la verdad, olvido de Europa, sentimiento colectivo de pertenencia a un pueblo…

Aquí no termino. He escrito varios post que iré publicando durante esta semana y la próxima. A esta presentación (o justificación) de hoy se sumará una entrevista con una familia armenia que vive desde hace años en Madrid, un post sobre cultura armenia centrado principalmente en la figura y la obra del escritor William Saroyan y, para terminar, otra entrevista, esta vez con José Antonio Gurriarán, el periodista español que más sabe de Armenia. Espero que el menú, a falta de granadas y albaricoques que lo endulcen, sea de vuestro agrado.

Liberland, así es el nuevo microestado en Europa donde cumplir la utopía liberal

Lo de fundar estados por las armas es cosa de bárbaros. Hoy no hace falta más que una web elegante, con modelos que te dan la bienvenida como a una página para buscar pareja, una entrada multilingüe en Wikipedia y adoptar el bitcoin. Eso es Liberland, un futuro microestado de 7 km cuadrados en una erial franja deshabitada en la frontera en disputa entre Serbia y Croacia.

La página de bienvenida a Liberland.

La página de bienvenida a Liberland.

Me puso sobre aviso de este curioso alumbramiento mi amigo Diego, cuyo blog Fronteras os he recomendado en más de una ocasión (¡hacedme caso por una vez!). Estoy seguro de que tarde o temprano tendréis un post suyo pleno de datos abrumadores y conexiones variopintas, pero mientras tanto aquí va  mi modesto acercamiento a esta futura utopía libertaria.

Liberland se autoproclamó Estado soberano esta semana pasada gracias al empeño de un político liberal checo, Vít Jedlička. Liberland se define como el tercer estado más pequeño de Europa, tras El Vaticano y Monaco; aunque todavía no tienen Constitución (están en ello), andan escasos de ciudadanos, por lo que quieren atraer a individuos sin pasado extremista ni criminal, que respeten la propiedad privada y las creencias individuales. Si crees que cumples los requisitos, aquí puedes inscribirte.

El lema de Liberland es ‘Vive y deja vivir’, que así dicho no suena mal. Y la meta de este microestado es «crear una sociedad donde la gente honesta pueda prosperar sin las regulaciones y tasas de los estados ineficientes». El voto será electrónico y la democracia directa, recogen en su declaración de intenciones. Bandera y escudo sí que tienen, aunque bonitos, pues tampoco son; no sé a qué responde la heráldica, por lo que tendréis que bucear por ahí en busca de respuestas.

Y esto es básicamente Liberland. Si queréis ser liberlandeses, os podéis ir preparando:

La ultraderecha húngara entra en el Parlamento y tiende lazos con su comunidad de ‘fieles’ en EE UU

En la protohistoria del blog ya os hablé un día de Jobbik, el partido de la extrema derecha húngara, y de su líder, el dinámico Gávor Vona, un histriónico siempre encorbatado. Demasiado preocupados por Grecia o Rusia, olvidamos que en la Hungría de Victor Orban llevan años hirviendo a fuego lento y ajenas a los focos de la prensa las actitudes más antidemocráticas de toda la UE. No es que Hungría quede lejos, sino que que queda al Este, y por mucho que hayamos avanzado, lo que sucede más allá de Alemania nos sigue resultando ajeno (y lejano).

Cartel que anunciaba la participación del número dos de Jobbik en las jornadas de Manhattan. (Foto: HFP)

Cartel que anunciaba la participación del número dos de Jobbik en las jornadas de Manhattan. (Foto: HFP)

Esta semana Jobbik ha logrado su primer escaño en el Parlamento. Parte de los húngaros no han tenido suficiente con un presidente y un partido, el Fidesz de Orban, con peligrosos tics antisemitas, antieuropeos y cavernarios en lo relativo a la libertad de prensa y otras libertades fundamentales. Quieren más, y en la ciudad de Tapolca, nuevo bastión de Jobbik, lo han logrado. El partido ultra ha logrado el 35,3%, siendo la formación más votada en las legislativas parciales, como cuenta Vox Europ.

Especialistas en política local citados por medios húngaros dicen que el resultado se debe al «voto protesta», pero lo cierto es que en las últimas encuestas Jobbik ha recortado distancia con Fidesz en intención de voto. Proteccionismo, nacionalismo a ultranza, antisemitismo y antieuropeísmo son los argumentos del partido de Vona para convencer a los húngaros. Un país a la cola de casi todos los ránkings europeos:  los peores niveles de transparencia política y la peor regulación lobística; uno de los PIB más bajos de la zona euro y en lento proceso de salida de la crisis, según la OCDE.

Pero Jobbik no se contenta con ser ya la segunda fuerza en intención de voto. Esta misma semana, el número dos de la formación, István Szávay, ha visitado EE UU. Allí ha participado en un  congreso internacional abiertamente fascista, según Hungarian Free Press, en pleno Manhattan y junto a otros dirigentes húngaros asentados en este país y en Canadá. Al parecer y según este medio, Nueva York y otras ciudades de EE UU, se están convirtiendo en un foco emergente para la diáspora húngara cercana a la extrema derecha.

La excepción política se llama Alemania

Lo apuntaba hace unos días en una entrevista dominical a El País Romano Prodi, expresidente de la CE y ex primer ministro italiano. Alemania no solo ha logrado esquivar la crisis económica, sino que los seísmos políticos que sacuden a otros socios europeos  en forma de nuevos partidos, por ejemplo han pasado de largo de Berlín. Frente al fantasma de la debacle del sistema de partidos tradicionales, que se ha convertido en un mantra cotidiano en los países del sur, Alemania ha salido ilesa.

El colectivo Politikon lo explica con rigor y claridad en La urna Rota (Debate, 2014), excelente libro que, por cierto, viene de perlas para pertrecharse de elementos de análisis ahora que nos sumergimos en el piélago electoral. Si lo que vemos no es simplemente un trasvase de votos de Gobierno a oposición, como suele suceder siempre en democracia, sino «una transferencia a nuevos partidos, nos encontramos frente a un genuino realineamiento del sistema de partidos«.

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Merkel y Hollande, en un momento de complicidad (GTRES)

Podemos y Ciudadanos en España; Syriza en Grecia; el Frente Nacional en Francia; el Movimiento Cinco Estrellas en Italia; los partidos de extrema derecha del norte de Europa, cuyo crecimiento no está directamente relacionado con la situación económica, pero sí con el temor a sus consecuencias… En Alemania, lo más parecido a una amenaza política para la CDU de Merkel fue, en las elecciones de 2014, Alternativa por Alemania (conservadores y euroescépticos), pero al final no obtuvieron representación parlamentaria.

La UE se ha convertido en una Unión Extraña, o en una Unión de Extraños. Mientras el resto de socios experimentan cambios brutales en su fisiognomía, Alemania pasará la década de crisis sin haber experimentado giros bruscos en sus tradiciones políticas. No ha habido propósito de enmienda, ni abismo del que alejarse ni sistema o régimen que tratar de refundar. Tampoco nadie a quien echarle las culpas.

Prodi se preguntaba, en esa misma entrevista a la que aludía al principio, qué tiene Alemania que le hace resistir a las mismas fuerzas a las que otros se doblegan. Y continuaba Il Professore con el argumento, lamentándose de que esa fragilidad del resto hace todavía más poderosa a una nación ya de por sí fortísima. Esa falla entre las experiencias de unos y otros será crucial en el futuro.

Triunfen o no las alternativas al sistema tradicional de partidos en países como Grecia, España o Francia, el riesgo de que Alemania acabe asimilando un relato de estos años antagónico al del resto es evidente. El temor a una Alemania solipsista, insolidaria, aunque es un temor que a día de hoy no se puede sostener con argumentos objetivos, es un temor plausible que deberíamos esforzarnos por neutralizar.

 

Europa: ni amigos con los que discutir ni enemigos con los que reconciliarse

La gran desgracia de nuestra Europa es que carece de enemigos. De tenerlos, podría intercambiar con ellos apretones de manos, proclamar con solemnidad «el fin del conflicto» acaparando portadas y decirse a sí misma y al mundo: «¡Esto es histórico!».

Mogherini en La Habana, en visita diplomática para favorecer el deshielo de las relaciones. (EFE)

Mogherini en La Habana, en visita diplomática para favorecer el deshielo de las relaciones. (EFE)

Pero no es así. Mientras grandes potencias siguen resolviendo los conflictos como antaño (el encuentro entre Obama y de Raúl Castro tiene un evidente aroma, no sé si buscado, a siglo XX), Europa ha renunciado tanto a la escenificación del conflicto como a la escenificación de su fin. ¿Diplomacia líquida? Pues seguro que alguien lo ha llamado así ya.

Es fácil ganarse enemigos hablando de Europa. Pero es mucho más difícil que Europa vea a alguien —te llegue a ver— como un verdadero enemigo. Incluso en la más adversa de las situaciones y con los sujetos más despreciables, la UE es capaz de mostrar un neutro, a veces desquiciante, tono notarial.

En la Taberna del Irlandés, vieja y entrañable película de John Ford, los cumpleaños entre camaradas se celebraban a puñetazo limpio. Eran golpes sonoros, francos, regados con alcohol, que trasmitían sentimientos a la vez banales y profundos.

Justo lo que le falta a Europa, y lo que constituye su logro a contracorriente del teatro del mundo, un triunfo de otro siglo, todavía inexplicable: carecer de viejos enemigos a los que tender la mano tras una pelea… y de nuevos amigos con los que discutir para más tarde reconciliarse.

Miruna Hilcu: «Los asuntos europeos parecen más serios; quizás no más sinceros, pero sí más decentes»

Miruna Hilcu tiene 24 años y habla más de Europa que de Rumanía, su país natal, que abandonó en 2013 para venirse a Madrid con una beca Erasmus. Entre manos tiene un trabajo fin de máster (TFM) sobre periodismo especializado en Unión Europea y mucha ilusión, dice, para «no volverse loca». Posee un español hablado y escrito casi canónico. Un don envidiable que le abrió las puertas de Periodista Digital hace unos meses. Allí tiene contrato hasta mayo, y a partir de entonces «ya veremos». En este punto se arranca con optimismo y convoca al karma: «Hay que ser positivos». Esta entrevista es el boomerang de otra que ella me hizo para su futura tesina.

¿Cuándo empezó a interesarse por los asuntos europeos?
Comparándome con los chicos y chicas de mi edad españoles, no nací en el ámbito comunitario, dado que solo tengo 24 años y 16 en el momento de la adhesión de Rumanía a la Unión. Yo pude ver a primera mano lo importantes que son las decisiones europeas y como afectaron y cambiaron la cara de mi país en muy poco tiempo. Desde políticas de Gobierno hasta el hecho de que venían más artistas para dar conciertos en Bucarest. Esto me pareció impresionante. Luego, siempre son las personas del alrededor que influyen. Actualmente estoy haciendo un master de periodismo especializado y la profesora que mejor hizo llegar sus ideas es la que impartía la asignatura de Periodismo europeo. Y esto, claro, engancha. Y, por último, creo que no me estoy equivocando si digo que la política, y todo lo que significa, afecta demasiado a cada aspecto de nuestra vida. Desafortunadamente, la política nacional muchas veces tiene un enfoque de ‘politiquilla’. Y los asuntos europeos parecen más serios; quizás no más sinceros, pero sí más decentes.

Miruna Hilcu

¿En qué aspectos de la UE le gustaría especializarse para informar?
Si llegara a trabajar en este ámbito, y espero que eso suceda algún día, me encantaría que mi labor ayudase a acercar a los ciudadanos de los Estados miembros la idea de Europa y de una identidad común. Creo que campos como la economía y la alta política, que es lo que básicamente se encuentra más destacado en los medios hoy en día, son campos áridos para el gran público y esto puede provocar su rechazo. Creo que la mejor manera de alcanzar mi meta sería a través de información social o lo cultural, por ejemplo. Estas son áreas menos destacadas, pero son justo las que la gente necesita para sentirse menos ‘nacional’ y más ‘europea’.

¿Cómo se percibe la UE desde Rumania?
Depende de quien lo perciba. Si hablamos de los políticos rumanos, la UE es un paraguas tras el cual se pueden esconder cuando fallan con alguna decisión. Y en este sentido el público rumano no está muy bien enterado de como funciona Europa. Creo que ni siquiera se quiere que se sepa demasiado, para que los dirigentes del país puedan seguir disimulando. El gran público, para llamarlo de alguna forma, creo que está dividido en los que saben más o menos de que se trata y entienden que es algo necesario y beneficioso para el desarrollo del país. Y luego son los que ven a la Unión como un monstruo malo, que se encuentra por encima de la soberanía del Estado y que tiene la capacidad de decirles como deberían hacer las cosechas o sacrificar el cerdo en Navidades. Entonces, las opiniones se dividen. Pero, de cualquier forma, todo el mundo se alegra de cosas básicas como poder viajar sin visado o poder trabajar en otros países miembros.

¿Qué dificultades son las más difíciles de vencer a la hora de informar de la UE?
Antes que nada hay que entender exactamente como funciona todo el proceso decisional, que papel tiene cada institución y, aunque sean cosas básicas, al principio puedes llegar a confundirte. He escuchado a periodistas con experiencia quejarse. Además, es un campo rico en tecnicismos y hay que tratar de descodificar esto también. Otro problema es que, según mi opinión, como periodista que escribe sobre asuntos europeos, es mejor estás en Bruselas, para tener información de primera mano y contacto directo con la gente. Pero, claro, no podemos mudarnos todos ahí… Lo más difícil, no obstante, considero que sigue siendo hacer que la información europea interese al público.

¿Cómo haría para que la gente de su alrededor, amigos, compañeros, familia, se interesaran por Europa?
Creo que la política europea está un poco estigmatizada por las nacionales, por lo que a mucha gente llega a provocarles rechazo. Es, por tanto, una labor difícil, si pienso justo en las personas que me rodean a mí y que no tienen nada que ver con el periodismo. Y creo que sin el apoyo de un medio que avale tus opiniones es un poco difícil llegar hasta a la gente que te conoce. Pero me gustaría poder compartir mi ilusión por el proyecto europeo y creo que la manera que podría acertar es alejando la conversación de todo lo que significa política y enfocarla en cosas divertidas, cotidianas, en aspectos que afectan de una manera directa y positiva. La gente me parece que está tan harta de política y tan apartada de la economía que hay que evitarlas en un discurso sobre la Unión si quieres enganchar de alguna forma.

Desaparecidos en los Balcanes: presente de una guerra que terminó hace 20 años

Manifestantes en diciembre del año pasado pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

Manifestantes, en diciembre de 2014, pidiendo que se aplique la ley en la búsqueda de desaparecidos (ICMP)

La pequeña e industriosa ciudad bosnia de Tuzla, situada a 120 km de Sarajevo, alberga uno de los laboratorios principales de identificación de restos humanos de la Comisión Internacional para las Personas Desaparecidas (ICMP). Tuzla, que trepó de forma efímera a los titulares de la prensa hace un año por ser el epicentro de duras protestas obreras, está también cerca unos 100 km de Srebrenica. Pero nada de lo anterior, ni las algaradas de 2014 ni su puntero centro de secuenciación de ADN, tiene cabida en la breve entrada que Wikipedia le dedica.

En Tuzla, bajo condiciones no siempre favorables, se sigue tratando de identificar a las víctimas de una guerra que terminó hace 20 años. Hay un injusto desequilibrio entre el espacio-tiempo que dedicamos a informar de las guerras y el que concedemos a las posguerras. Los conflictos bélicos son todavía rentables: a los periódicos les reportan titulares y a los (ya pocos) reporteros, prestigio y fama. Pero lo que viene justo después de la paz acostumbra a permanecer en un incómodo claroscuro que solo vuelve a iluminarse si regresan las hostilidades.

La vida tras una guerra, con sus miserias, escaseces y contradicciones se desarrolla en un escenario secundario, en un microteatro espantoso y sin apenas público. La así llamada comunidad internacional va poco a poco perdiendo interés, y los periódicos recolocan a sus contados corresponsales en lugares donde la sangre aún está fresca. La dificultad de proseguir con las identificaciones de los muertos de la guerra en los Balcanes la reconoció hace muy poco la misma directora del ICMP, Kathryne Bomberger: «Muchos políticos creen que la presión de la opinión pública para que se siga buscando a los desaparecidos ha disminuido». En las fosas comunes localizadas, y en las aún ignotas, se calcula que quedan unas 8.000 personas por identificar.

Al desinterés de las autoridades locales (su disponibilidad es directamente proporcional a la rentabilidad que vayan a obtener) hay que añadir la desbandada de los medios de comunicación, que apenas dan cuenta ya de un trabajo, el de la identificación de desaparecidos, lento, exigente y complejo. Por suerte, hay a quien todavía se interesa por aquello que ya no interesa. W. L. Tochman es un periodista polaco que en 2002 viajó a Bosnia y Herzegovina para relatar la vida cotidiana en la posguerra. Ahora, más de una década después, el libro que recoge aquella experiencia va ser publicado en español. Como si masticaras piedras: sobrevivir al pasado en Bosnia (Libros del K.O., 2015) es una crónica escrita en un lenguaje seco, casi notarial, en la que se va tasando el desgarro y la incredulidad de los supervivientes de aquel conflicto. He tenido la suerte y el privilegio de leerla antes de que salga al mercado (queda ya poquito), y no quería dejar pasar la oportunidad de hablaros de ella.

Por encima de sus virtudes estilísticas, que las tiene, Como si masticaras piedras es bonita y necesaria porque se interesa por los vivos que sobrevivieron a tanta muerte. Por las viudas y las madres que esperan con fortaleza indómita a que los despojos de hijos y maridos emerjan del magma anónimo de las fosas para enterrarlos con dignidad. Por la heroica dedicación de los especialistas forenses que, pese a la escasez de medios y el aire insano que fluye de las heridas sin cerrar, buscan la verdad escondida en la doble hélice. Por el estupor que produce en las víctimas que los verdugos de tus seres queridos no solo campen a sus anchas sino que además ocupen tu casa, usen tu vajilla, duerman en tu cama.

Estos zarpazos de incómodo realismo que la vida cotidiana deja sobre la piel de los tratados de paz son los que Tochman salva para la posteridad. Europa, pese a su refinada capacidad de autocrítica, a veces excesiva y paralizante, sigue mostrándose extrañamente ausente de los lugares de memoria donde se puso a prueba sus virtudes civilizatorias. Los esfuerzos del ICMP por identificar a los desaparecidos, el trabajo en la sombra de cientos de especialistas y el desconocimiento general es lo que hacen que este libro, aunque refiera historias de hace una década, sea un documento espléndido para expiar (explicar) el pasado. Y el incierto presente.

Art déco: la penúltima pretensión europea

El art déco –clasicismo reinventado, lujo urbano, exotismo africano, mobiliario onírico, cartelería imposible– vino a hacer el trabajo sucio de la modernidad. Su esplendor y muerte coincide con el esplendor y muerte de Europa, en concreto de Francia, más en concreto de París, como sujeto regente del siglo XX.

Viene esto a cuento porque tenéis toda la primavera para visitar, en la sede de la Fundación Juan March de Madrid, la exposición sobre este estilo artístico injustamente considerado menor –navegó a medio camino entre la vanguardia y el clasicismo– pero europeísimo hasta la médula, tanto por sus pretensiones como por sus contradicciones.

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié - Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Foto de Man Ray de la artista y modelo Simone Kahn con un ídolo africano (Galería Manuel Barbié – Colección Manuel Barbié-Nogarés)

Denostado por superficial y poco comprometido (en una época en la que el compromiso fue la etiqueta de rigor del arte serio: estamos en los años 20 y 30), el art déco se parece más a nosotros mismos (me viene a la cabeza la parodia que hizo George Perec en Las cosas) que todos aquellos manifiestos chulescos y atribulados de la vanguardia que se siguen estudiando en el colegio con anacrónica obstinación.

Volver al art déco es, quizá, un ejercicio de nostalgia, pero también de aprendizaje cultural. Nuestras ciudades, Madrid en concreto, están repletas de sutiles ejemplos de art déco que nos pasan desapercibidos (este delicado blog da cuenta de ellos). Además, mucho de lo que hoy se regurgita como moderno, es en el fondo una vil copia de los objetos diseñados por los ensembliers para la burguesía consumista, aquella que aspiraba a un refinamiento extravagante, hoy diríamos cool.

En la muestra de la March, excelente como todas las suyas, encontraréis desde biombos lacados a la japonesa a una chaise-longe de Le Corbusier (quien, a regañadientes, también se unió a la moda); bellísimas cubiertas de libros y bólidos relucientes, como recién encerados; bocetos de salones funcionales y refinados tocadores de señora con volutas de fantasía. Aunque lo más importante no son los objetos en sí, sino la mirada que posamos sobre ellos: lo que ese intercambio nos dicen de la Europa de entreguerras y de sus ruinas modernas que aún habitan en nosotros.

PS: Si queréis más información sobre la exposición, aquí tenéis la reseña que mis compañeros de la estupenda sección Artrend publicaron hace unos días en el periódico.