Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Archivo de octubre, 2014

España como problema, Europa como comparación

Demasiadas veces se ha repetido que Europa es la solución. Tantas que la afirmación orteguiana ha sido vaciada casi de sentido. Yo optaría por cambiarla, y diría que si España es el problema, Europa es la comparación. Antes de la crisis es muy probable que la UE fuera un horizonte de soluciones al alcance de la mano, pero desde hace unos años Europa es un espejo cóncavo donde nuestra imagen se refleja distorsionada: esto, tan poco, es lo que somos.

(Imagen: GTRES)

(Imagen: GTRES)

Las estadísticas –el último ejemplo, el informe de Unicef sobre pobreza infantil– no solo dejan a España en mal lugar, sino lo que es peor, nos avergüenzan. Comparada con el grueso de los socios importantes de la UE, nuestro país siempre sale muy mal parado. Hay una sensación, que los datos reflejan (es pues más que una sensación: es una constatación), que España se aleja de Europa justamente en aquello que, por pertenecer a ella, debería estar más a salvo.

Los índices de percepción de la corrupción o la tasa de paro juvenil, por poner solo dos ejemplos de los asuntos que más preocupan a los ciudadanos, no sólo desnudan nuestras carencias, sino que lustran la buena fortuna de los demás. Pertenecer al club europeo, ahora, es una cura de humildad de los años de bonanza ilimitada, pero también es una fuente constante de frustración. Porque, además, tanta comparación más que ayudar a la movilización, paraliza.

Me decían hace poco: «¿No tienes la impresión de que estamos en una época en la que la gente tiene miedo a proponer?». Y es verdad. Somos especialistas en hacer autopsias (la crisis del modelo europeo ha sido estudiada con primoroso detalle desde hace un lustro), pero dedicamos demasiado tiempo a destruir y poco a construir. Nos quedamos con la imagen estéril de una comparación en la que siempre –al menos los españoles– salimos perdiendo. Y eso es casi todo.

Reflexiones históricas (e historiográficas) sobre la caída del Muro de Berlín

Le pedí de nuevo ayuda a la profesora Montserrat Huguet para un artículo pausado sobre la dimensión política e histórica de la caída del Muro de Berlín. El reportaje lo he escrito para el periódico y completa un magnífico especial, empeño feliz de mi compañero Alejandro Herrera, que se publica el viernes que viene. Utilicé las respuestas de Montserrat para perfilar algunos argumentos que por mí mismo no hubiera sabido plasmar con esa brillantez. No me parecía justo, eso sí, dejar el grueso de sus reflexiones en la bandeja de entrada. Espero que os guste este aperitivo del aniversario que viene.

Pregunta: ¿Sigue hoy interpretándose el derribo del Muro de Berlín como un parteluz entre dos periodos diferentes de la historia contemporánea? ¿Por qué sí o por qué no?

Respuesta: Sí, en la mayoría de los textos de Historia del Mundo Actual o de Historia Reciente, la caída del Muro de Berlín sigue siendo un antes y un después por lo que se refiere a las ‘épocas de la Historia Contemporánea. Resulta hasta cierto punto sencillo utilizar una fecha universalmente reconocible, 1989, para señalar un cambio de ‘época. No obstante, al entrar en el discurso sobre la historia del siglo XX e ir viendo la naturaleza de las transformaciones de las sociedades contemporáneas en el ‘último tercio, los historiadores matizan siempre esta fecha, apuntando que la transición social en Occidente corresponde a una década antes, al igual que por ejemplo los cambios tecnológicos que preludian nuestro tiempo. De manera que 1989 puede ser una fecha de referencia para mostrar el punto y final de un tipo de relaciones internacionales marcada por la existencia de dos sistemas enfrentados, el occidental y el comunista, pero no sirve para explicar los procesos de evolución interna en los flancos atlánticos, la evolución de las relaciones entre las antiguas metrópolis y antiguas colonias, ahora potencias emergentes, o los procesos de mundialización, que son previos a 1989 y que hicieron también su trabajo en la caída del muro.

muro

P: 2. ¿Cómo se interpretó la caída del Muro entonces y cómo se reinterpreta hoy a la luz de los nuevos archivos y las nuevas corrientes historiográficas?

R: La Caída del Muro fue interpretada como la Victoria de Occidente o, si se prefiere, como la derrota del experimento comunista. Matices al margen, el liberalismo interpretó 1989 como el fracaso de un experimento que algunos se habían empeñado en llevar adelante y otros, incluida la historia propagandística, en ensalzar. Desde este punto de vista se trataba de la justicia llevada a término, en cuanto con el fin del comunismo casaba el sufrimiento de décadas de opresión, control y hasta terror de millones de personas al otro lado del Telón de Acero. Para los historiadores en general, también aquellos de influencia marxista, solo cabía explicarse razonadamente el porqué de la caída del Comunismo. Algunos hallaron respuestas en las disfunciones internas del sistema y otros optaron por ver en la presión del capitalismo mundializado una especie de tenaza que acabó rompiendo la pieza comunista. Desde luego, a la luz de las nuevas fuentes, archivos documentales, grabaciones y fotografías, etc… ya muchas de ellas accesibles, sobre todo en Alemania, y que permiten a los historiadores ver el Comunismo desde dentro, se puede decir que la Historia del Comunismo y de la Caída del Muro, sobre las que ya se han escrito muchas obras importante, está por rehacer. Desde las historiografías de la postmodernidad pueden añadirse enfoques renovados como los de la Historia Cultural, que seguramente pueden dar resultados excelentes.

P: 3. ¿Políticamente, cómo ha transformado, si lo ha hecho, a la democracia liberal el fin de la ilusión comunista?

R: Durante los años noventa el así llamado fin de la utopía comunista o modelo comunista a secas fue un argumento muy utilizado por los más activos defensores de las virtudes globales del liberalismo, y no solo de la democracia liberal, sino del Sistema del Capitalismo liberal en su forma más moderna, el Neoliberalismo. La omnipresencia de un modelo ‘único, el Capitalista, expresaba a juicio de sus defensores el ‘éxito pleno y definitivo del modelo liberal y del Capital. El Comunismo, en sus diversos modelos nacionales, se mantenía activo sin embargo en países como Cuba, China o Corea del Norte, y los partidos políticos de raíz comunista no desaparecían pese al escaso voto en las urnas. El nacimiento de terceras vías o de movimientos sociales que pretendían denunciar o acabar con los males de los excesos del Capital, fueron opciones recurrentes en la vida pública de todos los países de democracia liberal durante las dos décadas pasadas. De la ilusión comunista apenas parecían quedar resquicios, pero los movimientos sociales de izquierdas y, en algunos países la irrupción de fuerzas populistas de orientación comunista o populista, véase el caso de Venezuela o Bolivia, sugerían que, de una manera u otra, se iba a seguir dando la crítica al modelo de la Democracia Liberal.

P: 4. ¿Fue la caída del Muro el ‘evenement’ por excelencia del siglo? ¿Un hecho de tal magnitud e intensidad que obligó a recuperar el concepto de ‘acontecimiento’ entre los historiadores?

R: Sin duda, la Caída del Muro, no por más deseada fue menos impredecible y sorpresiva. Desde luego, cuando se produjo impacto en la mentalidad de quienes miraban al Este acostumbrados a la existencia del así llamado Mundo Comunista. En los primeros años recibió la condición de Hito, que en historia significa el punto de referencia en el tiempo en torno al que miramos, ordenamos e interpretamos los acontecimientos. La Caída del Muro fue un hito tan relevante para la generación que no había vivido la II Guerra Mundial, como para la generación que había protagonizado los acontecimientos de la Guerra lo fue el día en que se puso fin a la misma, aunque ello fuse sinónimo de que la Guerra había terminado en todos los escenarios a la vez. Pero, como suele suceder, a 1989 le saldría un serio competidor, 2001, y el 11S, cuyos efectos a escala mundial tuvieron un rango parangonable en el sentido de cambiar las estrategias del sistema internacional, resucitando los temores al enemigo y hacienda que se desplegasen las estrategias defensivas del nuevo milenio. Teniendo en cuenta que la generación más joven en buena parte del mundo desconoce siquiera la existencia del Comunismo en la historia del siglo XX, y de conocerla tiene ella unos referentes excesivamente vagos, la caída del Muro pierde cada vez más fuerza en su condición de hito.

IMAGEN: Postdamer Platz, en noviembre de 1989 (igrid Marotz)

El legado de Barroso y la alargada sombra de Jacques Delors

Jose Manuel Durao Barroso ya es, junto con Jacques Delors, el presidente que más tiempo ha permanecido al frente de la Comisión Europea. Diez años, dos legislaturas. El tercero en discordia fue Walter Hallstein, de quien hace unos meses os hablé a propósito de su libro La Europa inacabada, y que además fue el primero de todos.

No sé cómo tratará la Historia a Barroso. A Delors le ha ido bastante bien. Barroso, con una presidencia tanto o más agitada que la del socialista francés, quizá lo tenga más complicado para ser recordado con amabilidad. Los años de presidencia de Delors fueron años triunfales para Europa. El fin de la guerra fría, la unificación alemana, Maastricht. Una década donde el sentimiento europeísta ganó fuerza en todo el continente.

Barroso, durante una rueda de prensa de la CE (foto: EFE)

Barroso, durante una rueda de prensa de la CE (foto: EFE)

En cambio, la comisión Barroso, que acaba de decir adiós a Bruselas, ha lidiado con tantos frentes, y tan diversos, que la imagen que queda de ella –y que tiene no poco de injusta– es la de un organismo superado por la magnitud de la crisis, a merced de los gobiernos nacionales y obsesionada por la austeridad. Europa ha salvado estos años varios matchball. El primero fue, a comienzos de la primera legislatura del político portugués, el fracaso de la Constitución. El segundo, la salvación del euro (y por lo tanto del proyecto europeo).

Delors navegó en su día con el viento a favor. No tenía que preocuparse por rescatar nada, sino por crear, diseñar, avanzar en lo ya existente (la unión monetaria, sin ir más lejos). En cambio Barroso ha tenido la suerte (mala) de tener que, siguiendo con las metáforas deportivas, emplearse en despejar balones, en evitar la destrucción de lo que había, en contener la sangría… Y así es muy difícil contentar a nadie. La zona euro no se ha roto, y para algunos, retrospectivamente, lo natural era que no se rompiese.

La CE ha sido, durante estos años de crisis, la institución peor valorada por los ciudadanos. La que peor prensa ha tenido (aunque también, en parte, injustamente). Barroso es para muchos el paradigma de político gris y calculador, burocratizado. Quizá el problema reside en que Barroso, aun siendo el presidente de un organismo ejecutivo, ha sido visto más como un escrupuloso gestor (para algunos un vocero) que como un político. Hacía políticas, pero no política.

Si además resulta que Delors gozaba de carisma y de cierto halo grandeza (el desprestigio de y hacia los políticos no era entonces la norma: tampoco en Europa), la comparación con Barroso resulta bastante cruel. Barroso, un estudiante brillante durante su juventud, formado ideológicamente en el maoísmo, ha sido paradójicamente el conductor tecnocrático de rescates financieros, planes de ayuda y supervisiones bancarias. Un papel muy poco amable, más aún en la agriada era del euroescepticismo.

Renzi, Charles Michel y Taavi Roivas: Así es el club de la treintena en el poder

La mayoría de los primeros ministros de países de la Unión Europea han sobrepasado lo que los ingleses llaman la crisis de la mediana edad. Algunos, los más veteranos, como Merkel o Samaras, se acercan a la edad de jubilación (ambos están por encima de los sesenta años). Otros, la mayoría, están alrededor de los cincuenta (Tusk, Rajoy u Orban), y unos poquitos, tres, aún son lo que lo medios de comunicación acostumbran a etiquetar como «jóvenes políticos».

Renzi, corriendo una media maratón (Foto: https://twitter.com/matteorenzi)

Renzi, corriendo una media maratón (Foto: https://twitter.com/matteorenzi)

Se trata del primer ministro italiano, Matteo Renzi, el primer ministro estonio, Taavi Roivas, y el primer ministro belga, Charles Michel. Los tres tienen menos de cuarenta años. Los tres representan, de algún u otro modo, la renovación política dentro de la UE. Os los presento para que los conozcáis mejor, porque hay algo más allá de la edad que los une y que parece perfilar esa nueva política que Europa necesita.

Tanto Renzi como Michael como Roivas juegan, en sus respectivos países, con una imagen fresca, dinámica y amable. Contra el abuso gris de la tecnocracia y del establishment, los tres se alzan como renovadores, en fondo y forma, de la política europea (y aunque progresistas en diferente grado, los tres parecen haber optado por difuminar las líneas ideológicas entre la derecha y la izquierda).

Renzi, el más popular de los tres, cultiva el estilo obamista y americano de hacer política (algo que periódicos como The New York Times no tardaron en percibir). Su cuenta de Twitter, desenfadada y cercana, con esa foto de perfil en camiseta, trasmite una cercanía que la alta política italiana ya ha perdido.

Por su parte, Michel explota también ese carisma amable (como lo describía El Mundo hace unas semanas), transversal, liberal en lo económico pero abierto en lo social. La diferencia, quizá, es que las raíces familiares del belga el primer liberal francófono en 75 años sí están perfectamente ancladas en la política de su país. Su padre es una de las figuras históricas del Partido Liberal belga, lo que hace de Michel un advenecido conocido, al contrario que Renzi y sus humildes orígenes obreros.

Roivas, el estonio, reformista y casado con una cantente pop de su país, es el más joven de los tres, y como en el caso de Michel, su experiencia política se remonta a su adolescencia, cuando empezó a militar en el partido que ahora le ha permitido ser primer ministro (como cuenta este detallado perfil publicado en CIDOB). Roivas, que tenía 11 años cuando Eslovenia se independizó de la URSS, es economista de carrera, al parecer un joven seguro de sí mismo (quizá con una pose más clásica en la comunicación política que los otros dos), ortodoxo en lo económico y favorable a los nuevos modos de hacer política transparencia administrativa, gobierno abierto que hasta ahora su país no había ensayado.

PD: Está por ver hasta qué nivel de profundidad son capaces de llegar en la renovación de la política de los tres países, aquejados eso sí de problemas diferentes. Por hacer una comparación con lo que sucede en España, y visto el giro suave con el que Podemos quieren acceder a la política de partidos tradicional, podríamos decir que Pablo Iglesias está más cerca de Renzi que de Beppe Grillo, con quien en el pasado más se le ha asimilado. Veremos.

Francisco Sosa Wagner, un federalista docto y libre que acaba de decir ‘adiós a Siracusa’

Escribir sobre un político caído en desgracia es algo parecido a ensayar su futura necrológica. Uno se siente tentado de hablar de él en primera persona, recordando los muchos o pocos momentos que cree que definen su personalidad pública. Sosa Wagner ha dicho adiós a Siracusa para volver a su cátedra, renunciando a su acta de eurodiputado en el PE, y esto puede parecerse mucho a un obituario preventivo.

El eurodiputado Francisco Sosa Wagner, cabeza de lista de UPyD en los últimos comicios europeos.

El eurodiputado Francisco Sosa Wagner, cabeza de lista de UPyD en los últimos comicios europeos (EFE).

Las desavenencias con la dirección de UPyD en torno a una necesaria –en su opinión y en la de muchos– alianza con Ciudadanos ha erosionado su prestigio dentro del partido que dirige, con mano de hierro, Rosa Díez. Ni el apoyo público de Fernando Savater, quien ha vuelto a salir en defensa de Sosa Wagner, al que considera un «buen candidato y un buen político», le ha librado de una purga que personalidades dentro de la formación consideran injusta.

Yo conocí a Sosa Wagner hará casi dos años, en Bruselas. Durante toda una legislatura, este viejo profesor universitario, dandy moderado y razonable, luchó en solitario (y mucho más activamente que otros) como diputado no adscrito por hacerse oír en el Parlamento Europeo. Recuerdo su humor delicado, su cercanía liviana cuando nos decía que se sentía un Robinson en aquel archipiélago superpoblado que son las instituciones europeas.

Federalista entusiasta, más intelectual que político al uso, sus señas de identidad han sido, además de su sempiterna pajarita, su defensa de una Europa que supere los vicios nacionalistas y neutralice el creciente euroescepticismo. Cuando este verano leí Éxito y fracaso en política, de Ignatieff, me vino a la mente la figura de Sosa Wagner y la vívida impresión de que éste acabaría como aquel, con la esperanza reducida a cenizas.

En Cartas a un euroescéptico (Marcial Pons, 2013), uno de sus refinados libritos de batalla, el catedrático Sosa alertaba: «Dividida, Europa no cuenta; unidos, los europeos tenemos la posibilidad de llegar a ser uno de los más originales motores del nuevo gobierno de la mundialización y además proteger en este territorio con especial solvencia libertades y derechos fundamentales de ciudadanos y trabajadores».

Una mañana con Podemos: entre los círculos amateur y los mítines profesionales

Ni Europa salió mucho ni parece que a los que estaban allí les importara demasiado. Una vaga referencia a Merkel, aplausos, algún grito de aprobación y asunto zanjado. Asumo, pues, que tengo pocos argumentos para justificarme escribir una vez más sobre Podemos. La razón, perdonad, es un acto que celebró en mi barrio la formación —en breve ya partido— y por el que me di una vuelta el sábado por la mañana. El círculo de Podemos Hortaleza era el organizador. E Iñigo Errejón la estrella invitada junto a un poeta, un médico y una profesora, que le precedieron en el turno de palabra con desigual desempeño.

Entrada al parque, con globos de Podemos.  (NS)

Entrada al parque, con globos de Podemos. (NS)

Llegué con bastante tiempo de adelanto, y me senté a esperar a las puertas del recinto donde iba a desarrollarse la función. Un lugar histórico aunque muy degradado: el foro neoclásico del parque Isabel Clara Eugenia, jardín que conoció seguro tiempos mejores (fue un antigua quinta ducal cuando el barrio aún no era Madrid y ha sufrido varias remodelaciones, que no le han devuelto su antiguo esplendor) y que ahora sirve a los skaters para practicar sus trucos y a los grafiteros, empeñados en embellecer con una nueva policromía las pocas columnas que quedan en pie.

El ambiente era cordial, casi familiar. La gente se conocía y se saludaba como haría en un mercadillo o en las fiestas patronales de un pueblo. A la entrada, globos con los colores de Podemos y una mesita con merchandising clásico de chapas y camisetas. Familias, gente en bicicleta, niños en patinete y pandas de amigos. También viejecitos ensimismados a esa hora de la mañana, preguntando que qué pasaba y que por qué a ellos no les daban los trípticos que iban repartiendo los voluntarios y que yo sí cogí. Ya dentro, y mientras esperaba que todo aquello empezara, las conversaciones giraban invariablemente sobre tres asuntos: el ébola, las tarjetas de Caja Madrid y el pederasta, vecino del barrio. De fondo, el hilo musical de Bunbury competía con los pajaritos bajo un cielo sucio que amenazaba lluvia.

Me sorprendió lo perfectamente organizado que estaba todo sin que diera la sensación de artificiosidad. Un escenario pequeño y modesto, pero bien visible desde cualquier punto del parque. Sillas para las personas mayores, servicio de guardería y un cuerpo de voluntarios empeñados en darte toda la información del mundo sobre asuntos muy concretos que afectan al distrito, como la situación del Hospital Ramón y Cajal o la carencia de infraestructuras: nada de sermones ideológicos sobre lo divino y lo humano: problemas y dificultades a las que una familia con dos hijos o un matrimonio de jubilados se enfrentan cada día. Una proximidad que se agradece, pero que no tuvo luego continuidad en algunas de las intervenciones, en exceso grandilocuentes y plúmbeas.

El acto de Podemos, un poco antes de que diera comienzo (NS)

El acto de Podemos en el parque de Isabel Clara Eugenia, un poco antes de que diera comienzo (NS)

Y ahí quería llegar. No sé cómo serán las reuniones de los llamados Círculos de este protopartido, su nivel de consenso o su virtud para crear lazos entre personas que tienen aspiraciones similares. Lo cierto es que en el acto del otro día se apreciaban perfectamente dos niveles. Uno, amateur, vecinal o como queráis decirlo, compuesto de gente preocupada y  comprometida, pero ajena a la escenificación política habitual. De los tres ponentes, dos de ellos —el médico y la profesora: sobre el poeta mejor no hablo, porque madre mía— respondían a esta descripción. Ambos hablaron correctamente, sus discursos fueron muy aplaudidos, pero era evidente que carecían de la oratoria profesional tan cara a los políticos.

El otro nivel era el representado por Íñigo Errejón, que habló mucho y muy bien, marcando los silencios para recibir aplausos, repitiendo conceptos y expresiones para que se fijaran en la memoria de los oyentes y organizando el discurso en torno a unas pocas ideas sencillas, como la casta, el miedo y el pueblo. Yo no sé cómo fueron aquellos mítines del PSOE de la Transición, pero escuchando a Errejón —y pese al redentorismo que a veces aflora— no creo que su pose y sus maneras se diferencien mucho de aquel Felipe González, aunque esta sea una comparación que seguro que a ninguno de los dos agradaría demasiado.

Es esta especie de cisma, larvado y no resuelto, entre su base popular cultivada en cientos de reuniones en los barrios y las plazas, y sus dirigentes mediáticos, lo quieran o no productos académicos de laboratorio, lo que más me llamó la atención del otro día. El amateurismo de unos frente a la profesionalización mandarina de otros. Y de esa escisión, y no de otra cosa, dan cuenta las informaciones que documentan las tensiones internas entre los dirigentes profesionales y las asambleas populares. Por lo demás, el acto acabó con unas preguntas anónimas sacadas de una caja que los ponentes contestaban como bien podían, otro poemita del vate y las voces agudas de los niños que llevaban ya allí revoloteando sus buenas dos horas.

Elogio de la normalidad en tiempos convulsos

Pero los signos externos del poder no son indispensables para la marcha de los asuntos públicos  y en cambio ofenden inútilmente la vista del ciudadano (Tocqueville, La democracia en América, I).

Desde que en abril de este año se celebró la última sesión de la séptima legislatura del Parlamento Europeo hasta hoy han pasado más de siete meses. Durante este tiempo la UE ha renovado su maquinaria ejecutiva y legislativa. Un proceso institucional lento y trabajoso, al que ya le queda poquito, y que salvo algún diente de sierra la negociación para aupar a Juncker, el test a Cañete, etc ha transcurrido con previsible y parsimoniosa efectividad.

Imagen de la primera sesión plenaria del PE de la nueva legislatura (EFE).

Imagen de la primera sesión plenaria del PE de la nueva legislatura (EFE).

Existe una mística gastada en torno a los cambios de Gobierno, una molesta efervescencia que aún se mantiene a nivel estatal en algunos países y que en los menos desarrollados aún es motivo de denuncias por sospechas de fraudes y pucherazos que no se da en la UE, un experimento gigante que no solo no es ingobernable, sino que sigue funcionando de forma eficiente aun cuando su gobierno está mutando.

A menudo nos quejamos de la tupida burocracia europea, del exceso de directivas y normas que entretejen su día a día. Puede ser cierto, aunque con matices (en porcentaje sobre la población, el cuerpo de funcionarios europeos no es tan elevado como erróneamente se cree), pero no conozco otra propuesta realista tan efectiva a la hora de movilizar un gobierno de 28 Estados soberanos sobre la base de la cooperación mutua.

Deberíamos felicitarnos los ciudadanos y los especialistas lo hacemos poco con los temas europeos por la normalidad con la que las instituciones del continente cambian la piel. Una mutación que esta legislatura, con novedades sustantivas a la hora de designar a la cabeza de la Comisión, tiene si cabe más mérito. Un poder que se renueva sin recurrir a los fastos ni a la retórica sublime, más bien al contrario: se da a ejercicios gimnásticos de control democrático (los hearings de estos días) que cumplen con exquisita pulcritud el mandato de Tocqueville.

¿Parques temáticos sobre la historia europea? Puy du Fou como ejemplo

En la redacción, a la vuelta del verano, mi compañera Melisa me habló con entusiasmo de sus vacaciones en Francia. Veinte días en familia, recorriendo un trocito del país vecino y visitando lugares pintorescos, como el parque temático histórico de Puy du Fou, en la comarca de la Vendée. Una experiencia envidiable de la que espero poder disfrutar algún día, y que ella revivió –plena de datos, fotografías e impresiones– en su blog.

Hay varias conversaciones recurrentes entre historiadores: la de cómo hacer para acercar la historia a los ciudadanos sin resultar ni aburrido ni elitista es una de las que con más frecuencia se repiten. Se ha avanzado mucho: propuestas museísticas con reforzada intención didáctica (sobre todo en el campo de la arqueología); recreaciones hechas por profesionales (estas solían estar impulsadas más por aficionados entusiastas) o recorridos históricos que escapan a la obsesión por el dato descontextualizado tan caro a los licenciados en Turismo (aprovecho para recomendaros las rutas por Madrid de mi amigo Pedro, historiador especializado en Historia de la capital que tantísimo sabe).

De lo que no tenía noticia, y me ha sorprendido, es que existiera un verdadero parque temático histórico como el de Puy du Fou (mi idea de estos lugares estaba quizá condicionada por Terra Mítica y engendros pesadillescos similares). Pero lo que para nada me ha causado sorpresa es que algo así hubiera sido pensado y construido en Francia. ¿Por qué? Creo que ya lo he comentado alguna vez aquí: la relación de Francia con su pasado, sin ser modélica (en ningún país lo es), sí que resulta envidiable si se compara sin ir más lejos con la nuestra.

Puy du Fou

Uno de los espectáculos, en este caso medieval, en Puy du Fou (MADRE RECIENTE)

Puy du Fou es una especie de sofisticado ‘lugar de memoria’ (comparte parte de ese espíritu que Pierre Nora dio a su magna obra: no por casualidad el parque se fundó casi en las mismas fechas en las que el gran historiador comenzó a elaborar sus ‘lieux’), sito precisamente en una de las comarcas galas que más ríos de tinta (y de sangre) ha generado. La rebelión de los campesinos de la Vendée viene enfrentando a la derecha y la izquierda desde la Revolución francesa, y en este sentido no deja de ser significativo que el fundador del parque sea un político y eurodiputado conservador (ha sido descrito como un Le Pen ‘a la izquierda’ de Le Pen) con importantes vínculos familiares en la región.

No quiero seguir por este camino. Como deslizaba Melisa en su post, no parece que esta condición política sea un inconveniente para disfrutar de los espectáculos propuestos, salvo –supongo– que seas una especie de jacobino irredento. Pero ese es otro tema. Lo que me pregunté al saber de la existencia de Puy du Fou es por qué no existen más propuestas similares, en España, claro, pero también en otros lugares de Europa. Si algo tenemos los europeos es historia, demasiada historia a veces, por lo que no sería complicado extraer de la línea del tiempo unos cuantos acontecimientos (sin evitar lo trágico, no hace falta a estas alturas edulcorar nuestros pasados) que, limados por el tamiz de la recreación, suscitaran en la gente el deseo de saber más… y sobre todo de saber mejor.

Los europeos somos incapaces de encontrar un nexo pretérito que nos una (las celebraciones del centenario del comienzo de la I Guerra Mundial han tenido un perfil taimado, muy poco transnacional). Las historias nacionales han atomizado tanto el conocimiento del pasado que revertir esa situación llevará muchos años, si es que alguna vez se consigue del todo. No se trata, como decía con algo de fatalismo el otro día el ya jubilado Álvarez Junco, de que seamos incapaces de llegar a cierto grado de consenso sobre la historia, sino de imaginar para las generaciones futuras nuevas posibilidades con las que alumbrar un pasado de verdad común. A mí, que me paso casi todo el tiempo entre libros, esta idea de sembrar Europa de pidifús me parecería muy positiva.

¿Qué hay detrás del euroescepticismo?

¿Qué hay detrás del euroescepticismo? ¿Es una reacción hipodérmica a la crisis económica o tiene raíces más profundas? La prensa, mayormente, y también algunos políticos (de los bisoños, por lo general) suelen preferir la perspectiva economicista: los medios porque han encontrado en ella una omniexplicación a casi todo, los políticos porque logran así aislar el foco, pulir las aristas de una realidad demasiado compleja. Norte contra sur, centro y periferia, acreedores y deudores… o lo que es lo mismo, simplificando, buenos contra malos.

Frente a esta visión urgente, análisis más reposados ofrecen razones diferentes para lo que se ha venido a llamar «europeización negativa». Uno de estos trabajos es el de Albert Aixalà i Blanch, Crisis económica y euroescepticismo (Fundación Alternativas, 2014), que estudia el periodo de la crisis atendiendo a factores como la evolución de la opinión pública, el déficit democrático o la confianza en las instituciones. La principal conclusión, con la que estoy muy de acuerdo (aviso: aunque no lo estuviera también os habría hablado de este artículo), es que el euroescepticismo tiene su origen más en una crisis de legitimidad democrática que en el impacto de la crisis económica.

mapa¿Y por qué, diréis? Pues principalmente porque la desconfianza hacia el proyecto europeo se deja sentir, casi por igual, en todos los países de la Unión… con independencia de que la crisis económica les haya afectado más o menos. Además, la desafección hacia los poderes de la UE no es de ningún modo inseparable de la deslegitimación de las propias instituciones políticas nacionales, lo que lejos de ser tranquilizador, indica que no estamos ante un problema coyuntural, sino ante una especie de crisis de civilización. En este sentido, aquellos que aducen principalmente motivos económicos tienen razón (aunque por motivos algo equivocados): tras la crisis nada volverá a ser igual.

Aixalà recuerda muy bien que en la Unión Europea la crisis política precedió a la económica. La fallida Constitución Europea naufragó paradójicamente en un momento donde la economía no era una preocupación, sino todo lo contrario, una fuente de optimismo. A aquel borrón en el proceso de construcción se sumó, tres años más tarde, el impacto de la crisis económica y, todavía más de fondo, la resaca del malestar democrático nacional.

El ‘policies without politics’, como definió Schmidt al sistema político europeo, un sistema eficiente en lo legislativo, pero timorato en puramente político, está en la base de muchas de las contradicciones a las que se viene enfrentando Europa en estos últimos cincos años. En resumen, y con sus palabras: «Las causas profundas del malestar democrático [en la UE] están relacionadas con la pérdida de poder transformador por parte de las instituciones políticas en un contexto de globalización política y económica».