Europa inquieta Europa inquieta

Bienvenidos a lo que Kurt Tucholsky llamaba el manicomio multicolor.

Luchas de poder en el espacio postsoviético: pragmatismo ruso frente a valores europeos

La aceleración de la historia —que no revolución, todavía— que vive estos días Ucrania es examinada desde dos ópticas. Una óptica microoscópica, la elegida por la prensa, más humana y menos contextualizada, muy apegada a los sucesos de la calle, la plaza, a la violencia represora y las luchas internas por el poder. Y otra óptica macroscópica, generalizadora y abstracta, la preferida por los expertos, que se centra en analizar los intereses geoestratégicos de los diferentes actores (Rusia, la UE, los estados del Este) y prever el desarrollo de acontecimientos futuros.

Dos banderas, una ucraniana y otra de la UE, durante las protestas en Kiev (EFE)

Dos banderas, una ucraniana y otra de la UE, durante las protestas en Kiev (EFE)

Ambas son necesarias, pero dadas mis limitaciones —de todo tipo—, os voy a tratar de simplificar y resumir la segunda (si también estáis interesados en la primera, podéis empezar leyendo este útil y preciso resumen de mi compañera Sara Ríos). No voy a regocijarme en el subidón de europeína (mezclado con algo de envidia) que te entra al ver a las masas de proeuropeístas —con matices— enarbolando la bandera azul con las estrellas por el centro de Kiev. Tampoco lo haré sobre la paradoja que supone para nosotros, europeos aturdidos, la visión de unos ciudadanos —de los que poco sabemos, seamos sinceros— entusiasmados por entrar a formar parte de un club del que somos casi amargamente socios.

La situación es más o menos la que sigue. Europa habría topado de nuevo, por citar la tesis del último libro de Robert D. Kaplan que ya os reseñé hace unos meses, con su «inmutable estructura geográfica». Ucrania, como Bielorrusia, Georgia y otros estados pertenecientes a la histórica órbita de influencia rusa son al mismo tiempo frontera de los intereses de la UE. El conflictivo espacio post-soviético es hoy, tras las sucesivas ampliaciones europeas hacia el Este, un territorio en disputa. A un lado, el antiguo propietario de estos territorios, ahora solamente administrador pasivo, la Rusia del inexpugnable Vladimir Putin. Al otro, la diplomacia humanitaria y a menudo deslabazada de la UE.

El primero actúa desde la experiencia del pragmatismo de vieja gran potencia. Usa la fuerza cuando cree que debe usarla; recurre a su supremacía energética cuando considera que sus intereses están en peligro y se vale de su ascendencia entre las élites locales cuando su influencia decae. El segundo apela, como escribe Borja Lasheras, director asociado de la sede en Madrid del ECFR, a la «diplomacia normativa» y confía mucho más en su característico ‘poder blando’ que en la geopolítica pura y dura.

Policías antidisturbios desplegados por orden gubernamental en 'Euromaidán'. (EFE)

Policías antidisturbios desplegados por orden gubernamental en ‘Euromaidán’. (EFE)

Así pues, de una parte, un actor que quizá abusa de una «mentalidad colonial», como dice Álvaro Gil Robles, pero que prefiere un juego de suma cero a no quemar todas sus naves; y de otra, una entidad supranacional que tienta con sus bazas democratizadoras de hoy y siempre: bienestar, estabilidad económica y derechos humanos.

Con una Rusia actuando simplemente como Rusia —esto es lo que hay— y con una UE estricta con las palabras pero demasiado blanda con los hechos, Ucrania y el resto de estados de la zona (también las regiones olvidadas, como Transnistria) encaran de forma desigual su futuro. Situados entre dos placas tectónicas —la política de vecindad europea, el denominado Partenariado Oriental, y la lábil unión euroasiática comandada por Moscú— las sociedades civiles locales afrontan varios retos, según los especialistas: convencer a la UE de su apoyo sin fisuras a una futura integración, la reconversión de sus élites políticas, la modernización de sus estructuras administrativas (reducción de las desigualdades, frenar de la corrupción, efectiva separación de poderes), etc.

Por otra parte, la UE debe realizar un significativo viraje diplomático —que debería concretarse en las próximas cumbres internacionales: el fracaso de la cita de Vilna no debe repetirse— que, sin dejar de lado su decisivo apoyo normativo (en pos del ansiado tratado de Asociación y Libre Comercio, en el caso de Ucrania) preste más atención a cuestiones diplomáticas clásicas, de intereses abiertamente enfrentados… ese campo donde los rusos —y este resumen cronológico de las últimas décadas lo demuestra— se mueven con muchísimos menos corsés.

 

2 comentarios

  1. «Vivimos tiempos de paradojas: nunca ha habido tanta riqueza y dinero circulando, pero “hay que apretarse el cinturón” para salir de la crisis. Hay más de seis millones de personas sin empleo, el paro es percibido como el mayor problema del país y pareciera que, por ahora, la respuesta de los sindicatos de concertación pasa sobre todo por la renovación del pacto social. Y la de los alternativos por la movilización y llamados a la huelga general… El desempleo llega a 26,6 millones de personas en Europa y no hay signos de alivio en el corto plazo.
    ¿No queda otra, “con la que está cayendo”, que pedir empleo a los empresarios? Abrimos el debate.

    El trabajo no es un problema, y es, además, necesario, porque la transformación de la naturaleza por la actividad humana es imprescindible para la supervivencia de la especie y de los individuos. A este respecto, lo único que ha cambiado es que la enorme productividad desatada por el capitalismo ha llegado a entrar en contradicción con los límites ecológicos y ha configurado un gigantesco mercado de bienes de consumo innecesarios. Quizá ya no hace falta tanto trabajo para reproducir la vida humana. Quizá hay un exceso de actividades antisociales alimentadas por el proceso de acumulación sin fin en que el capitalismo consiste. Pero esa no es la cuestión principal.

    El problema esencial –el que genera el mismo proceso de acumulación– de nuestro tiempo no es el trabajo, sino el trabajo asalariado. La relación asimétrica que impone que una persona, sin acceso a los medios de producción, deba vender su fuerza de trabajo a otra, propietaria de los mismos, a cambio de una retribución que ha de permitir –trabajo doméstico no pagado mediante– reproducir esa misma fuerza, para que la rueda pueda seguir girando al día siguiente. La diferencia entre el valor de lo que permite reproducir la fuerza de trabajo y el valor de lo producido se llama plusvalía. Y es un producto específicamente humano que se apropia en exclusividad una de las partes de la relación.

    Asalariado

    Sustentada esa dinámica esencial –el trabajo asalariado–, el problema se configura como una cuestión relativa a una relación de fuerzas en un momento concreto. Es el escenario de un conflicto: la lucha de clases. Las victorias parciales de una u otra parte le permiten aumentar o disminuir el grado de explotación, modificar los mecanismos por los que se expresa la misma confrontación, desestructurar al adversario. Eso es lo que ha pasado con el mundo laboral en las últimas décadas: la emergencia de un profundo proceso de desestructuración, segmentación y debilitamiento de la clase trabajadora por parte de un empresariado cada vez más triunfante y organizado.

    Subcontratas, ETT, contratos tem­­porales, deslocalizaciones, facilitación del despido, flexibilidad absoluta en torno a las condiciones esenciales de trabajo… constituyen mecanismos, conscientemente desarrollados, para enfrentar a los trabajadores entre sí.

    La llamada descentralización productiva –lo que otros llaman el postfordismo– no es más que una brutal mutación que transforma un mundo laboral de obreros, con contrato para toda la vida, con un cierto contrapoder sindical y con el salario suficiente para poder hacer frente a los gastos de una familia patriarcal –modelo fordista–, en un magma ultraflexible de posiciones diferenciadas, nadando desde los restos de lo anterior, cada vez más acosados –el llamado core business–, hasta las mil y una formas de la precariedad post­moderna: temporales, subcontratados, en misión, falsos autónomos, con jornada parcial, en formación, etc.

    Estructura esencial

    Lo que ha explosionado es la idea misma del derecho del trabajo como elemento de racionalización de la relación salarial, como normativa que legitimaba y, al tiempo, limitaba, la explotación inherente a la forma capitalista de trabajar. Ahora estamos ante una mixtura ultraflexible entre la dictadura del Capital en el centro de trabajo y mecanismos de domesticación de la fuerza laboral, como el desempleo de masas y la conformación de “zo­nas grises” entre el derecho social y otros ordenamientos legales –falsos autónomos, prácticas formativas, trabajo migrante, etc.–

    ¿Deberíamos trabajar tanto? Pro­bablemente no. ¿Deberíamos garantizar un ingreso básico a quienes no pueden acceder a un empleo? Sin duda, sí. Pero no olvidemos que ni la renta básica ni el reparto del empleo serán posibles sin operar seriamente sobre la relación salarial. Sin intentar, organizadamente, influir sobre ella y, si se puede, abolirla. Cómo hacerlo es una pregunta compleja que daría para otro artículo. Lo que está claro es que el de la relación salarial es un espacio decisivo para discutir la estructura esencial de la sociedad».

    por JOSÉ L. CARRETERO MIRAMAR.
    Profesor de Derecho del Trabajo e integrante del Instituto de Ciencias Económicas y de la Autogestión (ICEA)
    06/06/13

    09 diciembre 2013 | 17:56

  2. Dice ser Pelus

    Me alegro de ver un artículo que en no mucho espacio y de forma accesible nos ponga en antecendentes de por qué está pasando, lo que está pasando en Ucrania. La verdad es que tal y como estamos en la UE y la alternativa prorrusa, no les arriendo la ganancia en ninguno de los dos casos jejeje.

    10 diciembre 2013 | 04:20

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