Estoy dramatizando Estoy dramatizando

"... no me despiertes, si duermo, y si es verdad, no me duermas". (Pedro Calderón de la Barca, 'La vida es sueño')

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No solo de dramaturgia vive el hombre

Una espinita clavada, ganas de repetir y determinado estado de ánimo me han vuelto a llevar a Microteatro por Dinero. Una espinita clavada porque en diciembre me perdí la segunda edición de los Micromusicales (snifff, snifff). Ganas de repetir porque en la primera edición me chifló uno de ellos, Por culpa del amor, y lo están reponiendo. Y determinado estado de ánimo porque a priori la opción más atractiva del fin de semana para mí era el Don Juan Tenorio versionado por Juan Mayorga y dirigido por Blanca Portillo —que ocupa un lugar de honor en mi pedestal teatrófilo—, pero por algún motivo que no sabría explicar no tenía yo estos días cuerpo de Tenorio y sí de esa deliciosa cerveza a la que no voy a hacerle publicidad gratuita que sirven en el bar de Microteatro. No solo de dramaturgia vive el hombre.

Lo tiene casi todo: intensidad, una estructura redonda, humor, referencias culturales, un par de actores enérgicos, sorpresa final… De Julián Salguero y Jorge Toledo, recuerda por su frescura a Avenue Q o Pegados, y deja con ganas de más.

por culpa del amor

‘Por culpa del amor’. (Foto: Facebook)

Eso escribí (página 20) en la versión impresa de este blog sobre Por culpa del amor en diciembre de 2013, y lo mantengo. Ayer salí igual de encantada que hace un año, un poco más, incluso, teniendo en cuenta que me hice con un cedé con las canciones del musical y ya puedo torturar a mis vecinos cantando “tinoníii, suena la alarma” cual Verónica Polo a voz en grito por las mañanas. Así que vuelvo a recomendarlo y no dejo de confiar en que sus autores nos brinden algún día la versión extendida.

La visita a Microteatro me deparó, además, una agradable sorpresa. Al entrar a otra de las pequeñas obras en cartel, Mejunjes, caí en la cuenta de que una de sus protagonistas es Aixa Villagrán, a quien vi el pasado noviembre en Luciérnagas. Lo que me sorprendió fue descubrir que también firma el texto, una comedia negra mordaz que Maica Barroso y ella bordan, y que con razón se ha recuperado como una de las obras que más éxito de público tuvieron anteriormente. Villagrán, eso sí, no ha acabado de sacarme de dudas respecto a si tiene un determinado perfil interpretativo, por la brevedad de esta pieza y porque su personaje guarda ciertas similitudes con el de Luciérnagas. Con otra espinita clavada me quedo, pues, que ojalá me depare algún día una nueva alegría teatrófila…

Que sean otros 15

Stage Entertainment España celebró hace unas semanas su 15º aniversario con una magnífica gala, que, por cierto, se podrá ver este domingo en Canal+ y que no debería perderse ningún aficionado al género musical.

Gala 15 aniversario Stage Entertainment

Paloma San Basilio y José Sacristán, dos de los artistas que participaron en la gala de Stage Entertainment. (Gtres)

Como suele pasar en este tipo de eventos, allí no faltaron las felicitaciones de propios y extraños a la productora; pero me llamó la atención que, entre loas y buenos deseos, esta cumpleañera recibió también muchos agradecimientos. Agradecimientos por haber traído a nuestro país musicales que antes implicaban un viaje, como mínimo, a Londres, o por seguir en el negocio a pesar de la crisis y del IVA al 21%.

Los menos románticos pensaréis que al fin y al cabo se trata de una empresa, que como tal tendrá como primer y lógico objetivo ganar dinero, y que si continúa será porque no le va mal del todo. Que si ha sabido encontrar ese nicho de mercado y le funciona, bien por ella, pero que pagar 60 euros por una entrada y, encima, dar las gracias, pues como que no. Así pienso yo, en parte.

En parte. Porque, en realidad, me alegro de que Stage Entertainment España exista y de no haber tenido que viajar a Londres para ver La bella y la bestia, Los productores, Mamma mia!, Fiebre del sábado noche, Chicago, Los miserables, El rey león Y porque, puestos a ganar dinero, también hay quien lo hace vendiendo armas a países subdesarrollados en conflicto. #esoesasí #estoydramatizando

Y agradezco que no se hayan servido del escaso bagaje que tenemos el público mayoritario en el género (podrían haberlo hecho) para rebajar la calidad. Que siempre presenten producciones técnica y artísticamente cuidadas que a algunos nos ponen los pelos de gallina. Creo que eso va más allá del enriquecimiento y que es respeto al espectador y amor al arte. Al arte musical.

Que sean otros 15, Stage.

P. D.: Tengo pendiente, precisamente, un post sobre Sister Act, otro de los espectáculos de Stage que destilan mimo. Prometo que será pronto, ahora que he vuelto del lado oscuro de las mudanzas… ¡Feliz Navidad!

¿Te gusta que te saquen al escenario?

Hay gente a la que le encanta que la saquen al escenario en los espectáculos, gente que tiene más ganas de cachondeo que sentido del ridículo.

Spamalot

Parte del elenco del musical ‘Spamalot’ en Barcelona.

Recuerdo, por ejemplo, a una chica que lo dio todo en la despedida de Madrid de Spamalot. Apostaría a que era una fan acérrima del musical que sabía de qué butaca se elegía al espectador con el que se interactuaba en cada función y que había elegido esa localidad a propósito. Empecé a sospecharlo cuando se levantó anticipadamente del asiento con una sonrisa enorme y lo confirmé cuando empezó a largar el texto a la par que los actores. Diría que solo le faltó cantarse a sí misma El santo grial… Pero no le faltó, no.

A juzgar por la cantidad de veces que se utiliza, el hacer al público partícipe del espectáculo debe de funcionar. Como ‘entendidilla’, reconozco que puede resultar divertido y no tengo nada en contra si no se abusa de ello, es decir, si el recurso encuentra una justificación dentro del show. Como espectadora, me da auténtico pavor. De hecho, cuando voy a ver una obra de la que sé (o temo) que hacen intervenir al respetable, por si acaso, procuro no sentarme junto al pasillo.

Hace una semana, sin ir más lejos, recibí una nota de prensa en la que se informaba de que un espectador participaría en una representación de La curva de la felicidad, en el Teatro Amaya, para pedirle matrimonio a su novia. Sentí tanta vergüenza vicaria al leerla, que esa noche soñé que iba a ver un musical protagonizado por Arturo Fernández (cosas del subconsciente) en el que el actor sacaba a una mujer al escenario. Aunque me había sentado lo más lejos posible, en el momento en que se levantó el telón yo sabía que Fernández iba a venir a por mí. El despertador sonó justo cuando se acercaba por el pasillo, mirándome y sonriéndome mientras cantaba, micrófono en mano, y juro que me desperté con una ligera taquicardia.

Eso no es sentir pavor, eso es tener una fobia, pensará, tal vez, alguno de ustedes. Ya. Eso creía yo también. Hasta que se lo conté a S. y me dijo: “Tengo un amigo que, cuando le propones ir a ver alguna obra de teatro, pregunta: ‘¿Es de las que sacan a gente?’”. ESO es tener una fobia.

P. D.: De propina, incrusto mi favorita de Spamalot: La canción que dice así (en el original, The song that goes like this), esta con el elenco del musical en Madrid. ¡Felices vacaciones!

Multada por criticar

Il Giardino

El restaurante francés que denunció a una bloguera por la crítica negativa que hizo de él. (Google Street View)

Sin vivir en mí vivo desde que leí en 20minutos.es que una bloguera francesa tendrá que indemnizar con 1.500 euros a un restaurante por escribir una crítica negativa sobre él. Sin vivir en mí.

Intento recordar qué actores, qué directores, qué autores, qué productoras han podido encontrar en los últimos años motivos para llevarme a juicio. Me pregunto cuáles estarían dispuestos a tomarse la molestia de denunciarme.

El empleado del banco me miró con sorpresa cuando le expliqué que necesito el crédito para pagarme un abogado que me defienda de algún artista al que habré puesto verde. “Lo siento, señorita, pero me temo que no va a ser posible”. Tan asustada estoy, tan sin vivir en mí, que ni siquiera le dije que no me gusta que me llamen señorita.

Ya he empezado a ensayar ante el espejo: “Verá, señor juez, era la forma que tenía de ganarme la vida. Yo pensaba que mi trabajo consistía en recomendar a los lectores los buenos espectáculos y en evitarles una pérdida de dinero y tiempo con los malos”.

Luego vendrá la argumentación. A saber, en función del caso:

a)      “Estaba sobreactuado”

b)      “¡El trabajo de dirección brillaba por su ausencia!”

c)       “Ese texto no tenía ni pies ni cabeza”

d)      “Cobraban 25 euros por la entrada y ni se habían molestado en remendar el vestuario”

Y concluiré jurándole a su señoría que nunca he escrito una crítica malintencionada.

Lo peor es que el naranja y las rayas horizontales me sientan tan mal…

A ver un espectáculo, se aprende

Cuando alguien hace ruido o habla, cuando alguien se deja el móvil encendido, cuando alguien incordia en el teatro en general, mi primera reacción es de enfado. Después tiendo a pensar que a esa persona nadie le habrá enseñado a comportarse en un espectáculo. Porque a guardar las formas, como a casi todo en esta vida, se aprende.

Una tarde que estaba con mi sobrino de cinco años en el pabellón antes de un partido del Santiago Futsal, se acercó a hablarle un amiguito del cole. La madre del crío en seguida vino a saludarme.

– Hola, soy la madre de Xoán.

– La tía de Mateo. Encantada.

– Pues voy a ir dejando a los niños en la ludoteca para poder ver el partido tranquila. ¿No los lleváis allí?

– ¿Cómo? ¡Ah, no, no! Estos ven los partidos con nosotros. Vienen siempre a los del Obra y están acostumbrados.

partido del Obradoiro CAB

Algunos niños en un partido del Obradoiro. (Foto: El Correo Gallego)

Me giré y comprobé que, efectivamente, en la entrada del Multiusos habían acotado un pequeño recinto en el que varios monitores entretenían a un grupito de cativos. Por una parte, me pareció una idea estupenda para que los adultos con críos a cargo no tuviesen que perderse el partido. Pero, por otra, me dio un poquito de pena que aquella señora tan simpática no compartiese ese rato de ocio con sus hijos, teniendo en cuenta además los valores que —insultos a los árbitros aparte— transmite el deporte.

Me dio ese poquito de pena y al mismo tiempo me alegré de que mi hermano se hubiera tomado la molestia de enseñar a sus hijos desde pequeños a ver un encuentro deportivo y de que, más allá de saber estar, lo disfruten.

El rey león

Simba y Nala en el musical ‘El rey león’. (Stage Entertainment)

Con el teatro, que no deja de ser otro tipo de espectáculo —aunque un poco más exigente por aquello del silencio—, pasa tres cuartos de lo mismo. Por eso cuando llevé a otros dos de mis sobrinos (más mayorcitos) a ver El rey león quise adoctrinarlos. Creyendo que sabía lo que nos íbamos a encontrar, antes de la función les dije: “Va a haber muchos niños, algunos muy pequeños, en el teatro, y van a hablar durante la representación. Pero vosotros no debéis hacerlo, porque…”, y les solté a los pobres un rollo considerable sobre el respeto a los demás y a la gente que está trabajando. Ellos se portaron fenomenal y yo tuve que tragarme mis palabras, porque la docena de enanos que teníamos alrededor tampoco dijeron ni pío en las dos horas y media que dura el musical, mientras que las dos parejitas de treintañeros de la fila de delante no tuvieron ningún reparo en comentar en voz alta todo lo que les vino en gana.

Y recuerdo el día que en el Teatro Pavón había un chiquillo de unos diez años sentado al otro lado del pasillo. A @MirenM y a servidora nos faltó tiempo para comentar la insensatez que estaba cometiendo aquel señor que lo acompañaba al llevar a un niño a una obra en verso y en castellano antiguo. No recuerdo lo que dije, pero, conociéndome, debió de ser algo del estilo: “Ya verás, nos va a dar la función. ¡Cómo se le ocurre!”. Pero cuando se bajó el telón, nosotras nos habíamos olvidado de que allí había un crío de unos diez años y solo nos quedó mirar atónitas cómo el chaval aplaudía entusiasmado.

Definitivamente, saber ver un espectáculo no es cuestión de edad; basta con que alguien te haya enseñado. A saber ver un espectáculo, como a casi todo en esta vida, se aprende.

Dejémonos trabajar en paz

Pude entrevistar al actor Gonzalo de Castro con motivo del estreno en el Teatro Español del Glengarry Glen Ross que tan magníficamente dirigió en 2009 Daniel Veronese. Fue una conversación larga y de las más interesantes que he tenido con personas relacionadas con el mundo del teatro.

Aunque a medida que De Castro me iba respondiendo yo iba disintiendo mentalmente de algunas de sus opiniones, me pareció un tipo inteligente, de los que no recurren a clichés y no dan respuestas vacías de contenido, de aquellos cuyas declaraciones cuesta luego recortar.

Una de ellas, de las que no publiqué por falta de espacio, se me vino a la cabeza el otro día cuando escribía que no siempre los responsables o artistas de un espectáculo tratan con consideración a la prensa (imagino que a la inversa ocurrirá tres cuartos de lo mismo). De Castro consideraba injusto que se recordase tanto a Fernando Fernán Gómez, fallecido dos años antes, por su mal carácter y por alguna salida de tono como por su celebérrima trayectoria.

Gonzalo de Castro

El actor Gonzalo de Castro en el Teatro Español de Madrid con motivo del estreno de ‘Glengarry Glen Ross’, en diciembre de 2009. (Foto: Jorge París)

Pensé que no estaba del todo de acuerdo. El propio De Castro no fue aquel día un dechado de amabilidad, pero nos trató correctamente y nos facilitó nuestro trabajo tanto al fotógrafo como a la redactora. Más que suficiente.

Yo, sin embargo, aún guardaba fresca en la memoria la que hasta ahora ha sido la peor entrevista de mi vida. Me la dio otro gran actor de teatro (al césar lo que es del césar) al que prefiero no mencionar y que, tras cometer yo un error —cierto es— en la primera pregunta relacionado con su trayectoria y a pesar de mis disculpas, respondía a mis cuestiones desdeñándolas, queriendo darme lecciones y como si me estuviera haciendo un favor. Recuerdo que en un momento dado le pregunté qué motivo daría a los lectores de 20minutos para que acudiesen a ver la obra que él protagonizaba entonces, a lo que vino a contestar, todo digno, que tan noble director y tan noble elenco como los suyos no necesitaban convencer a nadie de nada… Y como estaba claro que él no necesitaba nuestra publicidad, nosotros nunca llegamos a publicar aquella entrevista.

Con todo, eso fue lo de menos. Lo de más es que te hagan perder el tiempo y pasar un mal rato cuando estás trabajando. (Comentándolo luego en la redacción, por cierto, supe que el mismo actor le había aguado la fiesta a una compañera en la que para ella fue también la peor entrevista de su vida. Mal de muchos…)

Tal vez Gonzalo de Castro tuviera su parte de razón cuando criticaba que se recordase a Fernán Gómez casi más por su mal genio que por su enorme talento. Pero solo tal vez. En realidad, si él no hubiera mostrado tan mal carácter se le recordaría únicamente como un brillante actor.

“En la vida como en el metro, dejen salir antes de entrar”, dice mi compañero Chema. Pues, eso, en la vida como en el teatro, dejémonos trabajar en paz. No olviden que ser amable es gratis.

Callar

En los siete años largos que llevo haciendo información de espectáculos, incluidos los cinco años y medio que tiene en su versión impresa esta columnita, solo había dejado de reseñar adrede dos montajes.

El primero, a finales de 2009 (voy a dar una pista, como diría Juan de la Cosa), un musical de gran formato auspiciado por una radiofórmula. La trama incluía todos, absolutamente todos los clichés posibles: un homosexual reprimido, un joven enamorado en secreto de la novia de su —creo recordar— hermano, un guaperas que se queda paralítico como consecuencia de un accidente de tráfico… Y no habían tenido reparos en hacer algunas chapucillas con relación a los arreglos, por ejemplo en bajarle una octava a una canción de pronto en el estribillo porque sus notas eran demasiado agudas para la tesitura de la protagonista.

Las entradas, como suele ocurrir en este tipo de montajes, no eran nada baratas, así que en primera instancia pensé que los lectores tenían derecho a saber que iban a —en mi opinión— malgastar su dinero. Pero decidí callar. Sobre todo, porque me pareció que buena parte del público había disfrutado de aquella función de la que yo salí horrorizada y que, en realidad, esos grandes espectáculos comerciales gustan a no poca gente. Aparte, lo confieso, porque sabía que los salarios de decenas de personas, muchas de las cuales se estaban esforzando grandemente, dependían del éxito de aquella producción y porque todos los miembros del equipo con los que, de un modo u otro, traté fueron amables y facilitaron mi trabajo, algo que, por desgracia, no siempre ocurre (otro día os cuento).

Apenas seis meses más tarde callé por segunda vez. En este caso con respecto a un montaje de la comedia de una conocida escritora española contemporánea. No me desagrada en absoluto la escritora en cuestión, pero viendo aquella obra entendí por qué en la misma época la buena mujer apoyó otra producción de otra comedia suya y obvió esta. ¡Qué texto más evidente y facilón! ¡Y qué puesta en escena más casposa!

Opté por no escribir sobre aquella porque se trataba de una modesta producción privada y porque consideré que no necesitaban más publicidad negativa: la sala tenía capacidad para más de 300 personas y aquel día, contándonos a mi acompañante y a mí, había ocho.

… Así que llevaba más de cuatro años sin autocensurarme, lo cual no está nada mal. Pero hoy va a cumplirse lo de «no hay dos sin tres».

Este fin de semana he visto un intento de comedia, un texto nuevo con aspiraciones (¡ojalá no las tuviera!), ideas inconexas, obviedades, explicaciones innecesarias, actrices tan sobreactuadas que parecen salidas de otra era, un vestuario imperdonable, una iluminación inexistente… Francamente, no sé por dónde cogerlo.

En esta ocasión callo porque se trata de una producción pequeña, de gente novel, y los noveles sin recursos merecen ser tenidos en cuenta para bien, puesto que la información puede auparlos, pero no para mal, por la injusticia que supondría exigirles lo mismo que a producciones con muchos más medios.

Ahora, si no estáis para tirar el dinero y creéis que el espectáculo que he descrito (en cartel en Madrid hasta mediados de julio) podría ser aquel en el que pensáis gastaros los cuartos próximamente, hacédmelo saber a través del apartado de ‘contacto’ e intentaré responderos. Si estáis para tirar el dinero, hacédmelo saber también a través del apartado de ‘contacto’ y os responderé seguro.

Buenas maneras

Aprendí la lección la primera vez que fui al Auditorio Nacional. El programa constaba de tres obras de Beethoven, las dos primeras más breves, sin divisiones; la tercera, el Concierto para piano nº 5. Al acabar la orquesta de interpretar el primer movimiento de esta última, el público empezó a aplaudir.

Ya venía yo sospechando entonces (lumbreras que es una) que nuestro sistema educativo no nos proporciona ni siquiera las herramientas básicas para que aprendamos a consumir cultura en vivo. Pero todavía pensaba que los espectadores de las ciudades grandes, con más fácil acceso a una oferta también más amplia y variada, sí tendrían por lo general un comportamiento adecuado en este tipo de eventos y de recintos.

Aprendí la lección, como decía: no necesariamente.

MBIG

El elenco de MBIG. (La Pensión de las Pulgas)

Recuerdo cómo en la sala principal del Teatro Español, años después, un buen número de personas comenzaron a cuchichear sin disimulo al desnudarse los actores en Escenas de un matrimonio / Sarabanda. Y, hace solo un par de meses, pasó tres cuartos de lo mismo en la función de MBIG a la que asistí en La Pensión de las Pulgas durante el encuentro sexual de Macbeth y Lady Macbeth. Con la agravante de que, al tratarse de una sala tan pequeña, molesta sobremanera, y no me quiero imaginar cuánto a los actores.

Pero peor aún fue en septiembre de 2012 en la ‘hermana’ de La Pensión de las Pulgas, La Casa de la Portera, cuando a un par de señoras (que me hicieron sentir una mezcla de rabia, lástima y vergüenza) les dio por increpar o animar, según correspondiera, a uno de los personajes de Petición de mano.

Pues sí. Saber estar en un espectáculo pasa por aspectos como guardar un escrupuloso silencio o aplaudir cuando corresponde (me gusta esta miniguía de Radio Clásica que me descubrió Mirentxu Mariño).

También en resistirse a silbar una melodía, algo que hace años no logró un compañero de patio de butacas durante una función de Coppélia del Ballet Nacional de Cuba, no sé si movido por su pasión musical o por un absurdo ánimo de demostrar que conocía la composición de Léo Delibes. O en intentar hacer el menor ruido posible comiendo si se ha sucumbido a la tentación de comprar palomitas de maíz. Claro que en este caso cabría discutir si el productor debería renunciar a los ingresos que le reporta su venta… Pero eso ya es otra historia.

¿Repetimos?

Este fin de semana veré de nuevo el La vida es sueño de la Compañía Nacional de Teatro Clásico. Lo decidí en cuanto me enteré de que la iban a reponer. Si no lo hice ya la pasada temporada, fue solo porque para cuando la hube visto, para cuando me hubo vuelto loca el Segismundo de la Portillo –me gusta anteponerle el artículo de las grandes– y quise repetir, quedaban funciones… pero localidades disponibles, ni la primera.

Total, que hace unos meses, en cuanto salieron a la venta, L. y servidora nos tiramos en plancha a comprar nuestro par de entradas centradas de fila 7 –porque una pide y acepta invitaciones cuando va a trabajar, pero los vicios (por lo general) se los paga–. Hicimos bien en no dejarlo pasar: ahora, como cabía esperar, están agotadas.

Time al tiempo

Álvaro Tato e Íñigo Echevarría, de Ron Lalá, en una escena de ‘Time al tiempo’. (DAVID RUIZ)

No será la primera vez que repita montaje. Vi en sendos pares de ocasiones, por ejemplo, La omisión de la familia Coleman y Tercer cuerpo, de Claudio Tolcachir, y las vería encantada por tercera vez si las repusiesen, igual que repetiría El viento en un violín. Cayeron tres veces cada uno –y caerían una cuarta– el musical Spamalot de Monty Python dirigido por Tricicle y Time al tiempo de Ron Lalá, dos espectáculos muy diferentes pero igual de desternillantes. Mi récord, eso sí, lo tiene Los miserables: he asistido a cinco funciones y pronto tocará la sexta.

Me consta que hay gente para la que seis son incluso pocas y que cuenta por decenas las veces que ha visto su obra favorita…

Y también sé que hay quien no entiende que con una función no nos baste. «¿Acaso va a cambiar en algo la próxima vez?», me han llegado a preguntar. Pues no en sentido estricto, pero sí teniendo en cuenta que una representación de un espectáculo en directo nunca es exactamente igual que la anterior. En cualquier caso, no se trata de eso, sino de volver a vivir una experiencia que, por un motivo u otro, te ha llenado y de descubrir cosas –en las buenas obras las hay, y quien no lo ha hecho nunca no se puede imaginar cuántas– que antes te pasaron desapercibidas.

Ahora, lo realmente gracioso viene cuando el sorprendido en cuestión te confiesa que su película preferida la ha visto tantas veces que podría escribir sus diálogos sin cometer ni un solo error…

 

Mi primera vez

Hubo una época de mi vida en que parecía que todo lo importante había pasado cuando yo tenía «seis o siete años»… Y tendría seis o siete años cuando fui por primera vez al teatro.

Fue en Madrid, diría que en 1988 o 1989 y en una sala mediana, de al menos 200 o 300 localidades. La fachada, tal y como la dibuja mi memoria, no se corresponde con la de ningún teatro actual, pero si ha de parecerse a alguna, sería a la del Príncipe o a la del Marquina, aunque creo que las butacas estaban dispuestas como en este último.

Juanjo Menéndez

El actor Juanjo Menéndez en 1990. (GTRES)

Se representaba una comedia con varios personajes; juraría que de enredo, un vodevil del estilo de Sé infiel y no mires con quién. Sé que me gustó, que me reí mucho y que, a pesar de que no se trataba de una obra infantil, me comporté con corrección. (Otro día les hablo de la importancia de guardar las formas durante un espectáculo, que me obsesiona, y de educar a los más pequeños en ese aspecto.)

Recuerdo que la protagonizaba Juanjo Menéndez. Lo recuerdo porque mis padres me hablaron de él y, sobre todo, porque al terminar la función me lanzó desde el escenario un paquetito de caramelos.

De eso no he olvidado ni un detalle. Los pilló al vuelo un hombre que se sentaba en la fila de delante, pero se giró y me los dio cuando la mujer que estaba a su lado le dijo: «¡Son para la niña de detrás!».

Eran de naranja y de limón e iban envueltos individualmente. Me hizo mucha ilusión, y seguro que pensé que si se los enseñaba a mis compañeros en el recreo y les contaba que me los había tirado aquel destacado actor cómico, me convertiría en la reina del cole por un rato. Por eso a mi hermana le costó dios y ayuda convencerme para que abriésemos la bolsita y nos comiésemos los caramelos, pero acabó lográndolo. Con alguna treta de hermana mayor, fijo.

Así, con su pequeño detalle, Juanjo Menéndez consiguió que 25 o 26 años después yo recuerde todavía cómo fue mi primera vez en el teatro.