Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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«Tuve mi primera pistola a los 12 años»

Conozco a Carlos en un centro de rehabilitación para drogadictos de Buenos Aires al que llegó por orden judicial. Tiene el cabello corto, le faltan varios dientes. Le digo que se parece a Mike Tyson. Se ríe.

Primero me muestra la habitación en la que duerme, el locker con su nombre en el que guarda sus pertenencias. Después salimos al jardín. Conversamos bajo los árboles.

– Le puse un cuchillo en el cuello al tipo que manejaba un auto. Yo no sabía, pero el tipo era un policía. Me llevé el auto y la pistola del tipo. Lo dejé en pelotas. Y conseguí mi primer “fierro” (arma) – me dice.

– ¿Qué edad tenías?

Doce años.

Cuando empecé a entrevistarlo, desconocía su historia. Marcelo, uno de los coordinadores del centro de rehabilitación, me dijo que había pedido voluntarios entre los internos para que hablaran conmigo, y que Carlos se había ofrecido.

“Está entusiasmado, lo primero que hizo al levantarse fue afeitarse”, me explicó, aunque luego vi que Carlos es tan joven, que el paso de la máquina de afeitar no debe haber causado demasiada diferencia. «Es un pibe que necesita mucho cariño y contención, pero que también está comenzando a dar mucho cariño ahora que todo va cambiando en su vida».

Carlos tiene 18 años. Hace un mes llegó al centro en una camioneta de la policía, a la que él llama “lancha”, por una orden judicial. Me comenta Marcelo que le gritaba a su madre, que lo acompañó en el viaje: “Te voy a matar hija de puta, te voy a matar”.

– ¿Usaste alguna vez la pistola? – quiero saber

– No, la cambié por un 38, a mí me gustan los revólveres-, me explica.

– ¿Usaste alguna vez el 38?

– Un día un chabón me robó. Cuando lo agarré iba en un auto. Le disparé a las piernas. Quedó en silla de ruedas. Ese hijo de puta no va a volver a robar a nadie

– ¿Y en alguna otra ocasión?

– Si tenía que disparar lo hacía por debajo de la cintura. Casi siempre la usaba para pegarle a la gente en la cabeza con la culata, cuando iba a robar autos – me dice haciendo un gesto en el aire con la mano, de arriba hacia abajo.

Pibes chorros, chicos del paco

Uno de los objetivos de este blog es tratar de comprender los orígenes de la violencia en el mundo, y dar voz a las personas que la padecen. En Buenos Aires, la violencia está íntimamente ligada a la miseria, a la falta de oportunidades, y, en los últimos años, a la droga conocida como «paco».

Paco es el nombre con que se denomina habitualmente a la pasta base de cocaína. Un estupefaciente sumamente barato y de efecto breve, de apenas unos segundos, que mata a miles de jóvenes cada años en Argentina, y que es consumido, según un reciente estudio del Gobierno de la Provincia de Buenos Aires, por cerca del 50% de los varones de entre 14 y 30 años que viven en barrios marginales.

Para descubrir los efectos del paco he pasado varios días en Lomas de Zamora, uno de los municipios de Buenos Aires con mayores índices de criminalidad del país. De la mano de dos mujeres extraordinarias, Isabel y Alicia, que luchan contra esta droga denunciando a los “tranzas” (camellos) que la venden, he conocido los entresijos de la vida en Villa Lamadrid.

Pero comienzo a contaros lo que he aprendido en Lomas de Zamora por el final, por el encuentro que hace algunas horas tuve con Carlos y con otros jóvenes en Pueblo de Paz (que vivían en la calle, que salían a robar para conseguir la siguiente dosis), un centro público de rehabilitación para drogodependientes que brinda atención a más de 300 pacientes.

La historia del reciente fracaso colectivo de la Argentina, de su inmersión en la miseria y la violencia. De jóvenes como Carlos, cuya vida de abusos y exclusión resulta tan trágica como perturbadora. Y de personas como Alicia, Isabel y Marcelo, que luchan con ahínco y valor para revertir una situación que parece no tener ya vuelta atrás.

Continúa…

Kenia y el peligroso juego del odio étnico

Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo, que en tantas ocasiones hemos visitado en este blog, ha sido uno de los principales escenarios de los enfrentamientos tribales que están sacudiendo a Kenia desde las cuestionadas elecciones del pasado fin de semana y que ya han dejado decenas de muertos por todo el país.

El lunes, centenares de soldados armados con ametralladoras, y protegidos por helicópteros, entraron por la parte alta de Kibera. Los esperaban grupos de jóvenes con barras de metal y palos de madera que, según el periódico The Independent, cantaban: “No nos rendiremos sin Agwambo”, palabra en idioma kiswahili que quiere decir “guerrero”, y que la usan para referirse a Raila Odinga, el candidato presidencial al que supuestamente le robaron las elecciones.

Pero el conflicto va más allá de las irregularidades en las votaciones denunciadas por los observadores de la Unión Europea. El actual presidente, Mwai Kibaki, que habría ganado la posibilidad de un nuevo mandato, pertenece a la tribu de los kikuyus. Y Raila Odinga, su adversario, que en teoría perdió por un estrecho margen, y al que muchos kenianos consideran “el presidente del pueblo”, forma parte de la tribu de los luo.

Un conflicto tribal

Las diferencias físicas entre ambos grupos, los kikuyus y los luo, resultan casi imposibles de distinguir para un extranjero. Eso sí, en pocas conversaciones que he mantenido con personas de estas etnias, las diferencias culturales y de idiosincracia no han tardado en salir a flote resaltadas por ellas mismas.

Los kikuyus, grupo mayoritario en Kenia, que alcanza el 20% de la población, han detentado las más grandes parcelas de poder político y económico desde la independencia en 1963. Jomo Kenyatta, el padre de la lucha contra la dominación británica, y primer presidente del país, supo sacar rédito a las diferencias étnicas y sistemáticamente benefició a los kikuyus en detrimento de otros grupos. Una práctica nada extraña en África, donde el nepotismo tribal está a la orden del día.

Una práctica que continuaron los dos presidentes que lo sucedieron, el corrupto hasta la médula Daniel arap Moi, que pertenecía a la tribu kalenjín, y el actual supuesto ganador, otro kikuyu: Mwai Kibaki.

Esta preeminencia de los kikuyus ha hecho que los luo, el segundo grupo en importancia numérica del país, se sintieran siempre marginados. La capital de su territorio, Kisumu – donde han muerto decenas de personas en las últimas horas -, ha sido relegada una y otra vez a la hora de recibir inversiones. Aunque es la tercera ciudad en tamaño del país, tuvo que cerrar el aeropuerto por falta de dinero para reparar la pista de aterrizaje.

Las posibilidades de ganar las últimas elecciones les hicieron soñar a los luo en un cambio en las relaciones de poder, en un avance en la justicia social. Por eso muchos de los jóvenes que marchaban armados por Kibera gritaban: “¡Suficiente para los kikuyus!”.

El peligro de una guerra civil

A diferencia de sus vecinos en la región, Kenia no ha sufrido grandes enfrentamientos civiles, algo que sí ha sucedido en Uganda, Somalia y Sudán, y que ha causado millones de muertos. Exceptuando las luchas tribales por los recursos naturales en la zona de Monte Elgón, que han tenido lugar a lo largo de los últimos años, los 42 grupos tribales del país han sabido vivir en relativa calma.

Las decenas de víctimas mortales que se están acumulando podrían llevar al país a una escalada de violencia tribal de difícil retorno si la situación no se calma en los próximos días. Los 40 muertos ayer en una iglesia de Eldoret, que fallecieron quemados vivos, recuerda demasiado al genocidio de Ruanda.

Todo dependerá de la capacidad de negociación, y de anteponer el bienestar general a sus propios intereses partidistas y tribales, de los dos principales líderes: Raila Odinga y Mwai Kibaki. Como aspecto positivo cabe destacar que la sociedad keniana no está plagada de armas como sucede en Sudán y en Somalia.

Un enfoque que los políticos kenianos deberán tener en cuenta es que la mayor parte de la violencia ha estallado en barrios marginales como Kibera o Mathate. Por lo que la gente, más allá de las tribus, de lo que está harta es de vivir en la miseria, casi sin oportunidades, olvidada, entre la mierda, y lo que desea profundamente es que se terminen los privilegios y la corrupción que impiden la distribución de la riqueza y el funcionamiento eficiente de los servicios públicos.