Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Arrancar las semillas de las mujeres del Congo

Las mujeres aguardan en la sala de preoperatorio del hospital Panzi, en silencio, con la mirada perdida en el techo o en alguna de las ventanas que miran al jardín. Sólo una de ellas levanta la voz.

Susurra una canción tradicional que se abre paso a través de las sábanas, de las mosquiteras, de las tablillas con los nombres y datos vitales de cada paciente. Una voz atiplada, dulce, cargada de melancolía.

En la entrada me piden que me saque las zapatillas y que me ponga unas pantuflas de cuero. Allí encuentro dos mujeres sentadas en un banco de madera. Una debe tener sesenta años, la otra es joven, una adolescente.

Serán las próximas en ser operadas. En sus rostros, pálidos, compungidos, se nota el miedo a la intervención a la que serán sometidas en cuestión de minutos.

El quirófano

Me llevan a un vestuario. Allí me veo obligado a sacarme la ropa y a vestirme como un médico: camisa blanca, pantalones verdes, gorra y mascarilla.

La última vez que hice esto fue justamente hace dos años, en Gaza, durante la operación israelí Lluvia de Verano, cuando decenas de civiles llegaban mutilados al hospital Al Shifa, entre los que se contaba aquel hombre, Jader Al Magary, cuya terrible historia hemos conocido en este blog.

El personal del hospital se muestra atento, sumamente profesional. “Si filmas a la paciente no puedes filmar las heridas que tiene, y viceversa”, me advierte el cirujano, rodeado de asistentes, de tubos llenos de sangre, de pinzas y vasijas. “En teoría, la operación de fístula es sencilla, en veinte minutos se termina. Pero en el caso de las mujeres violadas, resulta mucho más complicada. Tenemos que reconstruirle el aparato reproductor”.

Más que cualquier testimonio o entrevista, este encuentro me permite comprender la verdadera dimensión del padecer físico de estas mujeres, el horror que sufren, que se muestra también en sus rostros, sedados por la anestesia, aunque no inconscientes, mientras los médicos se sumergen entre sus piernas para tratar de sanar aquello que los hombres les hicieron, no contentos con violarlas en grupo, con humillarlas, con matar a sus familiares, al insertarles palos, cuchillos, en los genitales.

Matar la semilla

El olor a desinfectante, las luces blancas que cuelgan sobre el quirófano, y el recuerdo de una frase que me dijo Christine Schuler Deschryver, infatigable activista contra la violencia en los Kivus: “La mujer es la base de la sociedad. Y la destruyen para destruir a la sociedad. Es una forma de expulsar a la gente de sus pueblos para hacerse con el control de los cultivos, de las materias primas. Es una forma de terrorismo”.

Pienso asimismo en un libro que leí de joven, Arrancad las semillas, matad a los niños, la primera obra del escritor japonés Kenzaburō Ōe, que tiene a África como telón de fondo, como escapatoria, como mito. Matar la semilla de las mujeres, de la sociedad, arrancarlas de cuajo, para destruirlas.

Fuera, en la sala de postoperatorio, mujeres que tejen, que conversan, que avanzan doloridas tomadas a una bolsa de suero. Y la misma pregunta que me trajo al Congo para conocer su realidad, y que quizás ya empiece a responder: ¿Cómo vivir después de semejante horror? ¿Cómo seguir adelante?

Continúa…