Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Louis-Ferdinand Céline y la estupidez de la guerra

Con vuestra complicidad escribo sobre los muros que nos dividen. Y leo. Siempre que me encierro a escribir, leo. Es una vana forma de tratar de impregnarme de la inspiración y el talento que subyacen en los caminos narrativos ya recorridos por otros.

Leo a Tiziano Terzani, que se convirtió en un referente a favor de la paz a través de Cartas contra la guerra. Y regreso a Céline, al sentido común y la inteligencia de su Viaje al final de la noche, quizás uno de los más contundentes alegatos jamás escritos contra la estupidez de los conflictos armados, de la explotación del hombre por el hombre.

Recorro una vez más esas primeras páginas extraordinarias en las que Ferdinand Bardamu, el protagonista, reniega de la guerra. Sabe que es una estratagema de los poderosos en la que siempre se llevan la peor parte los más humildes.

“Estamos abajo, en las bodegas, echando el bofe, con una peste y los cataplines chorreando sudor, ¡ya ves! Arriba, en el puente, al fresco, están los amos, tan campantes, con bellas mujeres, rosadas y bañadas de perfume, en las rodillas. Nos hacen subir al puente. Entonces se ponen sus chisteras y nos echan un discurso, a berridos, así: “Hatajo de granujas, ¡es la guerra! – nos dicen -. Vamos a abordarlos, a esos cabrones de la patria número 2. ¡y les vamos a reventar la sesera! ¡Venga!¡Venga! ¡A bordo hay todo lo necesario! ¡Todos a coro! Pero antes quiero veros gritar bien: “¡Viva la patria número 1! ¡Que se os oiga de lejos! El que grite más fuerte, ¡recibirá la medalla y la peladilla del Niño Jesús! ¡Hostias!”

Acto seguido, pasa por delante un regimiento, con el coronel a la cabeza, y Ferdinand se pone de pie y marcha detrás para alistarse, para luchar en la primera guerra mundial. En un giro narrativo delirante, inesperado, que resuena al teatro de Becket, y que nos habla de este absurdo mundo en que vivimos: armado hasta el paroxismo aunque dice amar la paz.

Una vez que está en la guerra, Ferdinand recupera la cordura y se quiere marchar. “De repente todo aquello me parecía consecuencia de un error tremendo”. Da varias razones: el cansancio físico, el desconcierto que impera en el frente, la sombra acechante de la muerte; pero, sobre todo, se justifica afirmando que no sabe por qué lo quieren matar esos alemanes “a los que nunca hecho nada”.

“Él, nuestro coronel, tal vez supiera por qué disparaban aquellos dos; quizás los alemanes lo supiesen también, pero, la verdad, yo no. Por más que refrescaba la memoria, no recordaba haberles hecho nada a los alemanes. Siempre había sido muy amable y educado con ellos. Me los conocía un poco, a los alemanes; hasta había ido al colegio con ellos, de pequeño, cerca de Hannover. Había hablado su lengua. Entonces eran una masa de cretinitos chillones, de ojos pálidos y furtivos, como de lobos; íbamos juntos, después del colegio, a tocar a las chicas en los bosques cercanos, y también tirábamos con ballesta y pistola. Bebíamos cerveza azucarada. Pero de eso a que nos dispararan ahora a la barriga, sin venir siquiera a hablarnos primero, y justo en medio de la carretera, había un trecho y un abismo incluso. Demasiada diferencia.»

En otra muestra de sentido común y lucidez, Ferdinand también arremete contra los altos mandos que se empeñan en mandarlo a morir. Así como en el párrafo anterior la ironía y la brillantez se concentran en la frase «sin venir siquiera a hablarnos primero», en la siguiente cita lo hace en la genial sentencia: “A los otros, que no tenían mapa”.

“¡Yo no le había hecho nada, a aquel Pincon!¡Cómo tampoco a los alemanes!… Con su cara de melocotón podrido, sus cuatro galones que le brillaban de la cabeza al ombligo, sus bigotes tiesos y sus rodillas puntiagudas, sus prismáticos que le colgaban del cuello como un cencerreo y su mapa escala 1:100, ¡venga, hombre! Yo me preguntaba de dónde le vendría la manía, a aquel tipo, de enviar a los otros a palmarla. A los otros, que no tenían mapa”.

“Al mismo tiempo, se me ocurrió que debía de haber muchos como él en nuestro ejército, tan valientes, y otros tantos sin duda en el ejército de enfrente. ¡A saber cuántos! ¿Uno, dos, varios millones, tal vez, en total? Entonces mi canguelo se volvió pánico. Con seres semejantes, aquella imbecilidad infernal podía continuar indefinidamente… ¿Por qué habría de detenerse? Nunca me había parecido tan implacable la sentencia de los hombres y las cosas”.

Louis-Ferdinand Céline, que participó en la primera guerra mundial, regresó mermado físicamente y cargado de un resentimiento que llevó sus opiniones políticas al extremo. Sin embargo, su obra no cae en estos excesos y apela al humor, al sentido común, al filo de la imaginación. Y en apenas un puñado de páginas denuncia a todos los que son culpables de que se perpetúe la violencia armada: la gente de a pie que se dejar cegar por los nacionalismos y la propaganda, los propios ejércitos, y los poderosos que deciden que otros deberán morir para poder ellos alcanzar sus objetivos.

Un dato que aún no había compartido con vosotros. El libro sobre los muros que estoy escribiendo es una novela, basada en datos reales, pero articulada en base a varias tramas de ficción. Lo cierto es que al principio me resistía a apartarme de la realidad, de la narración periodística, ya que todo lo que he escrito hasta ahora la ha tenido como sustento.

Pero al transcribir las palabras de Céline, deseando vanamente contagiarme al menos en una ínfima parte de su genialidad, debo reconocer que la ficción, cuando cae en manos como la suya, alcanza cotas de universalidad, de verdad, difíciles de superar.