Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una noche en la chabola de la abuela Elizabeth

Me obsesiono con la abuela Elizabeth. Una y otra vez le pido a Jerry que me conduzca por las calles de Soweto hasta la precaria vivienda de chapa, y apenas dos estancias, en la que esta maravillosa mujer, deslumbrante por sus gestos de amor, por su enteraza, subsiste junto a sus 22 nietos y bisnietos.

Llegamos al atardecer con comida que hemos comprado en el mercado para cenar. Dejamos el coche y caminamos por las estrechas callejuelas del barrio. La verdad es que recorrer a pie Kliptown, unos de los asentamientos de chabolas más míseros, peligrosos y postergados del distrito, con los equipos colgados del brazo no me causa demasiada gracia. Pero la compañía de Jerry, con sus casi dos metros de altura y sus contactos en esta comunidad, resulta en cierta medida tranquilizadora.

De todos modos, para no llamar demasiado la atención, intentamos encender las linternas el tiempo justo que nos permita vislumbrar el camino y luego las apagamos. Desde que he llegado a Johannesburgo la gente – especialmente los amigos blancos que viven en las zonas ricas como Sandton – no ha dejado de contarme historias de secuestros, violaciones, robos y asesinatos. Y es cierto que se trata de unos de los países más violentos del mundo, desgarrado por el choque entre clases sociales, por el lastre de décadas de apartheid. Pero también debo confesar que, hasta el momento, la gente en la zonas más postergadas no ha hecho más que recibirnos con generosidad y calidez.

Casas que parecen a punto desmoronarse, construidas con trozos de chapa, de cartones, de madera. Restos de coches herrumbrosos, varados, junto a los desagües hediondos que corren por la tierra. El olor a orines y excrementos que se mezcla con el aroma acre del carbón que se quema aquí y allí para preparar la cena, para combatir el frío. Cuando descubrimos, en medio de la penumbra, la mísera caseta de la abuela Elizabeth respiro con alivio. Thande, uno de los nietos, nos recibe con una vela y su apolillado osito en las manos.

Cuentan con una batería de coche que a veces utilizan para encender un par de bombillas o para ver una vieja televisión en blanco y negro. Recargar la batería, que suele durar dos días, les cuesta 8 rands (0,87 €). Un lujo que hace tiempo que no se pueden dar.

El pollo al horno con patatas que hemos traído envuelto en un ejemplar del periódico The Star es todo un manjar para esta familia. Otro lujo que hace tiempo que han postergado. Su dieta diaria se basa en arroz y legumbres. Rápidamente los niños sacan platos y sirven la comida. Como no hay una mesa común, ni espacio para ella, cada uno cena donde puede.

A pesar del hacinamiento, del frío y la precariedad de casi todo en esta escueta vivienda, la conversación se anima. Los niños sonríen, hablan sin parar, mientras comen con las manos. Desde la calle llegan los ladridos de perros, los gritos de una pareja que discute violentamente. Esa realidad de Kliptown, desgarrada por el alcohol, la falta de horizontes y la miseria, que se cuela por las ventanas de cristales rotos como el gélido viento nocturno.

La abuela, preocupada por la seguridad de sus nietos, en especial de las niñas, ya que las violaciones están a la orden del día en esta barriada, les prohíbe alejarse demasiado cuando cae el sol. Una visita a la casa de esos vecinos que sí han tenido la suerte de poder cargar la batería y que encienden sus televisores. Una rápida caminata, vela en mano, hasta el solar que utilizan como baño.

Llega la hora de dormir. Guardan los platos, mañana los lavarán en la puerta de la casa. Observo los malabarismos que hacen para cambiarse en nuestra presencia, para encontrar lugar en las camas. Cuentan apenas con cinco lechos para veintidós personas. Es uno de los aspectos más jodidos de la pobreza, que complica hasta la desesperación los aspectos más nimios de la vida cotidiana de quienes la padecen. Sin luz, sin agua corriente, sin un cuarto de baño en condiciones, cada uno de esos gestos que para nosotros son tan simples para ellos se convierten en acciones complejas, extenuantes.

Antes de acostarse, bien abrigados, los nietos se acercan uno a uno a dar un beso a la abuela. Y ella, quizás contenta porque sus niños hoy han comido como dios manda, sonríe y los abraza. Una sonrisa que, a pesar de la miseria y la ausencia de casi todo, ilumina la casa, la inunda de un fulgor cálido y radiante.

África es música

África es música. Los morteros de madera con que las mujeres muelen el grano marcan el latido del corazón de este continente. Y sobre esta cadencia hipnótica las voces dibujan melodías en los lugares más insospechados: la parada de un autobús, un camino perdido en la selva, la concurrida entrada a un barrio de chabolas. Toda ocasión parece ser propicia para manifestarse a través del ritmo y la armonía. Desde la alegría hasta el dolor se expresan aquí, como en ningún otro lugar del mundo, a través del lenguaje universal de la palabra cantada.

Esto es lo que pienso mientras el coche de la funeraria se detiene frente a la casa en que vivía Grace Madithopi Letsoalo y escucho de fondo a sus familiares, amigos y compañeros de iglesia que entonan una canción de gospel bella y desgarradora. A los 27 años de edad, Grace murió a causa de una repentina neumonía. Por supuesto, en los papeles, porque en realidad, como todo el mundo comenta y nadie afirma abiertamente, lo que la mató fue el sida. Y aunque esta enfermedad lleva años terminando con la existencia de los vecinos de este barrio de Soweto, los prejuicios y el miedo a la mirada ajena hacen que no se diga lo que todos saben.

Me dejo llevar por la música y llego hasta el patio de la vivienda, donde sobre el suelo de tierra han colado sillas de plástico y una tienda. Una voz honda, grave, lidera ahora los cánticos, a los que el coro y todos los presentes responden con un sentido “aleluya”.

Me ubico entre la gente, acompañado por Jerry. Observo el folio verde que me han entregado en la entrada con la foto y una sucinta biografía de Grace. “Segunda hija de los señores Letsoalo, empezó la escuela en el Moriting Primary School y la terminó en el Seana Marena High School. Más adelante obtuvo un diploma en catering. Alcanzó al muerte cuando trabajaba en el Centro de Atención Ratatong después de una breve enfermedad. Fue sobrevivida por sus padres, su hija y sus hermanos”, se lee en el obituario.

Otra vida truncada a causa del sida. Ilusiones, sueños, afectos, esfuerzos que han llegado abruptamente a su fin. Ya van más de 30 millones de muertos en África. Treinta millones de nombres, de rostros, de anhelos y deseos, que se han desvanecido como consecuencia del VIH. Esta maldita enfermedad cuya expansión poco preocupa al mundo, y que ha hecho descender la expectativa de vida en el continente a los 39 años.

El momento más emotivo de la ceremonia es cuando familiares y amigos recuerdan a Grace. “Cuán humilde y buena persona era, eso es lo que tenemos que recordar de ella”, afirma un joven de abrigo marrón.

Según Pía Díaz, corresponsal del periódico El País en Sudáfrica, que de forma tan generosa me ayudó a organizar el viaje, “el funeral es sumamente importante para los africanos, ya que es el momento en que el muerto se encuentra con sus antepasados y les habla acerca de los parientes que siguen con vida. Es el instante en el que puede interceder por ellos antes los ancestros”.

Jerry me señala a uno de los niños. “Es el hermano menor de Grace”, susurra. El rostro de desolación del pequeño lo dice todo, y me ayuda a comprender la dimensión humana de esta epidemia que por tantas razones – o sinrazones – se ha cebado con África.

Después se leen los mensajes escritos en las coronas de flores. El coro vuelve a entonar su elegía. Nadie canta como lo hacen los africanos, con esas voces profundas, sentidas, con esas melodías que se suceden y se enlazan y superponen de forma tan extraordinaria. África es música. Y mientras nos dirigimos hacia el cementerio de Avalon, donde será enterrada Grace, reverberan en mi interior los ecos del coro.