Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El dolor ajeno y los estímulos de la guerra

Otra intempestiva serie de explosiones sacude la plácida campiña galesa. Resulta curioso ver a curtidos periodistas de la CNN, del Financial Times o del grupo noruego Schibsted correr en todas direcciones, arrojarse de cabeza entre los arbustos, buscar refugio a la vera del río.

Tom, el profesor, que durante 25 años fue miembro de las fuerzas especiales británicas, nos reúne debajo de un árbol y analiza la forma en que reaccionamos. En este caso se trata de fuego de mortero de 120 mm, el mayor calibre posible para este armamento, que puede ser disparado desde hasta siete kilómetros de distancia.

La primera lección, que explica con su cerrado acento del sur de Inglaterra: si no hay lugar dónde protegerse, lo que uno debe hacer es tirarse al suelo para tratar de eludir así el efecto de la onda expansiva y de la metralla.

Segunda lección: tras la caída de los primeros proyectiles no hay que relajarse ni bajar la guardia, pues es muy probable que rápidamente aterricen los siguientes una vez que el artillero haya rectificado las coordenadas de tiro.

Por momentos los ejercicios son tan reales, tan físicamente extenuantes, que no sé si me estoy preparando para cubrir conflictos armados o para sumarme al ejército y lanzarme a invadir países en Oriente Próximo.

Emergencia médica

Una maña agitada, entre explosiones simuladas de morteros, pistolas y fusiles AK47. Almuerzo frugal. Y luego el turno del paramédico, otro soldado retirado, que nos alecciona sobre primeros auxilios imaginando siempre que estamos en el peor escenario posible: en zonas remotas, donde puede que tardemos horas en dar con un médico o en ser evacuados.

Nos enseña a hacer un collarín, tanto con una cinta especial de metal y plástico, como un periódico. “No un tabloide como The Sun, sino algo con más entidad: The Guardian o The Times”, afirma riendo. Después nos indica de qué forma realizar un torniquete con un cinturón o con una venda y un bolígrafo.

El protocolo de actuación estipula claramente los pasos a seguir en caso de recibir un ataque: evaluar el riesgo de acercarse a la víctima, comprobar si está consciente, ver si respira, contar las pulsaciones, deducir la mecánica de la lesión, asegurar la entrada de aire, inmovilizar la espalda, cortar la hemorragia, vendar las heridas.

Cuando llega la hora de repasar la teoría, algunas de las fotos que se proyectan de personas heridas son impresionantes. Por instantes siento que me mareo, que me baja la tensión, ante tal profusión de sangre.

Las impresiones

Después de la clase me acerco al profesor y le pregunto por qué las imágenes me han causado semejante impresión, cuando he filmado escenas mucho peores en hospitales de Gaza o la India.

“Se debe a la adrenalina. Allí estás con un subidón de adrenalina. Aquí estás en una situación mucho más pasiva”, sentencia.

Y es cierto lo que dice: cuando se está en un conflicto armado las situaciones no resultan tan conmocionantes debido a las prisas, al temor, a la necesidad de hacer bien el trabajo, de enviar la crónica a tiempo. Las ideas fluyen rápidamente y uno no se detiene demasiado en los detalles más terribles o impresionantes.

Lo que sí perdura, lo que vuelve, es el dolor de la gente del que uno ha sido testigo. Esto sucede especialmente durante las noches, cuando los estímulos externos desaparecen y uno mira para dentro y se reencuentra con esas miradas, con esos gestos de desazón, con la realidad de esas personas que han resultado heridas o que han perdido a seres queridos.

Supongo que por eso hay gente que se vuelve en cierta medida adicta a la adrenalina, a los “subidones”, ya sea en el trabajo o luego, en los momentos de ocio, pues es una forma de nunca enfrentarse al horror que se ha visto. Una manera de negarlo, de ocultarlo, de no tener que convivir abiertamente con él.

La teoría de la adrenalina

Pero esta historia de la adrenalina, la «teoría de la adrenalina», también me ha hecho reflexionar acerca de la posición, mucho más pasiva y sosegada, en la que se encuentra quien recibe la noticia en su casa, tanto sea a través de la televisión, de la radio o de la prensa.

¿Cuánto se puede potenciar el impacto de lo que uno ve, de lo que uno retrata, en el camino hacia el receptor? Claro que la realidad en el terreno será siempre más vívida, pero este mecanismo quizás explicar por qué, paradójicamente, no en pocas ocasiones resulta aún más impresionante, más dura de aceptar, en la distancia.

Como aquí tampoco tenemos un minuto de descanso, debido a que seguimos una agenda apretada hasta el último segundo, pienso sobre estas cuestiones mientras me dirijo a la habitación, con un nuevo amigo o amiga bajo el brazo junto al que practicaré antes de la cena los ejercicios de reanimación cardíaca. Treinta presiones en el tórax de plástico y dos soplidos fuertes en la boca. Treinta presiones en el tórax de plástico y dos soplidos fuertes en la boca.

A ver si resucita de una vez…