Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Rumbo a los campamentos saharauis

Treinta años atrapados en la aridez física y conceptual de uno de los desiertos más estériles y paupérrimos del planeta. Treinta años sufriendo la escasez de recursos elementales como el agua y la electricidad. Treinta años contemplando con estoicismo, sin perder la esperanza ni la dignidad, cómo el mundo ignora su legítimo derecho a una vida próspera, en su tierra, junto al mar.

La realidad del pueblo saharaui en el exilio, en esas precarias tiendas que año tras año esperan poder desmontar de una vez por todas para volver a su verdadero hogar. Cuatro campamentos, próximos a las ciudad argelina de Tindúf, en los que comenzaron a refugiarse en 1975 tras la salida de las tropas españolas y la Marcha Verde impulsada por Hasán II.

Y una gente, más allá de la terrible situación en la que está cautiva, que deslumbra por la amabilidad con que te recibe, con la que te abre las puertas de sus jaimas y te da la bienvenida a compartir su vida cotidiana. Esa vida que en los primeros días parece exótica al que viene de fuera, con sus camellos, su sol radiante y su tiempo moroso, pero que no tarda en demostrarse tediosa, frustrante y asfixiante como la fisonomía misma del desierto.

Estuve allí el año pasado y recuerdo con enorme cariño a Mohamed Tangui y su familia, que me alojaron en su jaima, que me daban la poca agua que tenían para que me pudiera asear, que me agasajaban con maravillosas comidas, que se preocupaban a toda hora por que estuviera bien, por que me sintiera cómodo en esa realidad tan dura y precaria.

Se cumplían 30 años de la traición del Gobierno español y de la peregrinación de este pueblo por las arenas del exilio y el olvido. Pero no hubo reproches ni comentarios críticos, al contrario, los saharauis saben distinguir entre la posición advenediza de las sucesivas administraciones que pasaron por la Moncloa, y el sentir del pueblo de España, que desde 1975 envía cientos de toneladas de ayuda humanitaria a los campamentos, que cada año trae a más de 8.000 niños de vacaciones a la península para que amplíen su conciencia del mundo, para que conozcan esta otra realidad tan distinta y abundante, con sus piscinas, sus parques de diversiones y sus centros comerciales.

La calidez y generosidad de las familia con la que me alojé y de sus vecinos. Los bailes en la jaima, las historias compartidas, los juegos. Una sonrisa ante la adversidad, que también te regalan de forma generosa. Las narraciones de los jóvenes que fueron a estudiar al extranjero, tanto fuera Cuba, España o Argelia. Los relatos de los mayores de aquellas terribles jornadas en que tuvieron que dejarlo todo y huir del Sáhara Occidental, de los 17 años de lucha armada del Frente Polisario, de las falsas y rotas promesas de la comunidad internacional con los Acuerdos de Hudson, con el postergado referéndum de autodeterminación. Esa comunidad internacional que, una vez más, da muestras de su doble moral, de su propensión a sobrevalorar el sufrimiento de algunos e ignorar el dolor de otros, dependiendo de su lugar de origen y de los intereses políticos y económicos que representen.

Y el primer día un gesto de aceptación y bienvenida: los hombres me dieron una chilaba, y las mujeres me tocaron con un lizab (turbante) para ayudarme a enfrentar la inclemencia del lugar.

Más recuerdos, un poco borrosos porque el calor del desierto embota los sentidos y vuelve ilusoria a la realidad, como si se estuviese atrapado en algún punto perdido entre el sueño y la vigilia. Y porque el año pasado fue para mí una vertiginosa sucesión de complejas experiencias, desde Sudán hasta Líbano y Gaza. Justamente fue en éste último lugar, junto a los palestinos, cuando más recordé la realidad de los saharauis, otra nación atrapada en un terrible destino colectivo, postergada por los sordos manejos del poder, sometida al aislamiento y la ignominia en condiciones insoportables.

La pobreza que los empuja a reciclar y dar buen uso a objetos que aquí estarían en vertederos. Partes de coches, de viejos electrodomésticos convertidos en hogares para las cabras y las gallinas, en vallas para sus viviendas.

Y los niños, con su presencia insoslayable, hacinados en las casas de adobe, en las jaimas, jugando en el desieto. Una legión de pequeños que te siguen, que te piden caramelos, que quieren que les tomes una foto. Los rostros curtidos por el sol. Las sonrisas inmaculadas, prístinas.

Pero, ante todo, la certeza de estar siendo testigo de una profunda injusticia, la convicción absoluta de que esta gente tiene que volver a su tierra para erigir su propio Estado, la República Democrática Árabe Saharaui, para tratar de recuperar el tiempo perdido en estos treinta largos años de destierro.

Mañana parto de regreso hacia los campamentos saharauis. Los recuerdos se enfrentarán a la realidad. El desierto, las jaimas, el calor. Volveré a encontrarme con todas esas personas extraordinarias que me acogieron el pasado año. Desde allí escribiré este blog.