Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Etiopía desde una habitación de hotel en Nairobi

Otro desembarco en Nairobi, mi base en los viajes por África Oriental. Otra caminata por los pasillos del aeropuerto Jomo Kenyatta entre hordas de turistas occidentales, con sus pantalones de safari y sus bolsas llenas de souvenirs; comerciantes de origen indio o libanés, ataviados con maletines, camisas sin corbata, zapatos de cuero y pantalones pinzados; viajeros de Oriente Próximo ocultos tras sus largos kaftanes negros, acompañados por mujeres que llevan el cabello recogido bajo el hijab; y unos pocos, los menos, africanos de raza negra, hombres de negocio, todos obesos, sobredimensionados, boterianos, ya que para la mayor parte de los habitantes de este continente resulta imposible pagar un pasaje de avión.

Aunque es de noche, y fuera del aeropuerto llueve, me tomo mi tiempo. Un cigarrillo junto a una desabrida tienda de recuerdos, para superar el mono de las doce horas de vuelo. Los formularios de migración, la larga cola para conseguir el visado con los 30 euros de rigor. Y la maleta que sí, una vez más, tras superar varios aeropuertos y husos horarios, consigue seguir mi estela y aparece panza arriba, plácida y sin prisas, en la cinta que transporta el equipaje del vuelo proveniente de Londres.

El mismo hotel africano

Después el ritual de siempre: cambiar un poco de dinero, comprar una tarjeta de teléfono, en este caso de la compañía Safaricom, y coger un taxi rumbo al hotel en el que siempre me alojo: el Olive Gardens. El coche, viejo, herrumbroso, pletórico de olor a sudor, parece a punto de colapsar. A los costados de la carretera, carente de alumbrado, los perfiles de las acacias cuyas ramas se extienden en la noche como lánguidas manos.

En pocos segundos desarmo la maleta y organizo mis cosas en la habitación. Una forma de sentirme seguro, de crear algún asidero en la confusa y desafiante realidad que me rodea. A pesar del ruido, la suciedad y los insectos, me gusta el Olive Gardens porque es un hotel para africanos. El teléfono no funciona, mucho menos Internet, y la maravillosa y pegadiza música local suena a todas horas, pero el lugar me gusta, me he encariñado con él.

Aquí no me tengo que enfrentar los grupos organizados de turistas que vienen a recorrer los parques naturales como Masai Mara. No tengo que escuchar a los niños llorar porque están cansados de levantarse a las cinco de la mañana, ni convivir con las narraciones a viva voz durante el desayuno de quienes han visto una jirafa o se han pasado la tarde de compras y muestran a diestra y siniestra sus colecciones de estatuillas de madera y sus camisetas estampadas con todas las variantes posibles de la palabra “Kenia”.

En la televisión la BBC, banda sonora de cada una de las habitaciones de hotel en la que me quedo durante los viajes. Y, sobre la estrecha mesa del escritorio, rápidamente despliego mi pequeña redacción itinerante: libros de referencia, cuadernos, ordenador, medicamentos, música, tabaco.

Pasaré cuatro días en Nairobi antes de partir hacia Addis Abeba. Si bien tenía la posibilidad de volar directamente a la capital etíope, me atraía la idea de realizar una suerte de lenta inmersión en la realidad africana, previa a sumergirme en la fascinante, compleja y desgarradora realidad de la antigua Abisinia.

Fascinación por Etiopía

Aunque Etiopía resuena en nuestro imaginario colectivo a niños famélicos y guerra, lo cierto es que es uno de los países culturalmente más ricos y atractivos no sólo de África sino del mundo. Recientes descubrimientos arqueológicos en el Valle del Rift indican que es una de las cunas de la humanidad. Hace tres millones de años, los antecesores del hombre moderno habitaron su geografía.

Es el país africano con el gobierno autóctono más antiguo, que se estima que tiene una continuidad de tres mil años, y que permaneció al margen de la conquista europea. Su momento de mayor esplendor fue durante el reino de Axum, en el siglo VI, que abarcaba Sudán, Eritrea y Yemen.

La cultura etíope es la síntesis de una singular comunión entre Oriente Próximo y África. Se cree que hubo olas de emigrantes que se trasladaron a Mesopotamia para luego volver a Etiopía. El cristianismo que impera en este país está profundamente influido por usos y creencias judías, de allí que el Arca sea el símbolo primordial de su liturgia.

Tiene una gran diversidad de paisajes: desde los desiertos de la periferia, pasando por las fuentes del Nilo Azul (tributario en un 86% del río Nilo), y un fértil y generoso altiplano central donde se sitúa Addis Abeba, la tercera capital a mayor altura del mundo.

En Etiopía conviven 80 lenguas y más de 200 dialectos. Es la única nación de África con escritura propia: el amárico (o amariña). Fue el primer estado en entrar a la Sociedad de Naciones, luego a las Naciones Unidas, y hoy es la sede de la Unión Africana.

Mi plan es dirigirme hacia el Norte, a la región de Tigre, próxima a la frontera con Eritrea, donde tuvieron lugar las terribles hambrunas que conmovieron al mundo en 1984. Y luego hacia la región de Ogaden, en la frontera con Somalia, para ver la situación de los refugiados que han llegado huyendo de la guerra, así como para conocer de primera mano el accionar del Ogaden National Liberation Front, grupo armado independentistas que asola la región con secuestros y atentados.

Cintas, vídeos y un nuevo proyecto

Esta breve estancia en Nairobi me servirán para reencontrarme con viejos amigos, de los que os iré contando en estos días. Desde Patrick Kimawachi, que rescata en Kibera a niños huérfanos del sida, a Agnes Paregio, una mujer masai que lucha contra la mutilación genital.

En mi cama, sobre la maleta, la innovación para este segundo año de Viaje a la guerra: una cámara de vídeo en condiciones, cintas y baterías. El equipo con el que estoy preparando en 20 Minutos un proyecto sin precedentes en Internet. Un proyecto, paralelo al blog, que verá la luz en apenas diez días.