Tras varios días de gestiones, finalmente abandonamos Managua para dirigirnos hacia el norte, a la zona afectada por el huracán Félix. Apenas dejamos la capital de Nicaragua nos recibe un paisaje verde, húmedo, exuberante, de planicies pobladas por palmeras, generosos ríos y montes cubiertos de espesa vegetación. A Sergio Ruíz, el conductor, le preocupa que se haga de noche y que no podamos ver el estado de los puentes así que aprieta el paso desde el primer momento.
Cruzamos pequeños pueblos en los que la gente se mueve sobre todo a caballo. Una gente educada, amable, aunque poco locuaz, que vive en escuetas casas de madera construidas sobre pilares entre las cuales los cerdos y las gallinas se mueven libremente aventurándose muchas veces en la ruta.
Se suceden los carteles que alaban la figura de Daniel Ortega, líder sandinista durante la revolución y presidente del país desde hace ocho meses. “Arriba los pobres del mundo” reza el eslogan que antecede a su retrato (a lo que una amiga de la oposición de izquierdas me dijo con ironía: “Bueno, mejor que empiece por los pobres de Nicaragua”). Se suceden las iglesias evangélicas de todas las variedades posibles (adventistas, mormones), las escuelitas pintadas de azul y blanco, los comedores en los que nos detenemos a almorzar aquello que Sergio Ruíz ordena para todos: pollo en su caldo con frijoles y tostones (plátano frito).
Nicaragua es uno de los países más pobres de América Latina. Esto se hace evidente en las vacas de costillas pronunciadas, en esas viviendas en las que en su interior no hay más que unos cazos para cocinar y unas hamacas tendidas para dormir. No se trata de una miseria desgarradora, como en África o en la India, pero sí latente, silenciosa, que se agazapa entre esta gente para la que el sueldo promedio es de 80 euros al mes.
Pernoctamos en un pueblo llamado Río Blanco, en medio de una lluvia que anega la carretera y que no nos deja seguir adelante. Al día siguiente partimos al alba. Descubrimos ya los primeros signos de lo que hemos venido a buscar: el paso del huracán Félix. Árboles arrancados de cuajo, recostados a ambos lados de la ruta.
La radio anuncia que “el compañero” Daniel Ortega pedirá a EEUU que no deporte a miles de nicaragüenses ahora que ha pasado esta desgracia, ya que necesitan mandar dinero a sus familias. Con escepticismo me pregunto si el paso del huracán habrá sido tan vasto y devastador como se anuncia.
Y lo cierto es que, después de La Rosita, centro del triángulo minero, el paisaje se torna mucho más desolador de lo que podría haber imaginado. Kilómetros y kilómetros de vegetación arrasada, de árboles y postes de luz tumbados.
Y a cada paso la situación se vuelve más dramática. Me pregunto cómo será entonces en la zona más afectada, ya que esto es apenas la periferia de la catástrofe. En cierta medida me recuerda al paisaje del sur del Líbano, también pletórico de silencios y ausencias, aunque no por el efecto del viento, sino de las bombas. Un vasto paisaje de dolor.
Las familias que lo han perdido todo y que ahora se refugian en las escuelas. Las casas sin techos, sin paredes o simplemente reducidas a la nada por el efecto de ese viento que aquí dicen que era tan fuerte que arrancaba la ropa a las personas.
Y el primer testimonio que recojo de esta catástrofe que tuvo lugar hace dos semanas, mientras apuramos la marcha para llegar a Puerto Cabezas, que será nuestra base de operaciones, antes de que anochezca: Erzo Valdés, su mujer y sus seis hijos que estaban en su casa cuando llegó el huracán Félix. Erzo me lleva a ver los restos de su vivienda, de su cosecha de yuca, de su granero. Nada queda en pie. Todo se ha volado, ha desaparecido. Apenas si hay unas maderas partidas en el suelo.
“Antes de esto éramos pobres”, me dice Erzo, que mezcla el idioma mizkito con el español. “Ahora somos más pobres que nunca. Mira cómo estamos, bajo un plástico que nos trajeron en un helicóptero y sin nada más. ¿No sé cómo vamos a hacer para comenzar de nuevo?”.
Mientras tomo apuntes en mi libreta veo que Sergio Ruíz se baja del asiento del conductor con algo en la mano. “Tome, para sus hijos”, le dice a Erzo entregándole una bolsa. Cuando volvemos al todoterreno le pregunto qué le ha dado. “Era la bolsa que me he había preparado mi mujer. Tenía una toalla y una sábana”.