Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Velar por la salud mental de los periodistas

En este blog ya hemos recorrido en alguna ocasión la peripecia vital de Paul Watson, reportero canadiense que ganó el premio Pulitzer por su foto del soldado Cleveland arrastrado y linchado por una multitud a través de las calles de Mogadiscio.

En su biografía, Where war lives, Watson da cuenta de las consecuencias psicológicas de su cobertura de la guerra en Somalia, así como de posteriores conflictos como el genocidio de Ruanda.

Se encontraba en su base en Sudáfrica. Llevaba semanas sintiendo una creciente necesidad de aislamiento. Abusaba de las drogas y el alcohol. Lo perseguían los recuerdos de los cadáveres flotando en las márgenes del lago Kivu.

Una mañana, mientras conducía por una calle de Johannesburgo, comenzó a experimentar alucinaciones. Creía que quienes iban en los demás vehículos eran guerrilleros armados. No pudo continuar al volante.

El psiquiatra le diagnosticó estrés postraumático. Watson seguiría cubriendo conflictos, ya que en ellos se volvía a sentir en forma. Sería uno de los pocos reporteros en quedarse en Kosovo durante los bombardeos de la OTAN.

En la invasión de Irak de 2003 estaría entre los primeros en llegar a Mosul. Lo que hizo que una multitud enfurecida lo comenzase a linchar, hasta que un iraquí que se apiadó de él lo metió en una tienda y lo protegió a tiros de sus atacantes.

Sin embargo, su vida nunca volvería a ser igual. Confiesa que aún hoy experimenta una acusada tendencia a esta solo. Y que su vida oscila entre su mujer, su hijo y los destinos que cubre como periodista principalmente en Asia.

El estrés postraumático

El pasado fin de semana, la universidad de Navarra y el periodista David Beriain organizaron un encuentro en Pamplona sobre estrés postraumático y periodismo. Encuentro con escasos precedentes en España.

Asistieron compañeros como el magnífico fotógrafo Sergio Caro, Mikel Ayestaran, David Álvarez, Marc Marginedas, Xosé Antón García Ferreiro. La voz cantante la llevó Mark Brayne, del Dart Centre, que en una clase magistral fue explicando tantos los síntomas de este mal como los medios para prevenirlos. También se debatió sobre la mejor manera de acercarse a las víctimas y entrevistarlas en situaciones de conflicto.

Información valiosísima para los alumnos, que a uno le gustaría haber podido tener hace quince años, y que contó también con las aportaciones de Gavin Rees, coordinador del Dart Centre en Europa, y del psiquiatra Francisco Orengo.

Medios como el periódico noruego VG exigen a los periodistas que vuelven de la guerra una semana de reposo y una visita obligatoria al médico, que si lo cree conveniente los puede derivar a un psiquiatra. En casi todo el resto del mundo, y en España también, semejantes medidas de prevención no existen.

Si ni siquiera en lo más evidente, que es lo físico, se actúa muchas veces con eficacia, del modo en que lo recuerdan los casos de compañeros fallecidos como Julio Anguita Parrado, Ricardo Ortega o José Couso, mucho menos aún en lo referido a los traumas ocultos.

La iniciativa que salió de Pamplona es comenzar a abogar el próximo año en España, a través del Dart Centre, por un cambio de mentalidad en la profesión. Para ello se organizarán charlas y conferencias que pondrán estos recursos en manos de las organizaciones de noticias y de los propios profesionales.

La falta de compresión de tantos editores de lo que significa estar en un conflicto, así como la irresponsabilidad de los propios periodistas – a los que muchas veces nos puede la pasión por el trabajo – hacia su propia salud mental, son realidades que se deberían comenzar a transformar.

De vacaciones en la guerra

Sé que hay jóvenes reporteros que se preguntan cómo pueden empezar a ejercer el periodismo desde conflictos armados. Paul Watson, ganador de un premio Pulitzer y autor del libro Where war lives, describe sus primeras incursiones en este ámbito como “vacaciones en zona de guerra”.

Durante la mayor parte del año trabajaba para el periódico canadiense Toronto Star escribiendo crónicas policiales y obituarios, pero cuando le llegaba el tiempo de descanso, cogía el dinero que había ahorrado y partía en viaje a la guerra.

Su destino inicial de “turista en combate”, como también se describe no sin cierta ironía, fue Eritrea. Los contactos con el Frente para la Liberación del Pueblo Eritreo (FLPE) los hizo a través de inmigrantes que vivían en Toronto.

Sus crónicas, que publicó al volver, casi no tuvieron repercusión. Hablaba con admiración de los milicianos eritreos, hambrientos y mal equipados, tanto hombres como mujeres, que llevaban treinta años luchando contra el ejército etíope por alcanzar una independencia que finalmente conseguirían en 1993.

Su estrategia no era provocar el enfrentamiento, conseguir que la televisión cubriera las víctimas civiles, y exigir una intervención extranjera para ganar la guerra. Entendían la libertad como un derecho que les había sido quitado, y no como un regalo. Estaban allí para triunfar.

Escuchando su historia desde un abarrotado puesto de observación, fue la primera vez que oí a una persona ordinaria hablar de entregarse a algo mayor que ella misma, un poder que no era el dios en el que yo me negaba a creer. “Si muero, es el precio que pagaré por la independencia”, dijo simplemente. “Sé que el resto seguirá hacia la victoria”.

En aquellas crónicas denunciaba también los oscuros manejos de las grandes potencias durante la guerra fría, que tanto perjudicaron a los eritreos, del mismo modo en que lo hizo Michaela Wrong en su extraordinario libro I Didn’t Do It For You, que recomiendo encarecidamente a todo el que quiera entender la actual situación del Cuerno de África.

El precio a pagar

Angola ocupó sus siguientes vacaciones. El apoyo de Washington a UNITA le facilitó el acceso a los cuarteles de Jonás Savimbi. Pero sería Somalia, destino que vendría después, el que lo convertiría a los 34 años en un periodista mundialmente famoso, alejado de forma definitiva de los solitarios turnos nocturnos del periódico.

Pagaría un precio, como sus admirados combatientes eritreos en pos de la independencia. El fantasma del soldado Cleveland, al que retrataría en 1993 mientras lo arrastraban por las calles de Mogadiscio, lo perseguiría durante diez años, hasta que reuniría el valor para ir a ver a su familia.

También le diagnosticarían estrés postraumático, y caería en el abuso de las drogas y el alcohol, así como en una sucesión de fobias que lo llevarían a aislarse en sí mismo, y de las que sólo conseguiría escapar si volvía al terreno.

Pero al menos había conseguido lo que se proponía: pasar de ser un turista ocasional de la guerra a convertirse en un residente a tiempo completo.

La fotografía que cambió el destino de Somalia

Pocas imágenes han tenido tanto ascendiente en nuestra historia más próxima como las que el reportero canadiense Paul Watson hizo en 1993 del cuerpo sin vida del sargento David Cleveland mientras era arrastrado por una multitud enfurecida a través las calles de Mogadiscio. Una imagen, por la que recibiría el premio Pulitzer, que terminaría por provocar la retirada de EEUU de Somalia. País que aún hoy, quince años más tarde, sigue sumido en el caos.

Quizás se podría situar en el mismo nivel de impacto al reportaje realizado por el cámara keniano de origen indio y creador de la agencia Camerapix, Mohamed «Mo» Amin, de la hambruna etíope de 1984, que generó una masiva respuesta humanitaria internacional con el músico Bob Geldorf y el concierto de Live Aid como llamado a las conciencias del mundo.

Aunque, según señala con acierto Robert Kaplan en su obra «Rendición o hambre», nadie pediría cuentas al sangriento régimen comunista de Mengistu Haile Mariam, verdadero responsable de la miseria debido a sus experimentos colectivistas con las comunidades rebeldes de la etnia tigré.

Líder golpista pro soviético de rostro invisible para Occidente que sucedió al supuesto dios hecho dictador Haile Selassie – cuya corte describe brillantemente Ryszard Kapuscinski en «El Emperador»-, que al tiempo en que sus conciudadanos se morían de inanición se gastaba en Addis Abeba millones en celebraciones de su poder.

Una dinámica similar a la que hoy sigue Meles Zenawi, actual presidente del país, empeñado en reprimir y encarcelar a sus opositores políticos. El año pasado invirtió cantidades ingentes de dinero en los fastos del año 2000 etíope, mientras las organizaciones internacionales denunciaban la aparición de nuevas hambrunas. Sin contar, por supuesto, el gasto militar en invadir Somalia en nombre de EEUU y en reprimir a los rebeldes en la región de Ogaden.

Hambre, guerra y conciencias

Ya en «Poverty and Famines», su magnífico estudio de las hambrunas en el siglo XX – desde la de Bengala en 1943, hasta la de Etiopía de 1972 y la de Bangladesh de 1974-, Amartya Sen, premio Nobel de Economía, dejó en claro que todos estos desastres, que terminaron con millones de vidas, han tenido como responsable último al hombre, y no a las catástrofes naturales, como tan a menudo se cree. En cada uno de los casos existían alimentos suficientes para todos. No llegaban a los hambrientos debido al afán de especulación económica y a la falta de voluntad política.

La génesis de la fotografía del soldado arrastrado por las calles de Mogadiscio, que atormentó a Paul Watson hasta que una década más tarde reunió el valor para ponerse el contacto con la familia de David Cleveland, la narra en su libro «Where War Lives».

Biografía íntima, descarnada, de un periodista que como pocos ha estado en primera línea de fuego, y que analizaremos en próximas entradas de este blog. Un adelanto: tras años de investigaciones, Paul Watson concluye que el derribo de los helicópteros Black Hawk fue la “primera victoria de Al Qaeda sobre Estados Unidos”.