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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Sumon, discapacitado y sin hogar en Calcuta

Hace dos semanas contábamos en este blog la historia de Nepal Sarnakar, un adolescente discapacitado que vive en un barrio de chabolas situado al sur de Calcuta. Hoy, gracias a la labor de David Earp, está recibiendo ayuda médica especializada.

Esto permitirá a sus padres saber al menos qué mal lo aqueja, y quizás dé la oportunidad al joven de comenzar a recorrer el camino hacia una existencia menos dura y terrible de la que padece en estos momentos.

Sumon fue uno de los primeros integrantes del hogar que David Earp creó en Calcuta hace diez años y que al que le puso de nombre Shuktara, que en bengalí quiere decir estrella de felicidad.

“Nos llamó una organización para decirnos que había un niño en la estación de tren de Howrah”, recuerda. “Fuimos a verlo. Nos explicó que su familia le había sacado la ropa, lo había cubierto de suciedad y le había atado diez rupias en un pañuelo antes de abandonarlo”.

Sumon es un adolescente sonriente, alegre, que, a pesar de la parálisis cerebral, cada día coge su mochila y parte hacia la escuela. “Al principio estaba tan traumatizado que nadie se le podía acercar. Con el tiempo se fue abriendo. No puedo juzgar a sus padres, la vida en la pobreza es muy difícil”.

“En Sumon verás una gran mejoría en la certeza de quién es, en el sentido de su independencia”, continúa David. “Está mucho más convencido de lo que quiere. Y creo que esa es una de las cosas más importantes de Shuktara, que les damos a los niños una sensación de apreció hacía sí mismos”.

Una familia

De los 16 integrantes que tiene Shuktara, algunos son sordomudos y otros sufren parálisis cerebral. Todos han sido niños de la calle, huérfanos o ignorados por sus familias.

Si hay algo que sorprende de Shuktara es que no parece una institución, sino una casa normal, en la que los niños juegan, ven la televisión, andan en bicicleta, van al cine. “Esa era una cosa muy específica que yo quería, que fuera una familia para los niños, que esta fuera su casa”, afirma David.

Los domingos por la tarde, la terraza del hogar se llena de jóvenes que compiten con sus cometas. Además de los integrantes del hogar, hay compañeros de escuela y vecinos del barrio.

“Existe una gran discriminación. Si se paran en una esquina y gesticulan con la mano, hay gente que se burla de ellos. Muchos piensan que los sordomudos son tontos. Este es un lugar seguro, donde se siente aceptados cómo son”, afirma David, que tiene 51 años.

Animarse a cambiar

Cuando mira hacia el pasado, David se siente satisfecho. “Lo más importante para mí es cuando recorro la ciudad a diario y veo a gente cómo mis niños que está en la calle. Cuando veo a tíos locos en la calle, gritando, con cosas atadas a sus cuellos. No comen nada, permanecen sentados en la calle sin hacer nada. Me digo que ese podría haber sido Sunnil o Anna”.

“Su seguridad lo es todo para mí, que siempre tiene este lugar para estar, siempre tiene este lugar para encontrarse seguros. Son gente joven indefensa. Aunque ahora se vean bien, son aún muy vulnerables”.

Con respecto al cambio de vida, sostiene que dejar su negocio de tienda en Portobelo y mudarse a Calcuta ha sido más fácil de lo que pensaba. “Desde Occidente parece muy difícil dejarlo todo, pero si hay algo que puedo decir a la gente es que se anime a hacer sus sueños realidad, que vale la pena”.

Niños, piedras y soldados de EEUU en Afganistán

Apenas escuchan el sonido de los blindados, los niños salen corriendo a la carretera. Poco les importan las nubes de tierra que se levantan al paso de los vehículos, que les cubren el rostro, los brazos, que los cincelan como sombras, como meras siluetas, bajo el sol que cae a plomo en el bochorno del verano de Afganistán.

Los soldados les han puesto nombre. Los llaman “los niños del polvo”. En cada una de las misiones diurnas en la que he salido con ellos del cuartel del valle de Tagab, los hemos encontrado, allí, junto a la ruta, levantando los brazos, pidiendo un regalo, una limosna.

“Al principio les tirábamos botellas de agua, bolis, pero ya no lo hacemos”, me comenta Cox, que viaja a mi lado en el blindado MRAP. “Tememos que un día uno se cruce y pase una desgracia”.

No sería la primera vez que esto ocurre en una zona de conflicto. Es consecuencia de las prisas, del miedo, del encuentro entre la apacible vida rural, en la que los niños vagan a su antojo, sin que sus padres estén encima de ellos, y el desembarco de la parafernalia militar y humanitaria de Occidente.

Sucede en el norte de Uganda, en donde los camiones del PMA (Programa Mundial de Alimentos), se han llevado la vida de numerosos niños en su raudo paso por las aldeas, flanqueados por vehículos armados que los protegen de los posibles ataques del LRA.

Tuvo lugar también hace poco, al sur del río Litani, en Líbano, cuando un blindado español colisionó contra un autobús escolar. La pequeña Noor, de nueve años, sufrió importantes heridas en la cara y en uno de los brazos, según informó Mikey Ayestaran en su blog. Heridas que le van a suponer numerosas operaciones a lo largo de los años.

Una piedra

Según me comenta Hernández, mi otro compañero en la parte trasera del MRAP, la presencia de los niños resulta siempre un buen augurio. Verlos en la carretera significa que los talibán no han planeado emboscada alguna. De otro modo, desparecen. Sus padres los meten en las casas. “La gente sabe cuando los terroristas no están por atacar”, explica.

Anochece en el valle de Tagab. La misión de hoy es establecer un puesto de control en la carretera principal. Los niños se acercan una y otra vez. Nos llaman a los gritos. Nos saludan. Hasta que arrancamos de regreso al cuartel. Es el momento crítico, el que suelen utilizar los talibán para lanzar sus granadas, cuando los convoyes dan media vuelta y los soldados se relajan.

Por la ventana posterior del MRAP veo que un niño coge una piedra. Corre y nos la tira. Acto seguido, el resto de los pequeños hace lo mismo.