Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El blues de los niños soldado del Congo

Madrugamos para dirigirnos al cuartel general de la operación Kimia II, que está ubicado en la antigua residencial de Mobutu Sese Seko, el dictador cleptómano y corrupto por antonomasia. Amanece sobre el lago Kivu, cuyas orillas están salpicadas de antiguas mansiones coloniales belgas a cuyas espaldas se levantan las precarias casas de adobe y lata de los barrios más pobres de Bukavu.

A lo lejos vislumbramos a las tropas del FARDC, el ejército gubernamental, que se preparan para partir hacia la región de Shabunda en el marco de la operación Kimia II, destinada a terminar con la presencia de fuerzas hutus en territorio congoleño. Gracias a la autorización del coronel Delfin Kahimbi, nos disponemos a acompañar a estar fuerzas para conocer de primera mano el desarrollo de esta cuestionada operación militar.

Mientras esperamos a que esté todo listo para partir, en la parte del cuartel donde funciona el helipuerto descubrimos a un grupo de jóvenes vestidos con uniformes militares. Preguntamos a los oficiales: se trata de niños soldado que acaban de salir de la selva para entregar las armas y volver a la vida civil.

Cambio de planes

Nueva autorización del coronel Kahimbi – que ya nos había manifestado su intención de terminar con el empleo de menores en la guerra – y repentino cambio de planes: dejamos a un lado por el momento la operación Kimia II y nos centramos en los jóvenes. Tomamos la decisión de seguir a los niños durante los primeros días para ver cómo progresan, cómo se adaptan a la nueva realidad en que se encuentran, qué esperan del futuro.

Uno de los coordinadores del hogar de tránsito de la organización BVES – cuyos proyectos conocimos el año pasado – entrevista a cada uno de los niños. Anota el acrónimo de la fuerzas de las que formaban parte, el nombre de sus comandantes, el rango que tenían, la manera en que fueron reclutados, la zona de la que son originarios, el nombre de sus padres. Un proceso que demora horas. Vital para que la Cruz Roja rastree a sus familias. Importante en estos momentos para los militares, pues quieren separar a los menores de los adultos.

Al final, de los 32 presentes sobre la explanada, 29 son calificados como niños soldados. Tras un discurso de Kahimbi, que todos siguen en silencio bajo el sol, se les entregan ropas de civiles y se les señala una tienda en la que deben pasar para cambiarse. Lo hacen entre risas, con cierta vergüenza, como una suerte de juego. La última en entrar a es una de las dos niñas presentes (más adelante sabremos que ambas fueron sometidas a reiterados abusos sexuales).

Arriba un autobús de la ONU al que los niños marchan vestidos con sus vaqueros y camisetas, aunque descalzos. Algunos cantan, otros miran a la nada con incertidumbre, con evidente perplejidad ante el repentino cambio de escenarios y perspectivas en su vida. En el hogar de la organización BVES se les da la bienvenida. Su director, Murhabazi Nachegabe, les explica las normas básicas de convivencia: nada de peleas, respeto a los profesores.

Las reglas de convivencia

Después viene una clase de higiene básica y prevención de enfermedades, con especial énfasis en el sida. Los niños que ya están en el hogar, también ex soldados, ayudan a los coordinadores a realizar la exposición (se suponía que iban a pasar un vídeo, hasta llevaron un antiguo televisor a la sala en la que estaban los muchachos, pero la ausencia de electricidad frustró los planes).

Llega la hora del baño y luego la comida. Los jóvenes con los que hablamos se muestran felices de haber dejado de ser soldados. «Era una vida muy dura. Comíamos mal, no dormíamos, nos trataban como animales«, afirma Joseph Tyne. Oriundo de Kivu Sur, tiene 15 años y presenta una importante herida además de tener los ojos visiblemente inflamados.

Por la tarde se les entregan sandalias (algunos se quejan de que no tienen cinturones). Continúan las entrevistas. El coordinador que habla con los jóvenes en busca contradicciones, alegatos falsos, en sus testimonios. Nos explica que a veces mienten por miedo a las represalias de sus antiguos comandantes.

Provienen en su mayoría de grupos de Kivu Norte como el CNPD, los Mai Mai y Pareco, que se han ido integrando al ejército congoleño a través del proceso de Amani. De allí la capacidad del coronel Kahimbi de exigir a sus mandos que enviasen a Bukavu a cuantos niños soldados hubiese en las unidades.

Ansiosos por volver

La primera noche en el centro de BVES no resulta tranquila. Peleas entre los recién llegados y los que ya estaban allí. Cristales rotos. Al día siguiente la tensión continúa. Los nuevos se niegan a entrar a clase. «No quiero estudiar, no quiero perder tiempo aquí, quiero volver a mi casa», afirma Joseph Tyne, que explica que en el futuro se dedicará a cultivar la tierra de su familia. En su caso, los hutus del FDLR lo secuestraron hace cinco años de la escuela y lo enrolaron por la fuerza en sus filas (patrón similar al de otros testimonios que ya recogimos en este blog).

Desde entonces nada ha sabido de los suyos. El programa de desmovilización establece como plazo máximo tres meses de permanencia en el hogar. Otro de los jóvenes nos explica que sí quiere aprender a escribir y leer, pero cuando esté de regreso en su aldea, no ahora.

La tensión se atenúa al tercer día con la llegada de los miembros de la Cruz Roja que comienzan a recopilar datos de los menores para ponerse en contacto con sus familias. El final de la agonía parece más tangible. Nos comprometemos con algunos de ellos a que los iremos a visitar cuando estén de vuelta en sus hogares. Y así esperamos hacerlo en nuestro próximo viaje al Congo, para conocer cómo han sido recibidos, si han conseguido reintegrarse en la vida civil, o si han vuelto a las armas, y qué obstáculos y desafíos deben enfrentar.

(Fotos: HZ)

Los niños soldado del Congo

El acuerdo de paz firmado a principios de año en Goma ha dado un nuevo impulso a la desmovilización de los niños que luchan en la República Democrática del Congo.

“Al principio no es fácil, no han tenido infancia, se han criado en la violencia y se han vuelto muy violentos”, me explica Murhabazi Nachegabe, director de la organización congolesa BVES, que tiene en su hogar de Bukavu a más de 150 menores ex combatientes.

La labor que Nachegabe realiza con la ayuda de UNICEF, el PMA y la MONUC, consiste en recorrer los Kivus buscando grupos armados a los que les pide que le entreguen a los menores que engrosan sus filas.

Se reúne con unidades y comandantes de todas las facciones que asolan esta parte del mundo: los hutus del FDLR, los tutsis de Laurent Nkunda, los Mai Mai, los Pareco.

“Muchas veces, como se quieren quedar con los uniformes, nos dan a los niños casi desnudos”, explica. “Y así los metemos en el coche. Nos parece una forma de que empiecen a comprender que la vida militar ha quedado atrás, que ahora son civiles otra vez”.

Volver a la vida

La segunda parte del programa tiene lugar en el centro de Bukavu. En él reciben educación básica, cursos en cohabitación pacífica, en derechos humanos, en prevención de enfermedades, en el cuidado del medio ambiente. Un grupo de psicólogos y trabajadores sociales cuida de ellos, los acompaña en el proceso de regreso a la sociedad.

“Tenemos 150 niños que pasan tres meses en el centro. Nuestro personal está 24 horas con ellos. Como vienen de grupos distintos, que luchan entre sí, no son raras las peleas, los abusos”, continúa Nachegabe. “El otro día estaban jugando a las cartas. Unos chicos acusaron a ex soldados mai mai de usar sus poderes mágicos, el cri cri, para hacer trampa. Y tuvimos un gran pelea”.

El último estadio del programa consiste en conectar a los niños con sus familias, los que aún la tienen, gracias a la ayuda de la Cruz Roja. Y, además, buscarles los medios para que retomen sus estudios o para que consigan una forma de ganarse la vida.

“Desde que comenzamos a trabajar en 2002 hemos rescatado a más de dos mil niños. Según un estudio que hicimos el año pasado, el 67% no ha vuelto a las milicias”, afirma. “Pero mi mayor orgullo es poder decir que 27 de nuestro muchachos lograron pasar el examen nacional de ingreso a la universidad”.

La historia de Bahati

Nachegabe me presenta a los jóvenes. Les dice que soy periodista y les pregunta si alguno de ellos quiere hablar conmigo para contarme su historia. No faltan voluntarios. Es más, hacen cola, se empujan, para conversar con el “muzungu”.

Como es mejor que no se escuchen mutuamente, que no conozcan en profundidad lo que unos y otros han hecho en sus respectivas milicias, me consiguen un lugar resguardado, alejado de las aulas.

También Nachegabe me dice que la semana que viene saldrá nuevamente en misión a negociar con los comandantes locales y que quizás lo pueda acompañar. Por ahora, escucho los testimonios de los niños.

El que más me conmueve es el de Bahati, que lleva apenas dos semanas en el centro y cuyo retrato abre esta entrada del blog. Se unió a las filas de Nkunda cuando tenía 11 años porque su madrastra lo trataba mal. A los catorce años se pasó a los Mai Mai, tras haber trabajado una temporada en las minas de coltán.

Me muestra una herida de bala que tiene en la pierna. Me dice que por culpa de la guerra se ha hecho adicto a la marihuana. “¿No tienes alguna medicina que pueda tomar para curarme?”, quiere saber, mientras no para de moverse en el asiento de madera en el que conversamos

¿Ha terminado la guerra en Uganda?

Es uno de los conflictos olvidados de África. Y fue uno de los primeros destinos que fatigamos en este blog. Una guerra que ha durado más de dos décadas, que costó la vida 120 mil personas y que obligó a más de dos millones a abandonar sus hogares de forma permanente para asentarse en campos de desplazados.

Un conflicto que apenas ha tenido repercusión en los medios de comunicación. Seguramente porque al no haber en juego recursos naturales ni posiciones dominantes geoestratégicas poco ha interesado a las grandes potencias. Pero también por lo difícil que resulta de entender.

De un lado, en la guerra del norte de Uganda, están las tropas del gobierno central del presidente Museveni, del otro, un grupo de fanáticos que dice luchar para imponer los Diez Mandamientos y que es conocido como el Ejército de Resistencia del Señor (en su acrónimo inglés: LRA).

Para ello secuestra a niñas, a las que hace esclavas sexuales. A niños que convierte en parte de su ejército (se estima que tiene unos dos mil menores soldados y que abdujo a más de 40 mil). Y mutila, viola y mata a los campesinos que encuentra en su camino. Su seña de identidad es cortarle los labios y las orejas.

Durante años ha sido tal el terror entre la población civil que los niños abandonaban sus aldeas al atardecer para buscar refugio en las ciudades. Un flujo constante de pequeños que cada día marchaban en procura de la protección que sus padres no les podían dar.

¿Hacia la paz?

Al frente de esta organización se encuentra aún el hombre que para los africanos es la encarnación misma del mal, un hombre del que nada se supo durante años, del que ni siquiera se tuvo una imagen: Joseph Kony.

Un líder delirante, mesiánico, que ha llegado a contar con una veintena de esposas y que, en un aspecto incomprensible de esta guerra, no tuvo como objetivo de sus carnicerías a otro grupo étnico, sino a su propio pueblo: los acholi.

Una de las primeras imágenes que salieron a la luz de él fue esta, que conseguí para este blog en Sudán, en junio de 2006, cuando ya el LRA parecía estar viviendo sus primeros vientos de cambio en dos décadas:

Kony se benefició desde sus inicios del apoyo del gobierno árabe de Jartúm, que le entregaba a armas y lo amparaba en su territorio con el fin desestabilizar a Uganda. Pero el acuerdo de paz entre el norte y el sur de Sudán de 2005 puso fin a esta asociación y el ejército de Kony comenzó a perder capacidad de acción.

Como consecuencia, empezó a dialogar la paz con el gobierno de Kampala. Dos largos años de negociaciones en los que la orden de captura de la Corte Penal Internacional contra Joseph Kony, por crímenes de lesa humanidad y reclutamiento de niños soldados, fue un obstáculo.

Finalmente se llegó un acuerdo, pero hace dos semanas Kony no se presentó a la firma del mismo en la ciudad de Juba. Y los últimos informes de las organizaciones de Derechos Humanos señalan que está ahora en la República Centro Africana y en el Congo RDC, donde sigue secuestrando a niños y aterrorizando a la población local.

Testigo excepcional

José Carlos Rodríguez desembarcó de la mano de la orden de los combonianos en Uganda justo cuando comenzaba la guerra. Y fue un testigo de excepción de la misma durante 20 años. No sólo ayudó a los niños que quería huir del LRA sino que participó en las negociaciones, teniendo inclusive la posibilidad de hablar con Joseph Kony.

Ahora ha regresado a su ciudad natal, Madrid. El domingo estará firmando en la caseta 282 de la Feria del Libro la obra que acaba de publicar sobre sus experiencias en Uganda, Hierba alta (editorial Mundo Negro), cuyo manuscrito tuve el privilegio de poder leer y que recomiendo encarecidamente.

Mañana, la entrevista con José Carlos, que fue un extraordinario guía en la visita que realicé a la zona. Sus anécdotas, recuerdos y análisis no ya sólo sobre Uganda, sino sobre la realidad africana, que conoce como pocos en España.

Aniversario del AK-47: rap, películas y cortadoras de césped

Tuve mi primer encuentro con un AK-47 en una carretera perdida del norte de Camboya. Corría el año 1994. No hacía mucho tiempo que las tropas vietnamitas se había retirado dejando paso a la misión de paz de Naciones Unidas. Si bien el país comenzaba a recuperarse de la ocupación, y del brutal legado de Pol Pot y su fatídico año cero, lo cierto es que algunas zonas estaban aún dominadas por los jemeres rojos.

Me desplacé hacia el norte para realizar un reportaje sobre las minas antipersonas, que estaban dejando legiones de personas mutiladas, y sobre el secuestro de un miembro de MAG, organización dedicada a desactivar y retirar del terreno estos artefactos. Recién empezaba en el periodismo y no contaba con muchos recursos, por lo que me vi obligado a realizar el viaje, desoyendo los consejos que me habían dado en la embajada alemana, en la parte trasera de una camioneta.

A medida que avanzábamos, la herencia de la guerra se hacía cada vez más evidente. Puentes destruidos, rutas plagadas de baches. Y también la falta de control del estado. Cuando algún obstáculo hacía que el conductor aminorara la marcha, a nuestro paso salían hombres, muchos de ellos vestidos apenas con pantalones y sandalias, que nos pedían una suerte de impuesto revolucionario agitando sus AK-47 en el aire. Según me explicaron mis compañeros de travesía, se trataba de jemeres rojos desmovilizados que se dedicaban a la extorsión para poder sobrevivir.

Lo que hacía el conductor era no detenerse y arrojar billetes de poco valor por la ventanilla. Sólo una vez tuvo que parar, cuando unos adolescentes con sus AK-47 bajo el brazo se negaron a apartarse del camino. Altivos, se acercaron a la parte trasera de la camioneta y nos apuntaron. Afortunadamente, no pasó de un susto. Pero ese día aprendí que pocas cosas hay más peligrosas que un adolescente armado.

Ocho años más tarde regresé a Indochina para realizar una investigación sobre abusos sexuales de niños por parte de turistas europeos, que quedaría plasmada en el libro Helado y patatas fritas. La explotación de menores, que había comenzado en 1992 con el arribo de miles de funcionarios de Naciones Unidas, había crecido hasta alcanzar cotas de impunidad inimaginables. En contraposición, la violencia armada en el país había remitido. Eso sí, aún en el mercado central de Phnom Penh encontrabas a hombres que te ofrecían la posibilidad de probar un AK-47 por apenas un puñado de dólares. Una experiencia a la que muchos turistas se sumaban con entusiasmo, en un descampado próximo a la ciudad, y de la que yo había sido testigo en mi primera visita. La fantasía hecha realidad de apretar el gatillo de un Kalashnikov.

Un arma para niños

Aunque el AK-47 pesa más que los modernos fusiles de plástico, unos ocho kilogramos, su tamaño reducido, su bajo precio y lo sencillo que resulta de emplear, lo han convertido en el arma de los niños soldados. Desde Colombia hasta Birmania, pasando por Angola, Argelia, Sierra Leona, Burundi, Congo, Ruanda, Mozambique, Costa de Marfil, Uganda y Sudán, cientos de miles de menores han empleado el Kalashnikov para combatir.

Quizás en ningún otro lugar fue tan vasto su uso entre los niños como en Sudán, durante las cuatro décadas de guerra entre el norte y el sur. Tras ver sus pueblos arrasados, los niños se sumaban a las tropas del SPLA, que los llevaba para ser entrenados en los campos de refugiados en Etiopía, donde el régimen comunista de Mengitsu Haile Mariam les entregaba AK-47 chinos y soviéticos para socavar así el poder de Jartúm.

Aún hoy en Sudán se los conoce como los «Lots boys«, algunos de cuyos testimonios recavé para este blog hace más de un año en la ciudad de Juba. Sin dudas, el más famoso de estos niños perdidos, soldados a su pesar, es el rapero Emmanuel Jal, que utilizando la jerga marginal de los conductores de matatus en Nairobi, una mezcla entre inglés y swahili, lleva años cantando por la paz.

Su música ha servido de banda sonora a películas como Diamantes de Sangre. Y en vivo se lo ha visto en eventos como el Live 8 (no en el escenario principal de Hyde Park, ya que no es una mega estrella como Coldplay – aunque sabe mucho mejor qué es África y la miseria -, pero sí, gracias a la gestión de Peter Gabriel, en el concierto de Eden Project, en Cornwall). Descubrí su historia hace años en el apasionante libro Emma’s War, que cuenta cómo fue sacado de Sudán, y que próximamente será llevado a la pantalla por Tonny Scott, con Nicole Kidman en el papel de Emma Mc Cune (una trabajadora social inglesa que se enamora de uno de los líderes del SPLA y se va a vivir con él en medio de la guerra. Su vida terminó en 1993 en un accidente de coche en Nairobi).

La nueva moda americana

El AK-47 como símbolo ha tomado innumerables formas. Entre quienes lucharon contra la colonización portuguesa en Angola y Mozambique no faltaron aquellos que bautizaron a sus hijos «Kalash» en honor al arma que les había permitido alcanzar la libertad. El singular perfil del Kalashnikov aparece tanto en la bandera de la organización chií libanesa Hezbolá como en el estandarte del grupo armado palestino que el año pasado secuestro al soldado Gilad Shalit en Gaza: los Comités Populares de la Resistencia.

Por curioso que pueda resultar, el mito del AK-47 también desembarcó en los Estados Unidos. Aunque parezca una observación trivial, en la segunda parte de Rambo, Silvester Stallone, que ha ido a Vietnam a rescatar a prisioneros de guerra estadounidenses, emplea un Kalashnikov para hacer frente a sus enemigos (a los que mata como moscas, sin cambiar el cargador de su fusil y, según se ve en un primer plano, con el seguro puesto). Más allá de los detalles, los pósters del grotesco Rambo, con sus músculos sudados y su Kalashnikov en las manos, empapelaron en los años ochenta buena parte del mundo, incluyendo los zocos de los países árabes (aún EEUU no había perfilado la estrategia de convertir al islam en su nuevo enemigo necesario, todavía tenía a los soviéticos para justificar su pasión por invadir países y su irrefrenable carrera armamentística).

Los clubes de tiro que en los EEUU veneran al AK-47 no son pocos. Existe una verdadera cultura de esta arma, que incluso se puede comprar por Internet. Hasta hay empresas, como Bingham Ltd., que los fabrican en su versión deportiva calibre .22. Entre las bandas urbanas de EEUU, el AK-47 causa furor. Algunos cantantes del «gagnsta rap» le han dedicado fragmentos de sus canciones. Incluido el famoso Eminem.

La lista de acciones violentas es interminable, tanto dentro del mundo marginal de las grandes ciudades y el crimen organizado, como fuera. En 1989, un empleado cabreado con sus jefes, Joseph Wesbecker, entró a su oficina en Kentucky y mató a siete personas con un Kalashnikov. En 1993, Arturo Reyes Torres, asesinó a cuatro compañeros de empleo tras ser despedido. Lo hizo con un AK. También en 1993, un ciudadano norteamericano, Auimal Kasi, disparó contra la oficina de la CIA en Virginia. Estaba cabreado por la política de Israel en Palestina. En Waco, Tejas, la secta davidiana de David Koresh tenía 44 fusiles AK-47.

Como consecuencia de estos incidentes, Bill Clinton pasó en 1994 una ley que prohibía la venta de fusiles de asalto, de diez años de duración, con una mención especial a las del tipo AK. No sólo esta norma ha dejado de tener vigor sin haber sido renovada, sino que no afectaba a las armas producidas antes de la prohibición ni a aquellas que de tipo «deportivo».

Tal es la pasión de ciertos grupos americanos por el AK-47, que organizan viajes a la ciudad de Izbekh, hogar de la primera fábrica de estos fusiles semiautomáticos y de su creador, Mihail Kalashnikov. Se los puede ver por la calle con sus cámaras de fotos y sus camisetas con la estampa del AK-47 en el pecho.

A diferencia del diseñador del M16, Kalashnikov, un joven soldado que ganó un concurso para fabricar el fusil en 1947, no ha acumulado millones. Suya no es la patente del arma, ya que la creó dentro de un estado comunista. Kalashnikov, que hace unos años intentó dar vida a un vodka con su nombre en el Reino Unido, hasta que las autoridades británicas le retiraron la licencia, se ha vuelto en los últimos tiempos un defensor de la necesidad de una legislación mundial para el control de armas. Y en alguna ocasión declaró que le hubiese gustado ser el autor de algún objeto más útil para la humanidad, como una cortadora de césped.