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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Reencuentros en Calcuta: el niño del monzón

El primer día de monzón bajé emocionado con mi cámara y encontré a estos tres niños sin hogar que jugaban en el agua lóbrega y hedionda que anegaba las calles. Corrían, se zambullían, reían, celebrando que el arribo de la temporada de lluvias acababa de terminar con el asfixiante calor que desde el mes de marzo tenía sitiado a Calcuta.

Una foto que me acompañó durante años como símbolo de esa capacidad que tienen los pobres de la India para vivir el momento, para apreciar los gestos más sutiles de la vida. Esa faceta tan admirable del espíritu humano, que no se deja vencer en las situaciones más adversas.

No quiero decir con esto que la gente materialmente más postergada sea «santa», «inocente», como más de uno suele afirmar, como si se tratase del «buen salvaje» de Jean-Jacques Rousseau. En algunos barrios de chabolas he visto escenas de una crudeza y una brutalidad difíciles de superar, consecuencia de la desesperación, la falta de recursos, de educación. Pero sí es cierto que muchas personas que he conocido en la miseria, o en la guerra, me han sorprendido, me han hecho repensar mi mundo y mis valores, al mostrarse con una serenidad, una generosidad y una dignidad dignas de admiración.

En este regreso a Calcuta, tras un lustro de ausencia, busco a los protagonistas de esta foto que saqué en la calle Sudder, hace ya más de 13 años. Amigos que me recuerdan de los tiempos en que este era mi hogar, como Kishore, el dueño del restaurante Tirupati, me dicen que dos de los niños ya no están en la zona, pero que el tercero, Lala, trabaja en un establecimiento cercano.

A Lala lo llamábamos cariñosamente rat face, cara de rata, por sus rasgos afilados y su dentadura pronunciada. Recuerdo que pasaba los días junto a su madre y sus cinco hermanos al final de la calle Sudder, en la confluencia con Chowringee Road. Imposible no fijarse en ellos al caminar por allí, ya que todos tenían esas mismas facciones tan singulares, hasta los niños más pequeños. El padre de Lala había muerto. Su hermana mayor recogía basura, al igual que su madre. Y él se dedicaba a mendigar entre los turistas, como buena parte de los niños que malviven en la zona.

Encuentro a Lala en el restaurante en el que trabaja. Me saluda efusivamente, aún me recuerda. A los veinte años lo noto curtido, cansado. Seguramente, por haber nacido y haberse criado en la calle, entre la basura, el ruido, el monzón, el calor, la malnutrición, el estrés de no tener que comer, la ausencia de atención médica, la falta de un techo bajo el que dormir.

Pero también, al ver los tatuajes en sus manos y escuchar la forma lenta y deshilvanada con la que habla, me pregunto si durante la adolescencia, en esos años en que le perdí la pista, no habrá terminado como otros jóvenes de la calle en ese submundo marginal que acompaña a mucha gente sin hogar: las drogas, la prostitución, los hurtos.

Lala me lleva a ver su madre, Sarasuti, que sigue allí, sentada junto a una montaña de basura, con otro niño pequeño en brazos. Ella también me recuerda. Y me dice que la vida sigue siendo muy dura. Aunque Lala trabaje, aunque su hija mayor se haya casado y tenga hijos, aún ella tiene como única vivienda esos plásticos bajo los que pasa la noche, y como únicas posesiones, la ropa que guarda en unas bolsas de plástico y los cazos en los que cocina sobre la acera, a centímetros de donde pasan los coches.

Sarasuti, cuya vida posee como escenario la calle desde hace dos décadas – apenas se casó la pobreza la empujó a las aceras -, será la protagonista del primer capítulo de Un día más con vida, que saldrá a mediados de septiembre. Un capítulo en el que sigo a varias personas sin hogar en Calcuta: una anciana abandonada, un pintor con problemas mentales.

Cuando regreso más tarde con las cámaras y los micrófonos, me habla de la muerte de su marido, de los momentos de hambre y desolación, y también de los vislumbres de felicidad que ha podido tener, especialmente gracias a sus hijos.

Al preguntarle por su edad, escucho perplejo la respuesta. Le vuelvo a formular la pregunta. Tiene 33 años. Al igual que su hijo Lala, la miseria, ha demacrado su rostro, lo ha poblado de arrugas. Las noches a la intemperie, la incertidumbre, la desesperación, se hacen evidentes en esas facciones devastadas por el paso del tiempo.