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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Los que viven de la basura: ¡Bienvenidos al infierno de La Chureca!

Como he narrado en las últimas entradas del blog, a lo largo de mis viajes conocí a gente que vive de la basura en India, en Bangladesh, en Argentina, en Brasil, pero nada me había preparado para las dimensiones y el drama humano que se descubren en entrar a La Chureca, el vertedero que se encuentra en Managua, la capital de Nicaragua.

Mi guía en la inmersión a esta basurero que, en un contraste que acentúa aún más su sordidez, se encuentra junto al prístino lago Managua, y rodeado cerros, es Eddie Ramírez Pérez, trabajador social que desde 1992 lleva un programa en la ONG Dos Generaciones para ayudar a los recolectores de basura. Un proyecto educativo, sanitario, de movilización social que, según me confiesa, no ha podido disminuir el número de personas que se acercan a La Chureca, ya que el problema de fondo no es fácil de erradicar: la pobreza.

Eddie, que desde el primer momento me sorprende por su buen humor, por su honestidad y por el profundo conocimiento que tiene de La Chureca, me explica que el basurero fue creado el 16 de junio de 1943 por el gobierno del dictador Somoza. «Desde el comienzo hubo gente que se acercó aquí para tratar de ganarse la vida, pero el número empezó a subir dramáticamente en los años ochenta, cuando miles de personas llegaban a la capital huyendo de la guerra», afirma.

Eddie se muestra crítico con la labor que ha realizado en estos quince años porque del centenar de cartoneros que en los noventa venían a trabajar aquí se ha multiplicado exponencialmente. Hoy son más de 1.300 las personas que viven de La Chureca. Y 170 familias han construido sus chabolas en medio del basurero, para ser así las primeras que se acercan a los camiones que cada día llegan con el 67% de los desperdicios que produce la parte próspera de la capital nica, con sus centros comerciales, sus restaurantes de lujo y sus clubes privados.

Pero hay un aspecto en concreto que aflige especialmente a Eddie. Se trata de elevado número de niños que pasan los días entre los desperdicios. Algo que me comenta apenas entramos al vertedero y que puedo comprobar a los pocos metros, cuando vislumbro a dos niños de cuclillas, en medio de la basura.

Al acercarme descubro que, de una bolsa de residuos de la popular cadena de pollo frito Tip Top, extraen los huesos. A pesar de las moscas, del olor fétido de la basura, estos dos jóvenes no dudan en comer la poca carne que encuentran entre los desperdicios.

Continúa…

Los que viven de la basura en Bangladesh (2)

Un confuso magma de botellas de plástico, cartones, latas, residuos orgánicos, del que emana un vaho hediondo y sobre el que cuelgan varias bombillas sujetas a postes de bambú. Y en la penumbra de la noche bengalí, entre las nubes de insectos que crepitan bajo la luz acuosa de las bombillas, el sonido de la respiración de los niños que trabajan afanosamente.

Uno de ellos, Kamal, que tiene ocho años, me cuenta su historia. Sus padres lo enviaron desde el campo. El dinero que gana recogiendo desperdicios de la calle y clasificándolos, unos cuarenta euros al mes, se los hace llegar para que puedan salir adelante, para que puedan alimentar a sus hermanos, ya que la situación en las zonas agrícolas es realmente complicada. Escucho su testimonio con la habitual desazón que me produce la costumbre que impera en esta parte del mundo de entregar los hijos a intermediarios para que les consigan empleo en las ciudades.

Me obsesiono con este ejército de niños que pasa las noches trabajando en el solar atiborrado de desperdicios que se encuentra junto al hotel en el que me hospedo, y que puedo observar con solo abrir la ventana. Esas vidas perdidas en medio de la basura, de la marginación, de la enfermedad, que se parecen a tantas otras vidas que he conocido en mi vida. En la India se los conoce como cangalis (literalmente: “pordioseros”), en la Argentina como cartoneros, en Brasil como catadores. Los nombres varían, pero la historia de fondo es la misma: la miseria que empuja a la degradación física e intelectual.

Sigo a Mohamed, de nueve años, que al mediodía sale con su bolsa de arpillera al hombro en busca de objetos que puedan ser reciclados. Vestido apenas con un par de pantalones cortos que se ha sujetado a la altura del ombligo con un cinturón hecho de trozos de yute unidos por clips de metal, camina lentamente, meciendo la cabeza. Coge un trozo de hierro retorcido, oxidado, que sobresale de una alcantarilla; unos periódicos manchados de comida de una papelera. Su mirada se detiene en el afiche de una película bengalí. Sonriente, me dice que su héroe del cine es Sharuk Khan.

Pienso en otra constante que he encontrado en los jóvenes trabajadores que he conocido en todo el mundo: aunque tratan de parecer adultos, en las formas, en la mirada, en la pose, en la voz impostada – quizás para sobrevivir en un medio tan hostil, quizás porque saben que el bienestar de la gente que quieren depende de su esfuerzo -, lo cierto es que no dejan de ser niños cargados de gestos de inocencia, de sorpresa frente a la realidad.

Las organizaciones no gubernamentales calculan que cinco millones de niños trabajan en Bangladesh. Según el Informe Nacional sobre Trabajo Infantil 2002-2003, el 67% lo hace en el sector informal, sin protección legal, expuesto a duras condiciones que afectan a su salud.

Cuando Mohamed llena su bolsa de arpillera, regresa al solar donde se encuentra el hombre para el que trabaja. Coloca la bolsa en una antigua balanza para ver cuánto pesa, y luego descarga su contenido en una montaña de desperdicios.

Por la tarde, cuando ya ha realizado varios viajes por la ciudad, se dedica a clasificar la basura que ha ido recogiendo. Inmerso en el vaho pestilente de los desperdicios, reúne en un lugar el papel y el cartón, y en otro, los metales. No usa guantes ni protección alguna. Come allí mismo, sin lavarse la manos. Y duerme allí también, cuando no puede más de cansancio, acurrucado en una esquina junto a los otros niños.