Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Kenia vive sus horas más angustiosas

La misa celebrada en la ciudad de Karicho en honor al parlamentario asesinado, David Kimutai Too, de la etnia kalenjín, empujó a huir a miles de kikuyus y luhya que se habían refugiado en el parque Moi. Temían que la ceremonia religiosa potenciara el odio y la violencia de quienes semanas antes ya los habían echado de sus casas a punta de machete.

Minutos antes del final de la misa, regreso al campo de desplazados, en el que durante la noche y la mañana se vivieron escenas sumamente angustiosas: hombres, mujeres y niños que corrían hacia los camiones contratados por el gobierno para subir sus pertenencias y partir a toda prisa.

La familia de Isak Nidchu ya se ha ido. Se encuentra en camino hacia las casas de sus parientes en Nakuru, ciudad del Valle del Rift de mayoría kikuyu, de la que a su vez miles de lúos fueron expulsados, en este brutal reajuste de la distribución del mapa étnico de Kenia, país en el que conviven 42 grupos tribales y 33 millones de personas.

Pero todavía quedan cientos de desplazados que no se han podido marchar. Para mi sorpresa, el Ejército, que esta mañana controlaba la calle que separa al parque del resto de la ciudad para evitar nuevos ataques, se ha marchado. El nerviosismo y el miedo entre la gente que se ha refugiado en una iglesia vecina, o que aguarda en la acera a que arriben más camiones, se hace evidente.

Oscar lleva dos semanas en el campo de desplazados. Aguarda en primera línea a que le llegue el turno para irse. “Mira a esos jóvenes kalenjín que caminan por la acera de enfrente. Han pasado toda la mañana amenazándonos. Tenemos miedo”, me dice de pie frente a las pocas pertenencias que le quedaron de la quema de su casa, y junto a su madre y sus dos hijos.

Oscar Chene es kikuyu, la tribu del presidente Mwai Kibaki, que se declaró fraudulentamente ganador de las pasadas elecciones del día 27 de diciembre, sumiendo a Kenia en el caos.

Pero Oscar, que tiene 32 años, y que se presenta sí mismo como comerciante, no quiere hablar de política. Lo único que le interesa es partir, dejar la ciudad a la que dice que pertenece, aunque no sea de la etnia kalenjin. Afirma que en el campo de desplazados han sufrido hambre, frío, enfermedades.

Le preocupa especialmente la salud de Joseph, su hijo más pequeño, que contrajo conjuntivitis y que se ve extenuado. Y se pregunta, sin un chelín en el bolsillo, cómo hará para empezar de nuevo, para volver a montarse un negocio en Nakuru y retomar su vida, pues allí no tiene ni parientes ni conocidos.

Llegan los colegas de AP a los que me encontré en la misa. También esperan para ver si al finalizar la ceremonia, la multitud, o parte de la multitud, vendrá hacia aquí para manifestar su rabia a los pocos desplazados kikuyus que aún quedan.

Les hablo de Oscar. Les digo que vale la pena escuchar su testimonio, ya que parece mostrar con hondura el drama humano de la gente que durante el pasado mes ha tenido que escapar de sus casas en Kenia para realojarse en otra región, para volver a empezar. Les señalo donde se encuentra Oscar. A los diez minutos recibo un sms de Katie, la redactora de AP con base en Kampala. “Hemos ido a comprar medicinas para Joseph, ahora regresamos”.

Mientras recorro las inmediaciones de la iglesia para recoger más testimonios de quienes no han logrado escapar a tiempo de Karicho, me encuentro con un trabajador de la organización Child Welfare Society of Kenia que lleva de la mano a un niño.

Conversamos. Me explica que, en el caos de la partida, el pequeño se perdió y ahora está solo. “Esta mañana hemos encontrado a seis niños en iguales condiciones. Nos hemos hecho cargo de ellos y nos vamos a poner en contacto con la policía y la Cruz Roja para tratar de averiguar dónde están sus parientes”, dice.

Más de 100 mil niños han tenido que abandonar sus hogares a lo largo del pasado mes. Han visto la violencia y la rabia de sus mayores. En cuestión de horas, lo han perdido todo y han tenido que refugiarse en los campos de desplazados.

Mañana sábado, el segundo parlamentario asesinado, Melitus Mugabe Were, será enterrado en Kisumu. Los sesenta refugiados kikuyus que quedan en esta ciudad de mayoría lúo, en la que ahora me encuentro, han buscado protección en dos comisarías.

Mientras tanto, las negociaciones continúan para buscar una solución al conflicto. La fecha límite para un acuerdo, que se suponían que era hoy, se ha postergado para el lunes. Y, a las cinco de la tarde, se espera que Kofi Annan de una rueda de prensa para explicar en que punto se encuentra el diálogo.

Kenia vive sus momentos más frágiles desde que la calma ha regresado hace dos semanas. No pocos especulan con que la violencia pueda volver a sacudir al país en las próximas horas.

Fractura y temor ante una misa en Kenia

Ayer, el campo de desplazados de Karicho se encontraba abarrotado de personas que, tras haber sido expulsadas de sus casas, malvivían bajo techos de plástico. Hoy, el lugar se encuentra desierto, en silencio.

Apenas quedan algunas familias que empacan rápidamente sus cosas y que han buscado protección en el jardín de la Anglican Church of Karicho, una iglesia vecina.

La razón de esta estampida humana, que en menos de veinticuatro horas ha transformado nuevamente la fisonomía del parque Moi, es la misa que esta mañana los kalenjin celebran en el otro extremo de la ciudad en honor de uno de los dos parlamentarios asesinados durante las últimas semanas: David Kimutai Too.

Reencuentro con la familia de Isack

Entre quienes aún no se han ido del campo de desplazados de Karicho encuentro a Isack Nidchu. Intento preguntarle qué está ocurriendo. Se disculpa, angustiado, mientras corre entre sus pertenencias y las coloca sobre una carretilla. “Ya ayer hablé contigo, hoy no puedo, nos tenemos que ir, perdóname”, me dice.

Saúl, el amigo y conductor que me lleva de un lado a otro en esta parte del país, al ver su desesperación, comienza a ayudarlo. Cargan cajas de metal en una carretilla. “Aquí tengo las cosas de cuando estudié ingeniería”, me explica Isack.

Los kikuyus y luhya que poblaban el parque Moi están huyendo rápidamente porque temen que el homenaje póstumo al parlamentario, que murió víctima de un crimen pasional, y no de la violencia que sacudió a Kenia durante el último mes, despierte otra vez la rabia de los kalenjin y se produzcan nuevas matanzas.

Paradójicamente, el acto que para unos es una razón de congoja, para los otros lo es de temor. El dolor y la rabia que se pueden transformar en violencia.

Recuperar las tierras ancestrales

A lo largo de la noche, la familia de Isack ha llevado las cosas hasta la puerta de la iglesia. Ahora todos, niños y adultos, se afanan en subirlas al camión que los aguarda a un costado de la carretera. La mujer de Isack pasa corriendo a mi lado.

Al poco tiempo de la erupción de la violencia en esta parte del mundo como consecuencia de las elecciones que Mwai Kibaki manipuló usando su poder como presidente sobre la comisión electoral, los kalenjin de la ciudad de Karicho comenzaron a echar a sus vecinos a machetazos, quemando sus casas, matando a los que se rezagaban en el camino.

Los kalenjin, que están al margen de la disputa electoral entre lúos y kikuyus, lo que reclaman es que se les devuelvan sus tierras ancestrales, que les fueron expoliadas por los británicos y que los distintos gobiernos democráticos aún no les han devuelto. En su lugar, llevaron a “inmigrantes” kikuyus.

La presión demográfica, la ausencia de terrenos para cultivar, es otra de las razones de la violencia en Kenia. Las fallidas elecciones abrieron viejas heridas.

Simon, otro de los hijos de Isack, también ayuda a sus padres. Ayer jugaba, manchado de tierra, entre las tiendas junto a sus hermanos y amigos. Hoy se ha puesto su mejor traje. Y como el resto de su familia, corre hacia ese camión que promete llevarlos a tierras más seguras.

En la misa me encuentro con dos periodistas de la agencia AP. La palabra en kiswahili que el cura repite una y otra vez, “amina” (paz), nos alienta a pensar que después del acto no habrá otro derramamiento de sangre, que las miles de personas que aquí se han congregado no saldrán a buscar nuevamente la justicia con sus manos. De todos modos, antes de que termine, volvemos al campo de desplazados.

Los que no se han podido marchar

Ya Isack y los suyos han partido hacia Nakuru, ciudad del Valle del Rift, de mayoría kikuyu, en la que los esperan sus parientes. Pero aún quedan decenas de personas. El Ejército, para mi sorpresa, se ha marchado.

Oscar, un hombre que permanece en la carretera junto a su madre, sus dos hijos y las pocas pertenencias que logró rescatar, me llama.

“Míralos”, me dice señalando a un grupo de jóvenes kalenjin que camina por la acera opuesta al parque. “Llevan toda la mañana amenazándonos. Y no tenemos cómo irnos, ya todos los camiones se han ido. No tengo dinero, mi hijo está enfermo. Necesitamos ayuda”.

Continúa…

Hambre, desesperación y miedo en Kenia

Los jardines de Moi se encuentran junto al centro de la ciudad de Karicho. Sin embargo, es tal el miedo de los desplazados, que no se animan a salir, que permanecen allí a pesar de la lluvia, de la falta de recursos. Temen a los que fueron sus antiguos vecinos. Temen a esos jóvenes kalenjin que se pasean por las inmediaciones, amenazantes.

“Vinieron por la noche y nos echaron. Después quemaron nuestra casa”, me dice Isack Nidchu, que es ingeniero y pertenece a la etnia kikuyu.

– “Yo nací aquí, soy de aquí, pero me tengo que ir”.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Tengo parientes en Nakuru. Iré con ellos y buscaré trabajo como ingeniero.

– ¿Y qué sientes hacia esos vecinos que te echaron de tu casa?

– No los odio, pero sí les tengo miedo. Nos queremos ir de aquí en cuanto sea posible.

Estos días, los periódicos recogen numerosas historias de familias que, al recibir a los desplazados, se están viendo sometidas a una enorme presión. Familias que, de diez o veinte integrantes, pasaron a tener cincuenta, sesenta. Carecen de espacio suficiente para dormir. Han tenido que sacar los cubiertos que usan para las bodas y las ocasiones especiales. Sufren escasez de comida.

Observo al hermano de Isack, que ordena la ropa que han podido rescatar, bajo el calor insoportable, en medio de polvo y el gentío. Acomoda los calcetines, las camisas en una caja de metal. Han creado una suerte de cerco con las maderas que rescataron de su vivienda, y han colocado las cosas de valor en el medio. Por las noches hacen guardia para que no les roben nada.

Sigo con mi cámara al hijo menor de Isack, que juega con un coche hecho de lata entre la gente, entre las tiendas. Según el periódico Daily Nation, más de 100 mil niños aún permanecen en los campos de desplazados. Expuestos a enfermedades, abusos. Sujetos a una gran presión emocional, por esa incertidumbre y ese miedo que perciben en sus padres.

Después me acerco a la mujer de Isack, que cocina para todos con la ración de maíz que les han dado en la Cruz Roja. La tienda que han armado está atiborrada de cosas. Cuadros, fotos de familia, adornos. Lo poco que han podido salvar del naufragio.

Junto a los jardines de Moi se encuentra la iglesia AC Karicho, desde la que la Cruz Roja organiza y distribuye la ayuda humanitaria para las 5.213 personas que aquí se han congregado.

Una joven, cuyo nombre es Mercy, recoge del suelo los granos de maíz que se ha caído de las bolsas de la Cruz Roja. Una imagen desgarradora, que habla de la desesperación y vulnerabilidad de esta gente, que en cuestión de horas perdió lo que había conseguido en toda una vida.

Al verme retratar a Mercy, uno de los pastores de la iglesia viene a regañarla indignado. Traje cruzado, zapatos de cuero. Manos en los bolsilos. Le dice que está dando una mala imagen del país, como si nadie la estuviera ayudando. Ella se disculpa y se va.

La secta mungiki decapita a sus adversarios en Kenia

Aprovecho la terrible situación de violencia tribal en Kenia, que tiene como principales protagonistas a los kikuyus y a los luo, para seguir escribiendo sobre los muginki, organización que se hizo famosa por decapitar a sus oponentes, beberse su sangre, y desmembrar a niños.

Tema esquivo y complejo el de las sectas secretas africanas, acerca del cual, siempre que desembarco en Nairobi, mi base en el continente, intento conseguir nueva información.

Como comentaba ayer, Hezekiah Ndura Waruinge, uno de los fundadores del grupo, afirma que surgieron en los años ochenta en forma de milicia popular, o escuadrones de la muerte, para proteger a los agricultores kikuyus en sus disputas territoriales con los masai y contra el gobierno de los kalenjin.

Dice que tomaron su modelo de organización de los guerrilleros mau mau, que lucharon contra el brutal poder colonial británico (sobre este periódico histórico os recomiendo el magnífico libro El mundo incierto de Vikram Lall).

En los años noventa, con el beneplácito del presidente Daniel arap Moi, los mungiki se trasladaron a Nairobi, donde se hicieron cargo por la fuerza del negocio de los matatu (minibuses) que como bólidos recorren la ciudad.

Se organizaron en células de 50 integrantes divididas a su vez en cinco patrullas. Y poco a poco, con el apoyo de políticos locales, se fueron haciendo cargo de otros negocios: la recogida de basura, la venta informal, la construcción ilegal.

En defensa de los «valores africanos»

Un rasgo que caracteriza a muchos de los miembros de la organización, en su mayor parte jóvenes kikuyus sin empleo, es que llevan el pelo a lo rasta. En teoría, su ideario se base en la defensa de los valores africanos y el desdén por toda influencia occidental, incluido el cristianismo. En las zonas bajo su control militan activamente a favor de la mutilación genital femenina, práctica prohibida por ley en Kenia y que se dejó de aplicar entre los kikuyus como consecuencia de la influencia de los misioneros occidentales.

En un artículo publicado en junio del 2007 por el New York Times, la encargada del distrito norte de Nairobi, Charity Bokindo, señala que va armada y lleva guardias de seguridad porque los mungiki la amenazaron con circuncidarla.

Los rituales de iniciación de los mungiki tienen lugar durante la noche, e incluyen el sacrificio de una cabra y la mezcla de su sangre con un brebaje de raíces silvestres que es bebido por todos. El hermetismo que rodea al grupo, y la violencia extrema de sus crímenes, le han hecho ganarse el calificativo de secta.

Según afirma Isabel Coello, corresponsal durante años de la agencia EFE en la región, los mungiki podrían contar con cuatro millones de seguidores, aunque la cifra que manejan las autoridades es de 500 mil integrantes.

Una organización criminal

Lo cierto es que más allá de sus supuestos “ideales africanistas”, y de la brutalidad inexplicable de sus crímenes, esta organización kikuyu actúa ante todo como un grupo criminal en toda regla. En Mathare, el segundo barrio de chabolas más grande de Nairobi, donde tienen su base de operaciones, empezaron a recolectar impuestos por el agua y la luz como si fuera la mafia siciliana. Hecho este que le valió la confrontación con los vecinos, que se organizaron en un grupo conocido como los Talibán (sin relación alguna con el islamismo).

También dominan el negocio de la venta de alcohol ilegal conocido como changaá, que en tantos casos a provocando ceguera a quienes lo beben (y que es más fuerte que el buzaá que bebo en el primer vídeo de Un día más con vida). Todo este entramado mafioso ha hecho que sus líderes amasaran verdaderas fortunas.

Pero su influencia además se extiende a ciertas zonas periféricas, donde aterrorizan a la población, y mantiene su poder a través de asesinatos horrendos. No es poca la gente que en Kenia cree que los mungiki cuentan con el apoyo de algunos políticos, ya que constituyen una importante fuerza de choque. Un apoyo que jugaría en contra a la hora de tratar de desarticular al grupo.

Guerra abierta y miles de muertos

En el año 2002, más de cincuenta personas murieron en enfrentamientos entre los conductores de matatus y los mungiki. Fue entonces cuando la justicia declaró ilegal a la organización. Entre los crímenes que se le achacan, está el asesinato de una familia estadounidense: Jane Kurua y sus dos hijas, que está siendo investigado por el FBI.

A lo largo del 2007 la violencia se ha recrudecido. Según el Washington Post, panfletos de los mungiki llamando a la gente a levantarse contra el poder y a recuperar los valores morales de antaño fueron repartidos por Nairobi.

Se cree que formaba parte de una estrategia de los mungiki para caldear el ambiente antes de las elecciones, ya que el candidato luo Raila Odinga era el favorito para ganar. En junio de 2007, en los distritos de Muranga y Kiambu, a unos cincuenta kilómetros a Nairobi, seis personas fueron decapitadas por los mungiki.

Organizaciones de derechos humanos como Aministía Internacional denuncian las matanzas indiscriminadas de la policía en su lucha contra los mungiki. En noviembre de 2007, la ONG Oscar Foundation Free Legal Aid Clinic-Kenya señaló que ocho mil personas habían sido asesinadas en cinco años, y que otras cuatro mil habían desaparecido.

Un drama africano

Ahora que la violencia tribal se ha apoderado de Kenia, algunos periódicos como el Herald Tribune han informado que los mungiki están encabezando a la respuesta contra los luo, que han matado a centenares de personas en los últimos días.

Aunque invisibles para el ojo del viajero occidental que llega a Kenia, país próspero como pocos en la región, para hacer el safari de rigor en Masai Mara, lo cierto es que las sociedades secretas como los mungiki tienen una larga historia en África, y hablan de la pobreza, la frustración, el tribalismo, la falta de educación y las oscuras tramas de poder político y corrupción que asolan al continente.