Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Hambre, desesperación y miedo en Kenia

Los jardines de Moi se encuentran junto al centro de la ciudad de Karicho. Sin embargo, es tal el miedo de los desplazados, que no se animan a salir, que permanecen allí a pesar de la lluvia, de la falta de recursos. Temen a los que fueron sus antiguos vecinos. Temen a esos jóvenes kalenjin que se pasean por las inmediaciones, amenazantes.

“Vinieron por la noche y nos echaron. Después quemaron nuestra casa”, me dice Isack Nidchu, que es ingeniero y pertenece a la etnia kikuyu.

– “Yo nací aquí, soy de aquí, pero me tengo que ir”.

– ¿Y qué vas a hacer?

– Tengo parientes en Nakuru. Iré con ellos y buscaré trabajo como ingeniero.

– ¿Y qué sientes hacia esos vecinos que te echaron de tu casa?

– No los odio, pero sí les tengo miedo. Nos queremos ir de aquí en cuanto sea posible.

Estos días, los periódicos recogen numerosas historias de familias que, al recibir a los desplazados, se están viendo sometidas a una enorme presión. Familias que, de diez o veinte integrantes, pasaron a tener cincuenta, sesenta. Carecen de espacio suficiente para dormir. Han tenido que sacar los cubiertos que usan para las bodas y las ocasiones especiales. Sufren escasez de comida.

Observo al hermano de Isack, que ordena la ropa que han podido rescatar, bajo el calor insoportable, en medio de polvo y el gentío. Acomoda los calcetines, las camisas en una caja de metal. Han creado una suerte de cerco con las maderas que rescataron de su vivienda, y han colocado las cosas de valor en el medio. Por las noches hacen guardia para que no les roben nada.

Sigo con mi cámara al hijo menor de Isack, que juega con un coche hecho de lata entre la gente, entre las tiendas. Según el periódico Daily Nation, más de 100 mil niños aún permanecen en los campos de desplazados. Expuestos a enfermedades, abusos. Sujetos a una gran presión emocional, por esa incertidumbre y ese miedo que perciben en sus padres.

Después me acerco a la mujer de Isack, que cocina para todos con la ración de maíz que les han dado en la Cruz Roja. La tienda que han armado está atiborrada de cosas. Cuadros, fotos de familia, adornos. Lo poco que han podido salvar del naufragio.

Junto a los jardines de Moi se encuentra la iglesia AC Karicho, desde la que la Cruz Roja organiza y distribuye la ayuda humanitaria para las 5.213 personas que aquí se han congregado.

Una joven, cuyo nombre es Mercy, recoge del suelo los granos de maíz que se ha caído de las bolsas de la Cruz Roja. Una imagen desgarradora, que habla de la desesperación y vulnerabilidad de esta gente, que en cuestión de horas perdió lo que había conseguido en toda una vida.

Al verme retratar a Mercy, uno de los pastores de la iglesia viene a regañarla indignado. Traje cruzado, zapatos de cuero. Manos en los bolsilos. Le dice que está dando una mala imagen del país, como si nadie la estuviera ayudando. Ella se disculpa y se va.

La secta mungiki decapita a sus adversarios en Kenia

Aprovecho la terrible situación de violencia tribal en Kenia, que tiene como principales protagonistas a los kikuyus y a los luo, para seguir escribiendo sobre los muginki, organización que se hizo famosa por decapitar a sus oponentes, beberse su sangre, y desmembrar a niños.

Tema esquivo y complejo el de las sectas secretas africanas, acerca del cual, siempre que desembarco en Nairobi, mi base en el continente, intento conseguir nueva información.

Como comentaba ayer, Hezekiah Ndura Waruinge, uno de los fundadores del grupo, afirma que surgieron en los años ochenta en forma de milicia popular, o escuadrones de la muerte, para proteger a los agricultores kikuyus en sus disputas territoriales con los masai y contra el gobierno de los kalenjin.

Dice que tomaron su modelo de organización de los guerrilleros mau mau, que lucharon contra el brutal poder colonial británico (sobre este periódico histórico os recomiendo el magnífico libro El mundo incierto de Vikram Lall).

En los años noventa, con el beneplácito del presidente Daniel arap Moi, los mungiki se trasladaron a Nairobi, donde se hicieron cargo por la fuerza del negocio de los matatu (minibuses) que como bólidos recorren la ciudad.

Se organizaron en células de 50 integrantes divididas a su vez en cinco patrullas. Y poco a poco, con el apoyo de políticos locales, se fueron haciendo cargo de otros negocios: la recogida de basura, la venta informal, la construcción ilegal.

En defensa de los «valores africanos»

Un rasgo que caracteriza a muchos de los miembros de la organización, en su mayor parte jóvenes kikuyus sin empleo, es que llevan el pelo a lo rasta. En teoría, su ideario se base en la defensa de los valores africanos y el desdén por toda influencia occidental, incluido el cristianismo. En las zonas bajo su control militan activamente a favor de la mutilación genital femenina, práctica prohibida por ley en Kenia y que se dejó de aplicar entre los kikuyus como consecuencia de la influencia de los misioneros occidentales.

En un artículo publicado en junio del 2007 por el New York Times, la encargada del distrito norte de Nairobi, Charity Bokindo, señala que va armada y lleva guardias de seguridad porque los mungiki la amenazaron con circuncidarla.

Los rituales de iniciación de los mungiki tienen lugar durante la noche, e incluyen el sacrificio de una cabra y la mezcla de su sangre con un brebaje de raíces silvestres que es bebido por todos. El hermetismo que rodea al grupo, y la violencia extrema de sus crímenes, le han hecho ganarse el calificativo de secta.

Según afirma Isabel Coello, corresponsal durante años de la agencia EFE en la región, los mungiki podrían contar con cuatro millones de seguidores, aunque la cifra que manejan las autoridades es de 500 mil integrantes.

Una organización criminal

Lo cierto es que más allá de sus supuestos “ideales africanistas”, y de la brutalidad inexplicable de sus crímenes, esta organización kikuyu actúa ante todo como un grupo criminal en toda regla. En Mathare, el segundo barrio de chabolas más grande de Nairobi, donde tienen su base de operaciones, empezaron a recolectar impuestos por el agua y la luz como si fuera la mafia siciliana. Hecho este que le valió la confrontación con los vecinos, que se organizaron en un grupo conocido como los Talibán (sin relación alguna con el islamismo).

También dominan el negocio de la venta de alcohol ilegal conocido como changaá, que en tantos casos a provocando ceguera a quienes lo beben (y que es más fuerte que el buzaá que bebo en el primer vídeo de Un día más con vida). Todo este entramado mafioso ha hecho que sus líderes amasaran verdaderas fortunas.

Pero su influencia además se extiende a ciertas zonas periféricas, donde aterrorizan a la población, y mantiene su poder a través de asesinatos horrendos. No es poca la gente que en Kenia cree que los mungiki cuentan con el apoyo de algunos políticos, ya que constituyen una importante fuerza de choque. Un apoyo que jugaría en contra a la hora de tratar de desarticular al grupo.

Guerra abierta y miles de muertos

En el año 2002, más de cincuenta personas murieron en enfrentamientos entre los conductores de matatus y los mungiki. Fue entonces cuando la justicia declaró ilegal a la organización. Entre los crímenes que se le achacan, está el asesinato de una familia estadounidense: Jane Kurua y sus dos hijas, que está siendo investigado por el FBI.

A lo largo del 2007 la violencia se ha recrudecido. Según el Washington Post, panfletos de los mungiki llamando a la gente a levantarse contra el poder y a recuperar los valores morales de antaño fueron repartidos por Nairobi.

Se cree que formaba parte de una estrategia de los mungiki para caldear el ambiente antes de las elecciones, ya que el candidato luo Raila Odinga era el favorito para ganar. En junio de 2007, en los distritos de Muranga y Kiambu, a unos cincuenta kilómetros a Nairobi, seis personas fueron decapitadas por los mungiki.

Organizaciones de derechos humanos como Aministía Internacional denuncian las matanzas indiscriminadas de la policía en su lucha contra los mungiki. En noviembre de 2007, la ONG Oscar Foundation Free Legal Aid Clinic-Kenya señaló que ocho mil personas habían sido asesinadas en cinco años, y que otras cuatro mil habían desaparecido.

Un drama africano

Ahora que la violencia tribal se ha apoderado de Kenia, algunos periódicos como el Herald Tribune han informado que los mungiki están encabezando a la respuesta contra los luo, que han matado a centenares de personas en los últimos días.

Aunque invisibles para el ojo del viajero occidental que llega a Kenia, país próspero como pocos en la región, para hacer el safari de rigor en Masai Mara, lo cierto es que las sociedades secretas como los mungiki tienen una larga historia en África, y hablan de la pobreza, la frustración, el tribalismo, la falta de educación y las oscuras tramas de poder político y corrupción que asolan al continente.

Kenia y el peligroso juego del odio étnico

Kibera, el barrio de chabolas más grande del mundo, que en tantas ocasiones hemos visitado en este blog, ha sido uno de los principales escenarios de los enfrentamientos tribales que están sacudiendo a Kenia desde las cuestionadas elecciones del pasado fin de semana y que ya han dejado decenas de muertos por todo el país.

El lunes, centenares de soldados armados con ametralladoras, y protegidos por helicópteros, entraron por la parte alta de Kibera. Los esperaban grupos de jóvenes con barras de metal y palos de madera que, según el periódico The Independent, cantaban: “No nos rendiremos sin Agwambo”, palabra en idioma kiswahili que quiere decir “guerrero”, y que la usan para referirse a Raila Odinga, el candidato presidencial al que supuestamente le robaron las elecciones.

Pero el conflicto va más allá de las irregularidades en las votaciones denunciadas por los observadores de la Unión Europea. El actual presidente, Mwai Kibaki, que habría ganado la posibilidad de un nuevo mandato, pertenece a la tribu de los kikuyus. Y Raila Odinga, su adversario, que en teoría perdió por un estrecho margen, y al que muchos kenianos consideran “el presidente del pueblo”, forma parte de la tribu de los luo.

Un conflicto tribal

Las diferencias físicas entre ambos grupos, los kikuyus y los luo, resultan casi imposibles de distinguir para un extranjero. Eso sí, en pocas conversaciones que he mantenido con personas de estas etnias, las diferencias culturales y de idiosincracia no han tardado en salir a flote resaltadas por ellas mismas.

Los kikuyus, grupo mayoritario en Kenia, que alcanza el 20% de la población, han detentado las más grandes parcelas de poder político y económico desde la independencia en 1963. Jomo Kenyatta, el padre de la lucha contra la dominación británica, y primer presidente del país, supo sacar rédito a las diferencias étnicas y sistemáticamente benefició a los kikuyus en detrimento de otros grupos. Una práctica nada extraña en África, donde el nepotismo tribal está a la orden del día.

Una práctica que continuaron los dos presidentes que lo sucedieron, el corrupto hasta la médula Daniel arap Moi, que pertenecía a la tribu kalenjín, y el actual supuesto ganador, otro kikuyu: Mwai Kibaki.

Esta preeminencia de los kikuyus ha hecho que los luo, el segundo grupo en importancia numérica del país, se sintieran siempre marginados. La capital de su territorio, Kisumu – donde han muerto decenas de personas en las últimas horas -, ha sido relegada una y otra vez a la hora de recibir inversiones. Aunque es la tercera ciudad en tamaño del país, tuvo que cerrar el aeropuerto por falta de dinero para reparar la pista de aterrizaje.

Las posibilidades de ganar las últimas elecciones les hicieron soñar a los luo en un cambio en las relaciones de poder, en un avance en la justicia social. Por eso muchos de los jóvenes que marchaban armados por Kibera gritaban: “¡Suficiente para los kikuyus!”.

El peligro de una guerra civil

A diferencia de sus vecinos en la región, Kenia no ha sufrido grandes enfrentamientos civiles, algo que sí ha sucedido en Uganda, Somalia y Sudán, y que ha causado millones de muertos. Exceptuando las luchas tribales por los recursos naturales en la zona de Monte Elgón, que han tenido lugar a lo largo de los últimos años, los 42 grupos tribales del país han sabido vivir en relativa calma.

Las decenas de víctimas mortales que se están acumulando podrían llevar al país a una escalada de violencia tribal de difícil retorno si la situación no se calma en los próximos días. Los 40 muertos ayer en una iglesia de Eldoret, que fallecieron quemados vivos, recuerda demasiado al genocidio de Ruanda.

Todo dependerá de la capacidad de negociación, y de anteponer el bienestar general a sus propios intereses partidistas y tribales, de los dos principales líderes: Raila Odinga y Mwai Kibaki. Como aspecto positivo cabe destacar que la sociedad keniana no está plagada de armas como sucede en Sudán y en Somalia.

Un enfoque que los políticos kenianos deberán tener en cuenta es que la mayor parte de la violencia ha estallado en barrios marginales como Kibera o Mathate. Por lo que la gente, más allá de las tribus, de lo que está harta es de vivir en la miseria, casi sin oportunidades, olvidada, entre la mierda, y lo que desea profundamente es que se terminen los privilegios y la corrupción que impiden la distribución de la riqueza y el funcionamiento eficiente de los servicios públicos.