Viaje a la guerra Viaje a la guerra

Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Una temporada en el bonaerense Fuerte Apache: los niños

La cantidad de niños que se encuentra en determinados lugares parece directamente proporcional a los niveles de violencia y pobreza que en ellos se sufre.

Pienso en Gaza, donde después de cada bombardeo aparecían hordas de pequeños para ser testigos de la destrucción y la muerte provocada por los misiles israelíes.

Recuerdo Kibera, el barrio de chabolas más grande de África, donde resulta imposible caminar sin que aparezcan de entre las montañas de basura y las cloacas a cielo abierto los que niños que te siguen, que te saludan emocionados, repitiendo la misma frase: how-are-you?, how-are-you?

Seguramente se trata de una cuestión de crecimiento demográfico, tan acentuado en los países del sur – si bien, como señalaba hace unos meses The Economist, la tasa de fertilidad ha comenzado a descender en África -, lo que hace masiva y constante la presencia de niños en estos lugares.

Pero también hay una suerte de lógica que he notado a lo largo de los años, que espero que no suene demasiado cursi o arbitraria: mientras más se manifiestan la miseria y la muerte, mayor resulta la pasión de la vida por no claudicar.

Supongo que es la fuerza irrefrenable de nuestro instinto de supervivencia. El mismo que ha permitido a nuestra especie perpetuarse a lo largo del tiempo, más allá de guerras, hambrunas y terremotos.

Este contraste entre los niños y la violencia y la pobreza, me encuentra hoy nuevamente en el Fuerte Apache, unas de las localidades más conflictivas del gran Buenos Aires, que tuvo que ser intervenida por la gendarmería nacional ante la imposibilidad de la policía de mantenerla bajo control. La cuna también del famoso futbolista Carlos Tévez.

En una de las últimas plantas de las torres, que forman conjuntos llamados “nudos”, entrevistamos a varios jóvenes que se dedican a robar, que nos muestran sus armas.

Salimos a toda prisa y nos encontramos en el pasillo – cubierto por pintadas, apuntalado por columnas de metal – a un pequeño llamado Lucas, que mira fascinado nuestras cámaras (foto 1). Segundos después aparece su hermana, Estela, que nos a enseña su cachorro (foto 2).

Corremos hacia abajo por las escaleras. Los jóvenes armados nos meten prisas, nos piden que no paremos, «dale, dale, sigan loco». Nos cruzamos con más niños que juegan en las puertas de sus apartamentos, que nos miran sonrientes, sorprendidos, al pasar (foto 3). A lo lejos se escuchan disparos. En los patios que unen los edificios se acumulan los montículos de basura y los esqueletos de los coches robados.

Dejamos atrás un nudo de torres y cruzamos un parque en el que juegan más niños (foto 4). Los jóvenes armados nos siguen haciendo de guías. No lo sabemos aún pero doscientos metros más adelante nos encontraremos de frente con una redada de la gendarmería. Decenas de niños saldrán de sus casas para ver cómo los gendarmes cachean a los muchachos.

Fotos: HZ

Niños de barro en la guerra del Congo

Parto al alba en patrulla con una misión paquistaní de la MONUC, la fuerza de paz de 17.000 efectivos articulada por el Consejo de Seguridad de la ONU para la República Democrática del Congo.

Música de Bollywood en la radio del Land Rover. Algunas palabras sueltas en urdu cuyo significado logro descifrar. Y una parada, a medio camino, para comer curry de verduras con parathas. Sin rozar el borde, los soldados, llegados desde Cachemira, Karachi y Lahore, se pasan un vaso rebosante de pani.

A medida que avanzamos por la carretera, los niños nos saludan. “MONUC, MUNUC”, gritan levantando las manos, para pedir a continuación a los efectivos de la ONU que les regalen unas galletas. “Donne moi biscuit”, exclaman, con voz atiplada, como si fuera una suerte de canción infantil.

Entre el polvo y el lodo

Decía el gran fotógrafo Philip Jones Griffiths que existen dos clases de guerra: las de arena y las del barro.

Hace un mes, en un conflicto armado de fino polvo que se metía en las cámaras, en la ropa, vivía cada día la misma situación cuando salía a acompañar en sus patrullas por el valle afgano del Tagab a los miembros del 101 Batallón Aerotransportado de EEUU.

Jóvenes soldados llegados desde Texas, Misisipi o Alabama, habían bautizado a los pequeños como los “niños del polvo”. Y, con el tiempo, habían dejado de regalarles bolígrafos o botellas de agua asustados por la temeridad con que corrían junto a los blindados MRAP y a los humvees, por miedo a que terminaran bajo sus ruedas.

Perplejidad

Ahora, en medio de la tierra roja y húmeda de los bosques que pueblan los Kivus, y a miles de kilómetros de distancia de la frontera entre Afganistán y Pakistán, son otros niños los que levantan las manos para pedir a los militares que les hagan un regalo, los que se acercan demasiado al paso de los convoyes.

Tanto es así que por momentos cierro los ojos, pues nos movemos a tal velocidad, sin aminorar la marcha al paso por las aldeas, que el advenimiento de una desgracia parece escrito.

Esos niños de barro que a veces imagino que nos ven a los adultos, que vamos de un lado a otro con nuestros armamentos, nuestros coches blindados y nuestras banderas de colores, como un atajo de meritorios incompetentes, incapaces de un solo gesto de sentido común, de hacer algo concreto, eficiente, para terminar con la violencia en el mundo.