La cantidad de niños que se encuentra en determinados lugares parece directamente proporcional a los niveles de violencia y pobreza que en ellos se sufre.
Pienso en Gaza, donde después de cada bombardeo aparecían hordas de pequeños para ser testigos de la destrucción y la muerte provocada por los misiles israelíes.
Recuerdo Kibera, el barrio de chabolas más grande de África, donde resulta imposible caminar sin que aparezcan de entre las montañas de basura y las cloacas a cielo abierto los que niños que te siguen, que te saludan emocionados, repitiendo la misma frase: how-are-you?, how-are-you?
Seguramente se trata de una cuestión de crecimiento demográfico, tan acentuado en los países del sur – si bien, como señalaba hace unos meses The Economist, la tasa de fertilidad ha comenzado a descender en África -, lo que hace masiva y constante la presencia de niños en estos lugares.
Pero también hay una suerte de lógica que he notado a lo largo de los años, que espero que no suene demasiado cursi o arbitraria: mientras más se manifiestan la miseria y la muerte, mayor resulta la pasión de la vida por no claudicar.
Supongo que es la fuerza irrefrenable de nuestro instinto de supervivencia. El mismo que ha permitido a nuestra especie perpetuarse a lo largo del tiempo, más allá de guerras, hambrunas y terremotos.
Este contraste entre los niños y la violencia y la pobreza, me encuentra hoy nuevamente en el Fuerte Apache, unas de las localidades más conflictivas del gran Buenos Aires, que tuvo que ser intervenida por la gendarmería nacional ante la imposibilidad de la policía de mantenerla bajo control. La cuna también del famoso futbolista Carlos Tévez.
En una de las últimas plantas de las torres, que forman conjuntos llamados “nudos”, entrevistamos a varios jóvenes que se dedican a robar, que nos muestran sus armas.
Salimos a toda prisa y nos encontramos en el pasillo – cubierto por pintadas, apuntalado por columnas de metal – a un pequeño llamado Lucas, que mira fascinado nuestras cámaras (foto 1). Segundos después aparece su hermana, Estela, que nos a enseña su cachorro (foto 2).
Corremos hacia abajo por las escaleras. Los jóvenes armados nos meten prisas, nos piden que no paremos, «dale, dale, sigan loco». Nos cruzamos con más niños que juegan en las puertas de sus apartamentos, que nos miran sonrientes, sorprendidos, al pasar (foto 3). A lo lejos se escuchan disparos. En los patios que unen los edificios se acumulan los montículos de basura y los esqueletos de los coches robados.
Dejamos atrás un nudo de torres y cruzamos un parque en el que juegan más niños (foto 4). Los jóvenes armados nos siguen haciendo de guías. No lo sabemos aún pero doscientos metros más adelante nos encontraremos de frente con una redada de la gendarmería. Decenas de niños saldrán de sus casas para ver cómo los gendarmes cachean a los muchachos.
Fotos: HZ