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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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Un refugio del sida en Soweto

Seguimos a Milred a lo largo de un día, desde que se levanta hasta que se acuesta, para conocer cómo es la realidad cotidiana de los huérfanos del sida. A primera hora sale de su casa y avanza a través de las casetas de chapa y cartón de Soweto.

Media hora de caminata la conduce hasta el Masibambisane Centre for Aids Orphans. Un centro de acogida financiado por la fundación del músico Elton John, en el que 180 niños, desde bebés hasta adolescentes, que han perdido a sus padres a causa del VIH, reciben educación, comida y afecto para tratar de superar así los traumas del pasado y aspirar a un futuro próspero, lejos de la soledad y la miseria.

Hoy la clases de Milred comienzan en la sala de informática. La dejo y recorro el centro que, con sus paredes pintadas de colores llamativos, su limpieza y prosperidad, contrasta con la decadencia del barrio en el que se encuentra inmerso. Aulas abarrotadas de jóvenes. Un área de juegos, con campo de fútbol. Y luego una zona donde reciben formación profesional centrada en la agricultura.

El lugar que mayor fascinación me causa es el aula de los niños más pequeños. Allí encuentro a Eunice Mahlangu, la directora del Masibambisane Centre for Aids Orphans. Una mujer de 35 años, trabajadora social de formación, que deslumbra por su optimismo, por su sonrisa sincera y contagiosa.

Además de dirigir el centro de acogida, Eunice sale periódicamente a recorrer los barrios de chabolas de Soweto. Sigue de cerca a numerosas abuelas que, tras el fallecimiento de sus hijas por culpa del sida, se han quedado a cargo de sus nietos y bisnietos. Las visita en sus casas, les lleva comida, como también hace con Milred. En los últimos meses ha creado un grupo de apoyo en Masibambisane para que estas mujeres se puedan encontrar, intercambiar sus experiencias y sumar fuerzas.

La más anciana de todas es la abuela Elizabeth. Una empleada doméstica de sesenta y dos años que está al frente de sus veintidós nietos y bisnietos. Le pregunto a Eunice si es posible ir a visitar a esta mujer a su casa. Y me responde que no habrá problema.

Suena la llamada al recreo. Un ahogado clamor, un irrefrenable ajetreo y los niños salen a jugar. Mi querido amigo Jerry, con su metro noventa de altura y sus cien kilos, hace girar a los pequeños en las hamacas con tal fuerza que vuelan imperables por el aire, riendo, pidiéndole que no se detenga.

Yo busco un lugar en el césped y saco el ordenador para ganar tiempo y descargar las fotos de la cámara. Curiosos, algunos niños se van congregando a mi alrededor. Y cuando se descubren en las imágenes que se suceden en la pantalla sonríen, se toman el pelo, «mira, mira cómo has salido», bromean.

A pesar de la algarabía que me rodea, durante unos instantes tomo distancia y pienso en que cada uno de ellos, incluída Milred, padece una historia terrible de pérdida y privación. Son niños a los que el sida ha dejado solos en este mundo.