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Hernán Zin está de viaje por los lugares más violentos del siglo XXI.El horror de la guerra a través del testimonio de sus víctimas.

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El médico que lucha por las mujeres violadas del Congo

“Algunos meten cuchillos y palos afilados en las vaginas de las mujeres después de violarlas, otros emplean pistolas”, afirma el doctor Denis Mukwege, en su despacho del hospital Panzi. “Los que hacen esto no son seres humanos, son depredadores”.

Comenzó a descubrir los primeros actos de violencia sexual en 1999, durante la Segunda Guerra del Congo. Al año siguiente vio cómo el número de víctimas se multiplicaba, superando el centenar. Un patrón se repetía en cada una de ellas. “No eran sólo violaciones, sino actos barbáricos”, explica.

Esclavitud, tortura y sida

Según hemos conocido en este blog a través del testimonio de seis víctimas, las principales características de estos actos contra las mujeres del Congo son:

1. Se las viola frente a sus maridos, hijos y vecinos. No en pocas ocasiones estos son también abusados y asesinados. Las violaciones suelen ser perpetradas por grupos de hombres armados.

2. En otros casos, estos actos tienen lugar en sitios públicos, frente a la comunidad. El objetivo podría ser propagar el miedo entre los moradores de la aldea, mandarles un mensaje claro para que abandonen sus casas y terrenos.

3. Sintiéndose deshonrados, suele suceder que los maridos que presencian o tienen noticia de las vejaciones, abandonen a sus esposas. Además de los traumas que han padecido, luego ellas se encuentran solas. De este modo, el tejido social se fragmenta.

4. Asimismo ocurre que los soldados se llevan a las mujeres a sus campamentos, donde las convierten en esclavas sexuales. Allí las obligan a cocinar, a lavar la ropa, además de violarlas de forma sistemática (como en el caso de Nsimire). Se calcula que el 40% de las víctimas, de entre 8 y 18 años, pasan por esta situación.

5. A los niños y adultos los emplean para transportar el botín hasta el cuartel. En el camino, o al llegar, los asesinan. De este modo, intentan mantener oculto el lugar en el que se esconden. Solo preservan con vida a las mujeres que desean convertir en esclavas.

6. Un patrón que se repite en infinidad de ocasiones: después de violarlas usan palos, botellas rotas, machetes y cuchillos para destruirles los genitales. Una forma, en este conflicto en el que el control de la tierra y los recursos naturales parece tan importante, de acabar de lleno con la comunidad local, a través de la destrucción de su base, de su pilar fundamental: las mujeres. Según Human Rights Watch, el 30% de las víctimas sufre esta clase tortura (como le ocurrió a Vumilia).

7. En otras circunstancias, la violencia se vuelve aún más extrema, si es que cabe. Se les dispara, se la quema, se les corta los brazos. Se han registrado numerosos casos, asimismo, de mujeres que se han contagiado el VIH como consecuencia de las violaciones. El 30% de las pacientes que pasan por el hospital Panzi, tienen sida (como le sucede a Mungere).

8. También respondiendo a este deseo de control étnico, tribal, de las zonas en disputa, los soldados dejan embarazadas a las jóvenes. Dando lugar así a la terrible paradoja: el niño que la mujer tendrá que criar a lo largo de su vida, es hijo del hombre que la violó y que asesinó a su familia (realidad también de Nsimire).

Salvar a las mujeres

La fístula obstétrica, como ya hemos visto en anteriores entradas, es una fisura entre el recto, la vagina y la vejiga que provoca incontinencia en las mujeres, que las condena a la marginación social y el dolor crónico.

La mayoría de estas lesiones son consecuencia de la malnutrición, de la falta de atención médica y de los embarazos prematuros. Los cuerpos de las jóvenes no están aún listos para dar a luz. Y, durante el parto, el bebé les causa un daño que, normalmente, se puede subsanar con una simple operación. En Etiopía, el país de África con mayor número de casos, son más de cien mil las mujeres que la padecen.

Las mujeres congoleñas cuyos cuerpos se han convertido en el campo de batalla de las milicias – desde los hutus del FDRL, pasando por los tutsis de Laurent Nkunda, hasta los grupos locales Mai Mai y el propio ejército regular del país -, sufren la fístula debido a los objetos que se les meten en el aparato reproductor. Su reconstrucción, cuando es posible, resulta mucho más compleja.

Hoy, nueve años más tarde, el doctor Mukwge recibe diez nuevas pacientes cada día. Junto a su equipo del hospital Panzi, pionero en el país en esta clase de intervenciones, lucha por intentar recuperarlas, por deshacer el tremendo daño causado por los soldados. Hasta ahora han tratado a 3.500 mujeres.

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Arrancar las semillas de las mujeres del Congo

Las mujeres aguardan en la sala de preoperatorio del hospital Panzi, en silencio, con la mirada perdida en el techo o en alguna de las ventanas que miran al jardín. Sólo una de ellas levanta la voz.

Susurra una canción tradicional que se abre paso a través de las sábanas, de las mosquiteras, de las tablillas con los nombres y datos vitales de cada paciente. Una voz atiplada, dulce, cargada de melancolía.

En la entrada me piden que me saque las zapatillas y que me ponga unas pantuflas de cuero. Allí encuentro dos mujeres sentadas en un banco de madera. Una debe tener sesenta años, la otra es joven, una adolescente.

Serán las próximas en ser operadas. En sus rostros, pálidos, compungidos, se nota el miedo a la intervención a la que serán sometidas en cuestión de minutos.

El quirófano

Me llevan a un vestuario. Allí me veo obligado a sacarme la ropa y a vestirme como un médico: camisa blanca, pantalones verdes, gorra y mascarilla.

La última vez que hice esto fue justamente hace dos años, en Gaza, durante la operación israelí Lluvia de Verano, cuando decenas de civiles llegaban mutilados al hospital Al Shifa, entre los que se contaba aquel hombre, Jader Al Magary, cuya terrible historia hemos conocido en este blog.

El personal del hospital se muestra atento, sumamente profesional. “Si filmas a la paciente no puedes filmar las heridas que tiene, y viceversa”, me advierte el cirujano, rodeado de asistentes, de tubos llenos de sangre, de pinzas y vasijas. “En teoría, la operación de fístula es sencilla, en veinte minutos se termina. Pero en el caso de las mujeres violadas, resulta mucho más complicada. Tenemos que reconstruirle el aparato reproductor”.

Más que cualquier testimonio o entrevista, este encuentro me permite comprender la verdadera dimensión del padecer físico de estas mujeres, el horror que sufren, que se muestra también en sus rostros, sedados por la anestesia, aunque no inconscientes, mientras los médicos se sumergen entre sus piernas para tratar de sanar aquello que los hombres les hicieron, no contentos con violarlas en grupo, con humillarlas, con matar a sus familiares, al insertarles palos, cuchillos, en los genitales.

Matar la semilla

El olor a desinfectante, las luces blancas que cuelgan sobre el quirófano, y el recuerdo de una frase que me dijo Christine Schuler Deschryver, infatigable activista contra la violencia en los Kivus: “La mujer es la base de la sociedad. Y la destruyen para destruir a la sociedad. Es una forma de expulsar a la gente de sus pueblos para hacerse con el control de los cultivos, de las materias primas. Es una forma de terrorismo”.

Pienso asimismo en un libro que leí de joven, Arrancad las semillas, matad a los niños, la primera obra del escritor japonés Kenzaburō Ōe, que tiene a África como telón de fondo, como escapatoria, como mito. Matar la semilla de las mujeres, de la sociedad, arrancarlas de cuajo, para destruirlas.

Fuera, en la sala de postoperatorio, mujeres que tejen, que conversan, que avanzan doloridas tomadas a una bolsa de suero. Y la misma pregunta que me trajo al Congo para conocer su realidad, y que quizás ya empiece a responder: ¿Cómo vivir después de semejante horror? ¿Cómo seguir adelante?

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El bosque de las mujeres que aguardan

No resulta sencillo dar con el doctor Dennis Mukwege. Cuando no está en la sala de operaciones, se encuentra reunido en su despacho o fuera del país. Su secretario me pide que aguarde. Y así lo hago, durante horas, en los abarrotados pasillos del hospital Panzi, principal centro de referencia del Congo para mujeres víctimas de violaciones.

Finalmente, cuando me recibe, experimento la misma sensación que tuve hace años, en la primera entrevista que realicé a Mohammed Yunnus, el padre de los microcréditos y posterior premio Nobel de la paz. Me digo que, tarde o temprano, este hombre dará que hablar en el mundo, por su compromiso moral, su labor humanitaria y su carisma.

Enfundado en una bata blanca, alto, corpulento, mira su agenda y me dice que vuelva dentro de nueve días, que entonces le formularé cuantas preguntas quiera.

Podría resultar desalentadora la espera, pero no lo es, ya que también me autoriza para que comience a filmar en el hospital, desde las salas de urgencias hasta los quirófanos; para que hable con médicos, enfermeras y pacientes.

La espera

En la parte posterior del centro de salud encuentro el área donde las mujeres aguardan a ser operadas. Una suerte de galpón donde realizan labores manuales, donde se les da de comer.

Y, alrededor, se halla un breve bosque en el que acampan junto a sus niños y pertenencias. Algo muy común en los hospitales de los países pobres, cuyas inmediaciones se suelen convertir casi siempre en improvisados poblados.

Las pacientes sufren fístulas obstétricas. Una lesión entre la vagina y el recto y la vejiga que las condena al dolor perpetuo y la incontinencia. Mal acerca del cual ya he hablamos en Viaje a la guerra al conocer la labor de Becky Kiser en Etiopía.

Allí se trataba de mujeres que la sufrían como consecuencia de la malnutrición y de los partos prematuros. En el hospital Panzi, la mayoría la padecen por culpa de las violaciones, de los objetos que los abusadores les introdujeron en los genitales.

Muchas han tenido que caminar durante semanas para llegar aquí, como Jeanne Mukuninwa, a la que ya le han practicado cinco operaciones. Y para no pocas, el bosque es también el sitio donde fueron abusadas por las milicias, donde permanecieron como esclavas sexuales durante meses.

Las mujeres conversan, tejen, al tiempo en que los niños corren, juegan, entre los árboles. El viento mece la ropa que han colgado a secar. Al fondo, un gran edificio blanco alberga el preoperatorio y el quirófano.

Diez de ellas ingresan allí cada día para que los médicos intenten reparar el brutal daño que les causaron los soldados. Médicos formados por el doctor Mukwege en colaboración, causalmente, con el Hospital de Fístula de Addis Abeba.

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La guerra contra las mujeres del Congo: Jeanne Mukuninwa

“Seis soldados entraron a nuestra casa. A mi tío le cortaron los brazos y lo pusieron sobre un tronco como si estuviera crucificado. A mis hermanos los dejaron ir. Y a mí me llevaron con ellos”, comienza su relato Jeanne Mukuninwa, que acaba de cumplir 20 años.

“Me dejaban tirada fuera de la choza, a la intemperie, atada de pies y manos. No les importaba que lloviera, que hiciera frío. Me violaban todos los días. Sólo uno de ellos tenía misericordia de mí y a veces me daba de comer un poco de harina de casava”, continúa la descripción del mes que pasó como esclava sexual de las milicias hutus del FDRL en la región de Shabunda.

“Cuando vieron que me estaba por morir me cogieron de los brazos y me arrojaron junto al camino, aunque antes de eso me hicieron mucho daño”, explica Jeanne.

El daño que le provocaron es el responsable de que lleve tres años en el hospital de Panzi, donde el doctor Mukwege y su equipo le han realizado cinco operaciones para tratar de reconstruirle los órganos genitales.

Antes de dejarla ir, los soldados se enseñaron con ella en una tortura que practican de forma habitual a las mujeres violadas: introducirles objetos punzantes en la vagina y el ano.

“Unos hombres me llevaron a un dispensario. Y de allí me trajeron a Panzi. Vivo en una pensión. Vendo cosas en el mercado para ganar algo de dinero. Mi familia no sabe que estoy viva. Y prefiero que piensen que estoy muerta a que sepan lo que me ha pasado”.

A pesar de todo lo que me cuenta – y que ahora transcribo palabra a palabra -, al encontrarse con sus amigas en el mercado, Jeanne sonríe, hace bromas. Lo mismo cuando vuelve al hospital y conversa con otras mujeres que esperan ser operadas, que han venido de buena parte de las provincias orientales del Congo.

A lo largo de las semanas que llevo en este país he logrado responder a algunas de las preguntas que traía conmigo sobre la violación como arma de guerra. Pero hay una para la que no he podido siquiera atisbar clave o conclusión alguna: ¿cómo hacen estas mujeres para seguir viviendo? ¿De dónde sacan la fuerza, la voluntad?

La guerra contra las mujeres del Congo: Thérèse

Una vez más me dirijo al hospital Panzi, institución de referencia en la atención de víctimas de violencia sexual en el este del Congo, situado en la periferia de Bukavu.

Una vez más me siento frente a la mesa de Cécile Kamwanya Mulolo, la psicóloga del centro, que conoce mejor que nadie las historias de las niñas y mujeres que llegan allí para intentar deshacer al menos parte del terrible daño que les han provocado.

Observo el afiche que en una esquina habla de forma elocuente, sin rodeos, de la realidad que han sufrido más de 200 mil mujeres en esta parte del mundo.

“Si te digo la verdad, últimamente no damos abasto. Cada día recibimos una media de diez nuevas pacientes”, afirma Cécile. Acto seguido coge los registros y me da las cifras exactas: “el viernes 27, el sábado 18, el domingo 19, el lunes 11”.

De anteriores encuentros no he podido olvidar historias como la de Marie, un bebé de 22 meses que en 2007 fue violado por media docena de soldados. “Le hemos podido reconstruir los genitales, pero cuando cumpla 12 o 13 años la niña tendrá que volver a operarse”.

O la de Camille, una joven de 16 años que permaneció como esclava sexual de un grupo de militares hutus durante semanas. “Cuando llegó al hospital se negaba a comer. Sólo decía que se quería morir. Y al final se murió”.

El testimonio de Thérèse

Entra una adolescente menuda, de cabello corto y grandísimos ojos negros al despacho de Cécile. Lleva una camiseta vaquera demasiado grande, que le oculta la forma del cuerpo. Cruza las manos sobre el regazo. No las mueve en toda la conversación. Se llama Thérèse.

– Un soldado me sacó de casa y me violó en el campo -, cuenta con voz casi inaudible -. Mi padre me trajo al hospital. Vivimos en Shabunda.

– ¿Qué edad tienes?

– Tengo doce años .

– Es una chica muy fuerte, dice que después de que nazca el niño volverá a ir a la escuela – me explica Cécile -. Estamos preocupados por su salud. Le tendremos que hacer una cesárea.

Fuera, en el pasillo, se escuchan las voces de otras mujeres que aguardan a ser atendidas. A sus espaldas, la puerta del despacho del doctor Denis Mukwege, el cirujano artífice de esta iniciativa que poco a poco está recibiendo el reconocimiento internacional que merece.

Y más allá del jardín: las salas de pre y post operatorio flanqueando el quirófano donde los médicos luchan por reconstruir los cuerpos de las mujeres que los soldados han mutilado, han vejado, han empleado como campo de batalla.

Todos los elementos de un universo al que me he acercado con toda el respeto que merece, y que ahora, dos semanas más tarde, intentaré describir en las próximas entradas de este blog.