Si hay algo estimulante de esta profesión, además de que se trata de un constante aprendizaje, y de que en algunas circunstancias puede llegar a movilizar voluntades para poner fin a determinado problema, es que casi siempre resulta impredecible. No en pocas ocasiones me sucede que en el proceso de buscar historias para levantar los andamios de un reportaje, encuentro otros testimonios igual de estimulantes que los que estaba procurando en un primer momento.
Es lo que me ocurrió el pasado jueves cuando recorría el sur de Líbano recavando información sobre la muerte de 23 civiles cuando huían de la población de Marwahín. Un hecho que el maestro de periodistas, Robert Fisk, describió de la siguiente manera (poniendo énfasis en aquello que siempre intento recalcar: el perverso uso que hacen algunos políticos y medios de comunicación del término terrorista para justificar crímenes contra la humanidad y atropellos de los derechos humanos):
«Será recordada como la masacre de Marwaheen. A todos los civiles asesinados se les había ordenado abandonar sus hogares en el pueblo de la frontera por los mismos israelíes unas horas antes. Váyanse, se les dijo a través de un altoparlante; y se fueron, veinte de ellos en una caravana de automóviles civiles. En ese momento fue que llegaron los aviones israelíes para bombardearlos, matando a veinte libaneses, de los cuales por lo menos nueve eran niños. La brigada de bomberos local no pudo extinguir el fuego, mientras todos se quemaban vivos en el infierno. Otro “objetivo terrorista” había sido eliminado«.
En una localidad próxima a Marwahín, el dueño de una tienda al que entrevisto acerca de la masacre, me dice que debería hablar con Kadija Murua, la única persona que permaneció en el pueblo durante la guerra. Siguiendo sus indicaciones llego junto a Jalal, el traductor, a una modesta casa de dos plantas, al fondo de cuya terraza vislumbramos a una mujer mayor, que permanece sentada en una silla, sola, en silencio, mientras anochece en esta parte del mundo.
«Salaam aleykum», dice Jalal, pero la anciana no lo escucha. Insiste, a viva voz. Ella reacciona. Nos invita a pasar. Jalal le explica que soy un sahafi (periodista) que he venido de España y que me gustaría hacerle algunas preguntas acerca de la guerra.
«Pasé la guerra sin que nadie me ayudara, aquí, encerrada en mi casa», afirma Kadija. Acto seguido, señala hacia el suelo con el bastón. «Como casi no me puedo mover, me encerré en la despensa. No tenía electricidad. Y sólo salía para ir al lavabo, que está al lado».
«¿Y de qué se alimentaba?», quiero saber. “Tenía un poco de keshek y hommos que mezclaba con el agua que cogía del lavabo. Fue todo lo que comí durante 33 días”, afirma Kadija con evidente expresión de sufrimiento al recordar aquellos momentos de angustia, incertidumbre y soledad. El keshek es una suerte de harina de yogurt y trigo, y el hommos, pasta de garbanzos.
«¿Y qué es lo que recuerda de aquellos días? ¿Sabía lo que estaba pasando?», continúo. Al escuchar la respuesta de Kadija, Jalal sonríe. «¿Qué ha dicho?», le pregunto. «Que caían bombas como lluvia», me explica. «¿Por que lo dice, porque caían muchos misiles?», intento profundizar. Jalal le formula la pregunta. A lo que la anciana le responde, lacónicamente, sin extenderse: «Caían bombas como lluvia».
Continúa…